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Contaminación + frío = enfermedades + pérdidas económicas Opinión

Contaminación + frío = enfermedades + pérdidas económicas

Jaime Hurtubia
Por : Jaime Hurtubia Ex Asesor Principal Política Ambiental, Comisión Desarrollo Sostenible, ONU, Nueva York y Director División de Ecosistemas y Biodiversidad, United Nations Environment Programme (UNEP), Nairobi, Kenia. Email: jaihur7@gmail.com
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En la sociedad chilena la contaminación es la consecuencia de ese paradigma del crecimiento económico insostenible, que aman nuestros economistas neoliberales, derivado del irresponsable principio de usar y tirar. Ya lo hemos advertido antes, es la “cultura del desperdicio”, donde los recursos y el capital humano parece que pudieran expandirse como el tiempo y el espacio. Nuestro país, en 2018, semeja uno fallido, porque fracasa a la hora de vincular desarrollo económico, sostenibilidad y justicia social. La contaminación, la pobreza y la desigualdad están profundamente interconectadas. Casi el 90% de las muertes relacionadas con la contaminación en Santiago son por las enfermedades causadas por la contaminación del aire. Junio, julio y agosto son los meses de los resfríos y las gripes, causados por virus como la influenza, el respiratorio sincicial y el adenovirus, y las muertes se concentran en los pobres, los desamparados y los sin casa. No es raro que las comunas más contaminadas y de peor calidad del aire sean Pudahuel y Cerro Navia.


Hacer un balance del estado de la contaminación del aire en Chile no es una tarea sencilla. La ecuación contiene numerosas variables y datos que se relacionan entre sí, configurando un complejo andamiaje: enfermedades estacionales y crónicas, pérdidas económicas que se concentran en el Estado y afectan a las personas de menores ingresos, recursos naturales que se agotan ante la presión de una población con más aspiraciones y consumo, crecimiento insostenible, aumentos constantes de los índices de los principales contaminantes, eventos extremos debido al cambio climático, conflictos sociales, pobreza resistente pegada en los indicadores sociales, persistente desigualdad, entre muchos otros.

Sin embargo, no podemos desconocer que algunos han tenido acceso a avances tecnológicos sin precedentes que han mejorado su bienestar general, adquiriendo retazos de una revolución científica que nos pone al alcance de la mano, de forma inmediata, una cantidad de información envidiable para cualquier otra generación anterior, mejores alimentos, más entretenimientos, mejores tecnologías en la salud antes impensadas, disminución de la mortalidad infantil, progresos en la medicina que alzan la edad media de las personas, avances espectaculares en la producción de alimentos, para mencionar las más relevantes. En este tipo de aproximaciones uno puede ver el vaso medio lleno o medio vacío. Lo importante para nosotros es preguntarnos ¿por qué está medio vacío y cómo puede llenarse? Y, por sobre todo, ¿cuál es el peligro de que se haga añicos el vaso y salte todo por los aires?

En la Región Metropolitana, en el Gran Santiago, vive casi el 40% de la población chilena. Es una aglomeración urbana ubicada en un valle que se caracteriza por tener una muy mala ventilación y, por ende, una muy mala calidad del aire. En más de una ocasión se han lanzado alertas por los niveles de contaminación. Las concentraciones de partículas que resultan de la combustión de los autos (y motos y buses), sigue siendo altas. Las mediciones de la OMS sobre contaminación del aire son muy significativas, ya que comparan las partículas PM10 y las más finas, PM2,5. Estas últimas son las partículas en suspensión de menos de 2,5 micrómetros (100 veces más delgadas que un cabello humano), las mejores indicadoras de la calidad del aire, pues son las más peligrosas para la salud humana, ya que penetran elementos como sulfato, nitrato o carbón en el sistema cardiovascular o en los pulmones. Estamos muy mal.

Pero, además, también tenemos otras ciudades o regiones que sufren de elevada contaminación ambiental, ruidos molestos, saturación de lagos, turbiedad del agua e incluso presencia de metales pesados en las personas por sobre el rango normal. Son los problemas con que tienen que lidiar día a día miles de chilenos que viven en comunas saturadas o en estado de alerta por la contaminación, como Concón, Quintero, Puchuncaví, Til Til, Coronel, Pucón y Villarrica. Aunque se controla la contaminación del aire en Santiago, no es verdad que ocurra lo mismo en otras ciudades chilenas identificadas por la OMS en la lista de las 20 ciudades más contaminadas de América. Coyhaique es la ciudad más contaminada de nuestro continente.

[cita tipo=»destaque»]La meta de aquí al año 2035 debería ser el uso exclusivo de vehículos eléctricos para la movilización colectiva y particulares en el centro urbano de la Región Metropolitana. Para conseguirlo, el Gobierno, las empresas y la ciudadanía deben hacer sus aportes, apoyar a las entidades correspondientes para que instalen suficientes puntos de recarga eléctrica en Santiago y comenzar a dar incentivos, por ejemplo, permitir importaciones masivas de vehículos eléctricos sin aranceles, reducir o incluso anular los cobros de estacionamiento a las personas que cambien sus autos de combustión. Estas pocas acciones inmediatas serían, en realidad, por sus efectos prácticos, ejemplos de primeras inversiones de gran efecto multiplicador. Serían equivalentes a las que se hacen en el campo del saneamiento, la salud y recintos hospitalarios. Serían una contribución directa a mejorar la calidad del aire en Santiago y el estado de la salud de sus habitantes. [/cita]

En estos estudios la OMS identifica la concentración promedio anual de PM2,5 de 10 mg/m3 como la máxima aceptable. Pero tenemos ciudades que la superan con creces: Coyhaique tiene un promedio anual de 64 mg/m3; Padre las Casas y Osorno llegan a 35 mg/m3; Temuco y Andacollo a 31 mg/m3; y Rancagua a 30 mg/m3. En la Región Metropolitana el promedio anual es de 29 mg/m3 (principal fuente son los vehículos a combustión), pero sube a valores muy altos en los meses fríos porque, al igual que Coyhaique, Padre de las Casas y Temuco (calefacción a leña) y Andacollo (camiones mineros que levantan polvo), en invierno hay poco viento y la inversión térmica es muy fuerte.

Con el tiempo frío de invierno, hay puntos donde se registran situaciones insoportables. Mientras los santiaguinos siguen soportando la mala calidad del aire, protegiéndose con bufandas, y con restricciones vehiculares, con días de preemergencias y emergencias ambientales, el frío invernal hace remecer las neuronas de todos los chilenos y surgen preguntas que nos hacen reflexionar: ¿por qué continuamos soportando estoicamente el martirio de vivir en un medio tan contaminado que afecta a los niños, a los abuelos, a las embarazadas, a los enfermos crónicos y que convierten al invierno en la “estación del terror” para todos los habitantes de Santiago? Nos afligen un frío inusual, enfermedades, lluvias, la nieve, temporales, inundaciones, marejadas, aluviones, etc. Los chilenos preferimos pasivamente aceptar que cada año los inviernos y la contaminación sean más horribles. Los aceptamos como trofeos inevitables a nuestra inacción. ¿Por qué? Nuestra ignorancia sobre los efectos de la contaminación en nuestra salud, en la economía y en la estabilidad de los ecosistemas es suprema.

Porque debemos recalcar que la contaminación, donde ocurre, también asfixia a la economía. No tenemos datos de la realidad chilena, pero los datos mundiales existentes son elocuentes. La contaminación del aire cae sobre la tierra contaminando acuíferos, mares, tierras agrícolas, paisajes. El año pasado, la revista médica británica The Lancet propuso los cálculos más precisos conocidos hasta ahora (www.thelancet.com). El costo económico estimado por los expertos supera los 4,6 billones de dólares al año. El 6,2% de la riqueza del planeta.

Pero lo peor es que la grave contaminación esparcida en sus infinitas formas (agua, aire, tierra, química) mata al año (cifras de 2016) a nueve millones de personas. Es responsable del 16% de todas las muertes del planeta. Más que el sida, más que la tuberculosis y la malaria. O sea, respirar causa cuatro veces más muertes que estas tres enfermedades juntas: nueve millones al año, casi tantas como todos los cánceres. Porque el aire que inspiran nueve de cada diez humanos está contaminado, en mayor o menor medida. Los datos, que acaba de publicar la Organización Mundial de la Salud (OMS), son muy similares a los del anterior informe de contaminación del aire, que la agencia dio a conocer en 2016. Y eso es una mala noticia: en estos dos años no ha habido progresos significativos.

La tragedia y lo fatuo de los partidarios del crecimiento económico insostenible es que ignoran, no solo a las personas, sino también a las matemáticas y a los datos que no les convienen. El trabajo de The Lancet sostiene que en EE.UU. cada dólar invertido en luchar contra la contaminación genera 30 de beneficios. Desde 1970 se han destinado 65 mil millones de dólares a este empeño y han regresado 1,5 billones. El problema es quién soporta los costos y quién recibe los beneficios. A veces se cierra una empresa o se rechaza un Proyecto Minero, por ejemplo, el Caso Dominga en Chile, porque es muy contaminante o no resulta sostenible medioambientalmente y qué sucede: la sociedad reacciona no agradeciendo por la contaminación de la cual los han salvado, pero sí lo hacen frente a la pérdida de puestos de trabajo. ¿Quién entiende esta racionalidad? Muchos responderán que es preferible trabajar y tener qué comer, que respirar aire puro. Y tienen razón. Pero tenemos que reconocer que eso no es desarrollo ni tampoco una disyuntiva moralmente aceptable, en un país que aspira a salir del subdesarrollo pero que no hace nada por evitar que los pobres y necesitados estén destinados a sobrevivir con pésima calidad del aire que respiran.

En otras palabras, la estrategia del statu quo es dejar ocultos los procesos contrarios. Por esa razón no se atienden las demandas que exigen dejar de verter aguas residuales sin procesar a nuestros ríos. Tampoco se presta la debida atención a los derechos de propiedad y a la conservación del agua, al manejo del bosque nativo en lo alto de las cuencas, así como responder construyendo más plantas de tratamiento. Menos aún destinamos recursos para limpiar nuestros ríos, tampoco para proteger nuestra biodiversidad y a nuestros ecosistemas asegurando su atractivo turístico. No nos engañemos, todo esto jamás sucederá si nuestro país no tiene éxito, primero, en eliminar la contaminación del aire que respiran sus habitantes. Esa será la prueba última que demostrará si somos serios y honestos respecto a la protección del medio ambiente y al respeto al derecho a vivir en un ambiente sano y libre de contaminación. En 2018, Chile ya no puede seguir acumulando la basura bajo la alfombra, se nota demasiado. Así de simple.

Por otra parte, no cabe duda que la contaminación es también una batalla contra ideas equivocadas o lugares comunes. Por ejemplo, creer que tal cantidad de contaminación acumulada que nos afecta es el obligatorio peaje a la prosperidad. Una mentira perversa que abundó desde los 70 hasta el nuevo milenio. Países ricos, pensemos en EE.UU., llevan cinco décadas luchando contra la contaminación, mientras su PIB crecía un 250%. Pero nosotros nada. Además, las grandes pérdidas económicas que provoca la contaminación pasan en bastantes ocasiones inadvertidas porque no se asocian con el problema. Y están ahí. Se pueden tocar con los dedos.

En las naciones desarrolladas, la contaminación representaba en 2015 unos 53 mil millones de dólares en horas laborales perdidas por diversas enfermedades. ¿Cuánto será en nuestro país? Vivimos inmersos en la batalla. Tenemos que declarar la guerra a la contaminación de la misma forma que hemos declarado la guerra a la pobreza y a las enfermedades. La buena noticia es que se puede solucionar; la mala es el enorme costo.

En la sociedad chilena la contaminación es la consecuencia a ese paradigma del crecimiento económico insostenible, que aman nuestros economistas neoliberales, derivado del irresponsable principio de usar y tirar. Ya lo hemos advertido antes, es la “cultura del desperdicio”, donde los recursos y el capital humano parece que pudieran expandirse como el tiempo y el espacio. Nuestro país, en 2018, semeja uno fallido, porque fracasa a la hora de vincular desarrollo económico, sostenibilidad y justicia social. La contaminación, la pobreza y la desigualdad están profundamente interconectadas. Casi el 90% de las muertes relacionadas con la contaminación en Santiago son por las enfermedades causadas por la contaminación del aire. Junio, julio y agosto son los meses de los resfríos y las gripes, causados por virus como la influenza, el respiratorio sincicial y el adenovirus, y las muertes se concentran en los pobres, los desamparados y los sin casa. No es raro que las comunas más contaminadas y de peor calidad del aire sean Pudahuel y Cerro Navia.

Por si fuera poco, en estos meses más fríos tenemos los sistemas frontales más fuertes, con lluvias intensas y nieves que se van haciendo cada año más usuales debido al cambio climático en marcha. ¿Cuánto es lo que se pierde en términos económicos? Los especialistas en nuestro país tienden a olvidar hacer estos cálculos, pero deben ser inmensos en términos de vidas humanas y pérdidas económicas. Los cálculos mundiales muestran que las pérdidas debido a la menor productividad alcanzan hasta el 1,9% de la riqueza de los países afectados. Y pocos parecen encontrar lo obvio en sus análisis: la gente enferma o muerta no puede contribuir a la economía.

Ya es hora de terminar con este círculo vicioso, y darnos cuenta de que podemos solucionar el problema aunque al Gobierno y las otras autoridades les importe un bledo. Ejemplos en el mundo, que lo han logrado, hay muchos. Cada vez es más frecuente notar que hay ciudades de otras partes del orbe que tuvieron éxito en disminuir la contaminación del aire porque los gobiernos locales y los movimientos ciudadanos lanzaron campañas nacionales, la gente se movilizó y se presionó en todos los frentes para que disminuyeran las emisiones de todas las fuentes.

Oxford, en Reino Unido, es un ejemplo concreto. Hoy cuenta con un Plan para que en 2035 ningún vehículo movido por diésel o gasolina circule en su área urbana. Se trata de una transición gradual que ya tiene una meta más cercana: en menos de tres años (en 2021) ninguna clase de estos automotores podrán andar en el centro de la ciudad. Seguramente Oxford va a ser la primera ciudad del mundo en generar cero emisiones. Hasta hace poco, la OMS registraba que dicha ciudad en muchas ocasiones había sobrepasado los límites de concentración de material particulado PM10 y PM2.5.

¿Por qué en Chile no se entiende la raíz del problema y tratamos de emular a Oxford? Toda persona que conduce un vehículo de combustión en el centro de Santiago está contribuyendo al aire tóxico que respiramos. También los que prenden sus chimeneas y queman leña verde. Las empresas que con sus chimeneas no dejan de emitir contaminantes. Tenemos que aportar nuestro grano de arena y seguir el ejemplo de Oxford. Una de las medidas para lograr esa ambiciosa meta es impulsar con más fuerza el uso del metro, de la locomoción colectiva, usar cada vez menos el auto particular en el centro de Santiago.

La meta de aquí al año 2035 debería ser el uso exclusivo de vehículos eléctricos para la movilización colectiva y particulares en el centro urbano de la Región Metropolitana. Para conseguirlo, el Gobierno, las empresas y la ciudadanía deben hacer sus aportes, apoyar a las entidades correspondientes para que instalen suficientes puntos de recarga eléctrica en Santiago y comenzar a dar incentivos, por ejemplo, permitir importaciones masivas de vehículos eléctricos sin aranceles, reducir o incluso anular los cobros de estacionamiento a las personas que cambien sus autos de combustión. Estas pocas acciones inmediatas serían, en realidad, por sus efectos prácticos, ejemplos de primeras inversiones de gran efecto multiplicador. Serían equivalentes a las que se hacen en el campo del saneamiento, la salud y recintos hospitalarios. Serían una contribución directa a mejorar la calidad del aire en Santiago y el estado de la salud de sus habitantes.

Tenemos una tremenda meta: hacer que la mayoría de los chilenos se paren en sus pies, decidan proteger su salud, mejorar la calidad del aire y decir basta. ¿Lo lograremos?

  • El contenido vertido en esta columna de opinión es de exclusiva responsabilidad de su autor, y no refleja necesariamente la línea editorial ni postura de El Mostrador.
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