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Gobierno y personalización de universidades del Estado Opinión

Gobierno y personalización de universidades del Estado

Marcelo Mella
Por : Marcelo Mella Decano de Humanidades, Universidad de Santiago de Chile.
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Quienes trabajamos en universidades estatales –y estamos orgullosos de hacerlo–, sabemos que mejorar estas instituciones es también mejorar el país. La gobernanza centrada en el compromiso de sus comunidades con un proyecto de largo plazo fortalece a las universidades del Estado; la personalización del poder y la perpetuación de sus autoridades unipersonales, en cambio, las debilita. Los desafíos que enfrentan nuestras universidades no se resuelven mediante declaraciones reactivas, cantidad de minutos en televisión, titulares sonoros o número de caracteres en prensa escrita o, peor aun, ofertones electorales. En tiempos donde la responsabilidad en la gestión es decisiva, se requiere de proyectos efectivos de largo plazo, que deben ser evaluados por sus resultados, especialmente en aquellas áreas estratégicas como la investigación, posgrados y gestión en equipamiento e infraestructura.


En un contexto caracterizado por la incertidumbre respecto a los efectos de la reforma de la educación superior en Chile, resulta indispensable detenerse en los factores institucionales que inciden en su gobernanza hacia el futuro. Hablamos de incertidumbre porque, al día de hoy, no queda claro que esta nueva fórmula de la gratuidad asegure la viabilidad, el buen financiamiento y la gobernanza de las universidades del Estado.

Los cambios contenidos en la reforma, el proceso de transición al nuevo régimen y la nueva fórmula de financiamiento, ¿transforman a las universidades del Estado en instituciones más robustas?  O, por el contrario, ¿esta transición al nuevo sistema convierte a las universidades del Estado en instituciones más vulnerables?

Un rector señalaba, en una columna de opinión, a pocas horas de terminado el tercer trámite constitucional que aprobaba la Ley de Educación Superior y la Ley de Universidades del Estado: “Ha sido una larga lucha para contar con un marco jurídico que permita a nuestras universidades –las del Estado– fortalecer sus estándares de calidad académica, así como la gestión institucional”. Esta apresurada declaración fue formulada sobre la base de que el Tribunal Constitucional (TC) –a fines del 2015– había objetado la glosa presupuestaria de la gratuidad, obligando a extenderla a otras Universidades Privadas que no tuvieran menos de cuatro años de acreditación ni controladores con fines de lucro.

En menos de dos meses, el mismo rector, luego de conocer el fallo del Tribunal Constitucional que rechazó el artículo 63 de la Ley de Educación Superior, comentaba que esta decisión representa «un retroceso que generará un tremendo daño”. Cabe hacer presente que, entre el final del tercer trámite constitucional de la Ley de Educación Superior y el pronunciamiento del TC, existió completo silencio de los rectores de las Universidades del Estado respecto de los aspectos cruciales del control de constitucionalidad. Y lo más grave: mientras otros actores que defendían el rechazo del Art. 63 ventilaron sus posiciones ante el mencionado organismo, quienes defendían la prohibición del lucro no tuvieron actuación alguna. Más allá de las declaraciones oportunistas de algún rector que busca ser el primero en ganar posición en los medios frente a un tema, ¿es efectivo que estos nuevos marcos creados por la reforma fortalecen los estándares de calidad de las universidades estatales?

A este respecto, un reciente estudio del Brooking Institution, titulado “Lessons from Chile’s Transition to Free College”, pone en duda, no solo el éxito de la nueva fórmula de financiamiento contenida en el esquema de gratuidad, sino también su eficacia en su propósito último, como de avanzar en la inclusión de los estudiantes de familias de menores ingresos.

[cita tipo=»destaque»]En menos de dos meses, el mismo rector, luego de conocer el fallo del Tribunal Constitucional que rechazó el artículo 63 de la Ley de Educación Superior, comentaba que esta decisión representa «un retroceso que generará un tremendo daño”. Cabe hacer presente que, entre el final del tercer trámite constitucional de la Ley de Educación Superior y el pronunciamiento del TC, existió completo silencio de los rectores de las Universidades del Estado respecto de los aspectos cruciales del control de constitucionalidad. Y lo más grave: mientras otros actores que defendían el rechazo del Art. 63 ventilaron sus posiciones ante el mencionado organismo, quienes defendían la prohibición del lucro no tuvieron actuación alguna. Más allá de las declaraciones oportunistas de algún rector que busca ser el primero en ganar posición en los medios frente a un tema, ¿es efectivo que estos nuevos marcos creados por la reforma fortalecen los estándares de calidad de las universidades estatales?[/cita]

Tampoco el esquema propuesto por la nueva Ley de Universidades Estatales entrega demasiadas certidumbres respecto del fortalecimiento de la gobernanza de estas instituciones afectadas por una alta concentración y personalización del poder en la figura de sus rectores. De hecho, el corpus actualmente en control de constitucionalidad, establece una larga transición normativa (cambio de estatutos orgánicos de las universidades con marcos normativos anteriores a 1990) y de autoridades (limitación a dos períodos para la reelección de los rectores), procesos fundamentales para asegurar el fortalecimiento del nuevo sistema de educación superior.

En lo concerniente al gobierno de las universidades propiamente tal, un artículo periodístico publicado en la prensa mostraba hace pocos días que, de un total de veintisiete universidades del CRUCh, con procesos eleccionarios a realizarse durante 2018 y 2019, existe un promedio de ocho años de duración de los actuales rectores en ejercicio, lapso equivalente a dos periodos presidenciales completos. De este conjunto de casos sobresalen en su duración algunos rectores: diez años en la U. de Valparaíso; once años en las Universidades del Bío Bío, Antofagasta y Arturo Prat; doce años en las Universidades de Santiago de Chile y de Playa Ancha; dieciséis años en la Universidad de la Frontera; dieciocho años en la Universidad de La Serena; para finalizar con los casos emblemáticos de la Universidad de Concepción, con veinte años, y de la Universidad de Talca, con veintitrés años.

Hay que distinguir, de este conjunto, casos como los del rector de la Universidad de Talca, que ha ejercido en dos períodos discontinuos (1991 a 2006 y 2010 al presente) y agregar que solo algunos de estos directivos buscan nuevamente reelección durante los próximos procesos eleccionarios. Nuestro punto es si, además del complejo contexto de cambio normativo, semejante nivel de personalización en las universidades del Estado permite el cumplimiento de su importante misión y fortalece la gobernanza.

Las universidades del Estado, sobre la base de marcos normativos que promovían un gobierno universitario caracterizado por alta concentración de facultades, escasos mecanismos de control de la comunidad sobre la actuación de sus autoridades unipersonales y ausencia de limitación en la duración del mandato, han promovido una fuerte tendencia a la personalización al interior de estas instituciones.

Creemos que la personalización del gobierno universitario resta capacidades de agencia a las instituciones de educación superior y, al mismo tiempo, empobrece el sentido público de las universidades estatales, al menos por tres razones: obstruye el reemplazo generacional y el surgimiento de nuevos liderazgos, así como disminuye las posibilidades de disidencia al interior de estas comunidades, lo que afecta también el pluralismo interno de la institución; profundiza las lógicas clientelares intrainstitucionales y encapsula a la autoridad por parte de “cortesanos” en búsqueda del mantenimiento de privilegios; y naturaliza una gestión oportunista que construye prioridades asociadas a las coyunturas e inconsistentes en el largo plazo como resultado de la necesidad de administrar el poder personal.

De este modo, en tiempos en los que la vigencia de la reforma a la educación superior requerirá estándares más altos para las universidades del Estado y no garantizará necesariamente mejores condiciones operacionales, resulta indispensable mejorar la gestión interna de dichas instituciones con el objeto de que logren cumplir con su importante rol social y político en el país.

Quienes trabajamos en universidades estatales –y estamos orgullosos de hacerlo–, sabemos que mejorar estas instituciones es también mejorar el país. La gobernanza centrada en el compromiso de sus comunidades con un proyecto de largo plazo fortalece a las universidades del Estado; la personalización del poder y la perpetuación de sus autoridades unipersonales, en cambio, las debilita. Los desafíos que enfrentan nuestras universidades no se resuelven mediante declaraciones reactivas, cantidad de minutos en televisión, titulares sonoros o número de caracteres en prensa escrita o, peor aún, ofertones electorales. En tiempos donde la responsabilidad en la gestión es decisiva, se requiere de proyectos efectivos de largo plazo que deben ser evaluados por sus resultados, especialmente en aquellas áreas estratégicas como la investigación, posgrados y gestión en equipamiento e infraestructura.

Pero, por sobre todo, la personalización del poder en las universidades estatales debilita su principal diferencia respecto a las universidades privadas, que constituye la identidad fundamental de las instituciones públicas: que pertenecen al Estado –son propiedad de todos– y no poseen un agente controlador privado de carácter económico o político.

  • El contenido vertido en esta columna de opinión es de exclusiva responsabilidad de su autor, y no refleja necesariamente la línea editorial ni postura de El Mostrador.
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