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Leviatán, patentes y transferencia tecnológica Opinión

Leviatán, patentes y transferencia tecnológica

Nuestros científicos están preparados para invertir con sensatez y eficiencia los posibles mayores recursos que deberían destinarse a ciencia, tecnología e innovación. Los emprendedores con menor calificación científica también lo están, porque los actores de la “Grass root innovation” y nuestros pueblos originarios, tienen la urgencia de innovar con eficiencia y a bajo costo para ser competitivos y crear nuevos bienes para el progreso del país y mejorar sus propias condiciones de vida.


El sistema chileno de Gestión de Propiedad Intelectual y Transferencia de Tecnología (TT) y gestión de IP (GPI) ha sido inspirado y es consistente con el sistema actualmente vigente en EE.UU., basado en la Bayh Dole de 1980, cuyo uso e implementación se ha promovido en diversas latitudes. Ello ha sido el núcleo de mis actividades de investigación, docencia y fortalecimiento de capacidades en América Latina, que he realizado como académico de la Universidad de California.

Mi opinión se basa precisamente en ese trabajo académico, destinado a estudiar y comparar ambos sistemas durante mis 15 años en los Estados Unidos, promoviendo la construcción de sistemas de Transferencia Tecnológica en Chile y América Latina, apoyando el desarrollo de políticas públicas, políticas y regulaciones universitarias para la gestión de PI y transferencia tecnológica, creación de spin-offs, conflicto de intereses e integridad en las actividades de investigación.

Con respecto a la «nueva» regulación recientemente aprobada por el Poder Legislativo a fines del mes de mayo, debe aclararse que dicha norma es también consistente con los principios que informan el sistema Bayh Dole Act, en términos de transferir a la sociedad las tecnologías que el Estado financia de forma mayoritaria, para que sean utilizadas en beneficio público, aunque contiene una disposición que no está del todo alineada con el sistema imperante en los Estados Unidos, en el que se reflejan como modelo a seguir los esfuerzos realizados por Chile en sus políticas de fortalecimiento de la I+D+I.

[cita tipo=»destaque»]En definitiva, nadie puede sostener con seriedad que la sola existencia de este tipo de regulaciones –por lo demás nunca aplicadas por el Leviatán estadounidense– que garantizan al Estado los llamados “march in rights”, hayan resultado en una falta de interés del sector privado por participar en proyectos de transferencia tecnológica en Berkeley, Davis, Stanford, MIT u otras universidades conocidas mundialmente por sus fortalezas en estas áreas. La evidencia para sostener precisamente lo contrario es simplemente tan significativa, abrumadora e indubitada como lo es la falta de seriedad de las afirmaciones que algunos prominentes actores del sistema nacional de innovación han diseminado con un entusiasmo solo comparable a la falta de rigor de sus juicios.[/cita]

Sin embargo, también debe señalarse que esta regulación solo afecta a las subvenciones de Fondecyt, que es el principal fondo chileno que ha permitido el desarrollo de las ciencias básicas, y encuentra sus raíces en el DFL 33 del año 1981, estatuto original de este fondo –paradójicamente coetáneo a la Bayh Dole Act– que solicita, del investigador que intentare patentar, tanto obtener la aprobación del Gobierno como la devolución de los fondos del subsidio completo que el Estado financió.

Es significativo señalar que, en consideración a la naturaleza misma de los resultados de investigación de los proyectos de Fondecyt, ellos están protegidos mucho más intensamente por las disposiciones de las normas de Derecho de Autor que por las del Derecho de Patentes, ya que es una investigación realizada en una etapa temprana de las ciencias así llamadas básicas, no de las ciencias aplicadas, lo que explica que esta regulación de larga data apenas se haya utilizado en nuestro país. La evidencia verificable indica que, sobre un total de 16 mil proyectos financiados por este fondo, no más de 20 han obtenido protección vía patentes de invención, porque claramente no es ese el objetivo de Fondecyt.

La única disposición nueva en la legislación que aprobó el Ministerio de Ciencia y Tecnología en Chile es, de hecho, el establecimiento de una norma que obliga al pago de un más bien modesto 5% de los ingresos obtenidos por los investigadores Fondecyt, provenientes de la comercialización de sus patentes, sobre lo cual se han vertido opiniones apocalípticas para el sistema nacional de transferencia tecnológica –por vía ejemplar, se ha hablado de una bomba de racimo que destruirá ese sistema y las inversiones privadas en proyectos tecnológicos en los que participe el implacable Leviatán, a través de su temible artículo 9; o, bien, que se trataría de una norma tan excepcional en el mundo, que no existiría ni siquiera en China (si los chinos se enterarán de nuestra nueva monstruosidad jurídica chilena, el artículo 9 de marras que impone el referido 5%, quizás nos lo copiarían), todo ello entre otras descomedidas descalificaciones que se le han imputado a la norma en comento–, opiniones que asombran tanto por su lapidario contenido como por una carencia absoluta de rigor académico y de evidencia que les dé sustento.

Lo anterior ocurre precisamente cuando el mundo desarrollado avanza en provisiones que aseguren una gestión de propiedad intelectual y transferencia tecnológica “socialmente responsable”, en la investigación que se realiza con fondos públicos, concepto en cuyo desarrollo he participado y sido actor desde el punto de vista académico y profesional, en los cuales la Universidad de California ha sido líder en el mundo, y que defiendo con vigor, porque le permiten al Estado, sus universidades y las instituciones de educación superior privadas con fines públicos, asegurar el logro de fines esenciales de su quehacer de investigación, sustentando la realización del interés público en áreas fundamentales para la población como lo son la salud y la alimentación, y que se encuentran plenamente asentadas en diversas evaluaciones a la Bayh Dole Act, realizadas por las propias Academias de Ciencias de los Estados Unidos.

En definitiva, nadie puede sostener con seriedad que la sola existencia de este tipo de regulaciones –por lo demás nunca aplicadas por el Leviatán estadounidense– que garantizan al Estado los llamados “march in rights”, hayan resultado en una falta de interés del sector privado por participar en proyectos de transferencia tecnológica en Berkeley, Davis, Stanford, MIT u otras universidades conocidas mundialmente por sus fortalezas en estas áreas. La evidencia para sostener precisamente lo contrario es simplemente tan significativa, abrumadora e indubitada como lo es la falta de seriedad de las afirmaciones que algunos prominentes actores del sistema nacional de innovación han diseminado con un entusiasmo solo comparable a la falta de rigor de sus juicios.

La ley no dice nada sobre el destino de los ingresos impuestos por la nueva regulación, pero sería adecuado que se destinen a los múltiples objetivos públicos del Estado en estas materias, tales como garantizar el más pleno acceso a tecnologías desarrolladas por universidades y centros tecnológicos con fondos públicos en áreas de salud y agroalimentarias, o bien a lograr el establecimiento de un sistema nacional de acceso a recursos genéticos y conocimiento tradicional ancestral que permita implementar obligaciones internacionales que tiene Chile como Estado.

Estas regulaciones son imperativas en términos de obtener un consentimiento informado previo de las comunidades indígenas, que son legítimas tenedoras del traditional knowledge (TK), y compartir con ellas los beneficios que esta actividad genera, que pueden permitir polos de desarrollo impensados para nuestros pueblos originarios, y acceso a esta riqueza natural en condiciones de equidad, integridad y cumplimiento de la normativa internacional referida, construyendo un sistema de alianzas público-privadas que fortalezcan la I+D+i para avanzar en la denominada «Grass Root Innovation» –que cultiva muy exitosamente el afamado Dr. Anil Gupta en la Honey Bee network en India–, evitando al mismo tiempo los abusos de las asimetrías de información que han permitido la apropiación indebida, a través de la utilización fraudulenta del sistema de patentes, de los beneficios de la biodiversidad, como ha ocurrido en casos de renombre en Chile y el mundo, privando de legítimos beneficios a sus titulares milenarios allí donde falta el requisito de la novedad para obtener una patente.

Ejemplos hay suficientes: la ayahuasca, el neem, el hoodia cactus, el guaraná, entre otros más allá de nuestras fronteras; y sin ir tan lejos, la rapamicina o el maqui en Chile, han generado cuestionamientos fundados sobre la patentabilidad de esta biodiversidad que es relevante en temas de salud física y mental, y en la alimentación mundial.

El fortalecimiento de este tipo de iniciativas aún ausentes en nuestro país, aunque bastante consolidadas en otros países de América Latina ricos en esta megabiodiversidad, tiene el potencial de generar nuevas fuentes de innovación, proveyendo oportunidades a grupos que no han participado activamente de este financiamiento estatal, y los recursos que el Estado capture con el 5% bien podrían ser destinados a objetivos tan importantes como los señalados en este punto.

En realidad, aunque no se han hecho evaluaciones integrales de quiénes específicamente se benefician de los resultados de los proyectos de I+D+i,  mayoritariamente financiados con fondos públicos en Chile, es conocida mundialmente la denominada “10/90 gap”, esto es, que solo menos del 10% del financiamiento de la investigación en salud se destina a enfermedades que representan el 90% de la carga mundial de morbilidad. Aún resuenan las palabras del CEO de un gigante farmacéutico que sostuvo, con una honestidad solo comparable a su insensibilidad, que “no creamos este medicamento para los indios, sino para los occidentales que pueden pagarlo”.

La propiedad intelectual tiene indudablemente un rol de incentivo a las inversiones en el desarrollo de fármacos y tecnologías para fortalecer la alimentación mundial, aunque, en paralelo, no puede negarse que genera problemas severos de acceso y de encarecimiento a bienes fundamentales para la población, por lo cual el Leviatán debe tener regulaciones a las cuales echar mano, como el sistema de licencias compulsorias.

Con respecto a la opción de licencia para el Gobierno sobre las patentes obtenidas en Fondecyt, la disposición es, insisto, bastante consistente con el sistema de la Ley Bayh Dole de EE.UU. De hecho, es prácticamente una copia de la provisión relativa a los “march in rights”, lo que permite al Gobierno el derecho a una licencia no exclusiva de la tecnología financiada por el Estado, por la cual se debe pagar una compensación en términos justos a su titular.

La disposición no solo es similar a la de los Estados Unidos, sino también al sistema de licencias obligatorias establecido en la Ley de Propiedad Industrial (Ley 19.039), y es compatible con el Acuerdo sobre los ADPIC. Las afirmaciones erróneas que cuestionan este sistema de licencias no son precisas, ya que el sistema en EE.UU. se basa en la capacidad del Gobierno de tener este contrapeso y acceso a las tecnologías cuando sea necesario, pues es el objetivo de todo Gobierno estar debidamente equipado para cualquier necesidad o calamidad pública, y siempre se requiere una compensación justa, como establecen las leyes internacionales y nacionales vigentes, y que la nueva norma simplemente ratifica.

Consistentemente, las buenas prácticas internacionales recomiendan la inexistencia de licencias exclusivas, salvo cuando el proceso de transferencia lo haga indispensable, a partir de casos específicos en que se habían pactado licencias exclusivas con empresas, que terminaron por bloquear nuevas investigaciones a las propias universidades que habían generado las tecnologías, y que se veían ahora sin posibilidad de utilizarlas para avanzar otras nuevas, como el famoso caso del International Rice Research Institute y el gen Xa21.

No menos importante, es necesario al parecer destacar que la nueva regulación ha sido propuesta por el Ejecutivo y aprobada por una abrumadora mayoría en el Parlamento, que representa la manera institucional de crear nuevas regulaciones en este país, y debemos estar muy orgullosos de nuestra democracia. No ha sido aprobado por un pequeño grupo de iluminados entre gallos y medianoche, como ha sido sugerido por quienes cuestionan la nueva regulación.

Tampoco refleja la discusión ponderada del Parlamento la desmesurada preocupación de los críticos de la norma que, prácticamente, han garantizado que el Gobierno y el Parlamento transferirán la nueva provisión de Fondecyt para todo el sistema chileno de transferencia de tecnología, afirmación que no es cierta de acuerdo a la historia de la nueva norma, según consta en actas oficiales del Congreso.

Estoy seguro que para un cuerpo normativo tal, como la nueva Ley de Transferencia Tecnológica, el Parlamento emprenderá rondas de expresión de opinión de las organizaciones civiles involucradas en el tema, de manera transparente, donde se dejarán actas y videos de todos los invitados a exponer sus visiones, y sus opiniones se harán constar de manera pública, como se requiere en el proceso de creación de cualquier nueva ley en nuestro país. Parafraseando a un gran estadista de nuestros tiempos, siempre es positivo dejar que las instituciones funcionen, aunque –correlativamente y en el mismo sentido– parece también sensato requerir que no funcionen algunas malas prácticas que pudieran ser perversas y desinformar durante nuestro proceso legislativo.

Una de las conclusiones más significativas de diversas investigaciones que he realizado, en que he entrevistado a directivos públicos, profesores investigadores, autoridades de universidades, parlamentarios, jueces, formuladores de políticas públicas, emprendedores, dueños y gerentes de importantes empresas privadas, y diversos colegas de sistemas de innovación en EE.UU., América Latina y Chile, es resaltar la autonomía de nuestros países para autorregularse en materias como estas, estableciendo políticas y legislaciones apropiadas a nuestra capacidad tecnológica, y no simplemente copiar normas extranjeras.

El tratado internacional TRIPS establece estándares mínimos de protección de PI en el mundo, sobre los cuales nuestro país se encuentra en compliance, pero también contiene flexibilidades que le permiten irse adaptando gradualmente a tales estándares. Por ejemplo, en algunos países desarrollados están permitidas las patentes sobre plantas y los animales, mientras en Chile, adecuadamente hasta ahora, nuestra legislación aún lo prohíbe, áreas significativas de desarrollo de nuestra capacidad científica y tecnológica como país, donde está, por lo tanto, permitido adaptar tecnologías sin vulnerar derechos de patentes.

Salvo los microorganismos, donde en Chile, desde hace una década ya, han sido aceptadas a patentamiento bacterias creadas por investigadores, que son fundamentales para la investigación biotecnológica, tema que en 1980 fue de enorme controversia en los EE.UU., cuando la Corte Suprema declaró, en el famoso caso Diamond vs. Chakrabarty, que la Ley de Patentes establecía que la materia patentable permitía “to include anything under the sun that is made by man», ampliándola con esta sentencia a seres vivos y provocando en ese país la revolución de la industria biotecnológica de esa época, y que actualmente resulta pacífica a la luz de las disposiciones del TRIPS.

Finalmente, en lo que hay acuerdo absoluto en la comunidad científica y tecnológica nacional, y en algunos de nuestros líderes políticos que logran separar la paja del trigo y que han hecho un excelente trabajo en la Comisión Futuro del Senado de la República, es en el escaso financiamiento que Chile destina a esta actividad, lejos incluso de países latinoamericanos como Brasil, y muy lejos del promedio de la OECD, hipotecando así nuestras oportunidades de desarrollo.

Usualmente se demanda entusiastamente del Gobierno incrementar su inversión en este ámbito, aunque poco se reclama del sector privado, que está bastante ausente aún en el financiamiento de esta actividad en nuestro país. Es allí, en esa demanda, donde los críticos de la norma del artículo 9 deben seguir concentrando sus esfuerzos, porque, sin incrementar los recursos para esta actividad, efectivamente no hay muchos resultados de investigación aptos para el exigente proceso de la transferencia tecnológica.

Nuestros científicos están preparados para invertir con sensatez y eficiencia los posibles mayores recursos que deberían destinarse a ciencia, tecnología e innovación. Los emprendedores con menor calificación científica también lo están, porque los actores de la “Grass root innovation” y nuestros pueblos originarios, tienen la urgencia de innovar con eficiencia y a bajo costo para ser competitivos y crear nuevos bienes para el progreso del país y mejorar sus propias condiciones de vida.

Muchos recordarán las sucesivas comitivas público-privadas que visitaron Finlandia años atrás para ver el milagro educacional de ese país, y cuando nuevamente nos vuelvan las ganas de visitar países como ese, o como Nueza Zelanda, haríamos bien en preguntar cómo sus economías basadas en recursos naturales y con similares grados de desarrollo e inversión en CyT con Chile hace décadas, lograron desarrollarse, invirtiendo sostenida y relativamente a su PIB siete veces más que Chile, fortaleciendo al mismo tiempo sus sistemas de educación y el respeto a sus pueblos originarios. Es simplemente el viejo dilema de los cañones y la mantequilla de Samuelson.

Cuando hay objetivos tan claros que perseguir, no es juicioso perder el foco, y tiene un alto costo de oportunidad invertir esfuerzos en criticar infundadamente una legislación como la que comentamos, que en nada afectará la transferencia tecnológica en Chile, en vez de destinar muchos más esfuerzos a seguir contribuyendo a alcanzar adecuados niveles de inversión en I+D+I, lo que realmente seguirá impactando nuestro desarrollo como país en el largo plazo.

  • El contenido vertido en esta columna de opinión es de exclusiva responsabilidad de su autor, y no refleja necesariamente la línea editorial ni postura de El Mostrador.
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