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El cohecho y la élite política chilena Opinión

El cohecho y la élite política chilena

Santiago Escobar
Por : Santiago Escobar Abogado, especialista en temas de defensa y seguridad
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El debate parlamentario sobre reformas de ley para aplicar mayores penas al delito de cohecho y las faltas a la probidad, llevado adelante en el Parlamento chileno, es un ejemplo grave de cómo se desaprovechan las buenas oportunidades de enmendar. No se puede entender que sobre una misma materia de probidad, destinada a evitar financiamiento ilegal de la política y la corrupción de los funcionarios públicos, hayan existido tres iniciativas diferentes de ley: una del Gobierno y dos mociones parlamentarias, una en cada cámara, y todas para discusión en el mismo tiempo político. Tal exceso de creatividad impaciente, verdaderamente, resulta inexplicable.


¿Cuánto vale para una democracia la reputación de su élite política? Es una pregunta que no tiene respuesta si no existe una reflexión doctrinaria seria sobre los valores de orientación del sistema político en que actúan, ni sobre los bienes intangibles y los simbólicos que caracterizan su funcionamiento, ni menos si esta élite jamás queda sometida al control de responsabilidad por sus actos, o sus miembros quedan impunes cuando los sorprenden en ilícitos.

Resolver la interrogante es ardua tarea para intelectuales orgánicos, cientistas políticos o estudiosos del Derecho Político y del Constitucional en la era digital. Particularmente cuando el sentido crítico se ve adormecido por un péndulo de poder binominal o consociativo en el ejercicio del poder. Y peor aún si la élite realiza poco para defender su reputación y todos son transversalmente amigos o conmilitones corporativos en el ejercicio del poder.

Romper esa inercia en Chile es urgente. No para producir teoría, sino hipótesis de trabajo que ayuden a generar control de responsabilidad sobre la política y el gobierno. El país requiere de una refundación institucional y ética de sus instituciones que solo es posible si se objetiva qué se entiende por procedimientos legítimos y legales de la política, y qué por responsabilidad en lo público de aquellos que la ejercen.

[cita tipo=»destaque»]Resulta casi evidente el interés de los parlamentarios de salvar las fuentes ilegales del financiamiento político al no crear la figura de la acción pasiva y evitando sancionar la recepción de beneficios por un funcionario o parlamentario si no hay contraprestación aparente. Si la ley finalmente se aprueba de esa manera, tendremos miles de pequeños o grandes mecenas pujando desinteresadamente por el bienestar de los políticos, para refrendar el dicho popular: “Hecha la ley, hecha la trampa”.[/cita]

Las conductas erráticas de los políticos frente a hechos de corrupción, con escasas excepciones, son casi incomprensibles. El cohecho de funcionarios, el financiamiento ilegal de parlamentarios o partidos, y el escaso control de empresas corruptoras,  han puesto al país en situación de anomia institucional que inevitablemente terminará en crisis global. Ello, a menos que se ponga término a los fraudes y se dé una señal política dura al respecto. De lo contrario, no existirá ni política, ni representación legítima, ni confianza ciudadana en las instituciones y los procedimientos democráticos, y la reputación e imagen moral del Estado estarán quebradas.

Parece razonable preguntar a los grupos empresarios, de donde salen muchos de los corruptores, cuánto creen que puede durar el modelo económico chileno de economía abierta, si su confianza de base está dañada y los efectos de la corrupción apuntan directamente a los bienes intangibles de todo el sistema:  la salud financiera, su calidad y competitividad y sobre todo la responsabilidad y transparencia de sus gobiernos corporativos.

A propósito de esto último, y en relación con la trampa de Julio Ponce para volver a SQM, luego del acuerdo que esta tomara con Corfo, en un nota periodística se citó el trabajo «Los gerentes y el capitalismo de mercado», de Rebecca Henderson y Karthik Ramanna, de la Escuela de Negocios de Harvard, y cuyo fondo se refiere a la legitimidad moral del capitalismo de mercado y el rol de sus ejecutivos.

En el texto se abordan las ventajas informacionales y financieras de los gerentes para facilitar la manipulación de los procesos políticos y regulatorios, y obtener ventajas para sus propios intereses. Lamentablemente, dice el texto, también carecen de incentivos individuales para crear o fortalecer las instituciones regulatorias que, a la postre, resultan claves para dotar al sistema de legitimidad. Que ellas funcionen bien es tarea de la política, y si la política recibe dádivas, es parte de la corrupción.

Deconstruir una imagen es más fácil que repararla o reemplazarla por una nueva. Tanto parlamentarios y dirigentes políticos como algunos empresarios –de una manera que resulta hasta paradójica– han llenado de malas prácticas los habitáculos del poder en Chile, y trabajan y se mueven en ellos con gusto, hablando de reencantamiento de la política, de esfuerzos por la probidad, y de la transparencia o del valor moral del capital, pero sin ninguna voluntad de respetar o fortalecer las instituciones regulatorias y sin hacerse cargo de lo actuado. La guinda de la torta resulta de la opinión de los tribunales, los que, supuestamente ante la ausencia de normas más estrictas, condenan a los infractores a recibir clases de ética empresarial.

La conducta de los miembros de la élite, ya sea como actores, encubridores o derechamente otorgando silencio positivo a la impunidad, los demuestra como incapaces de captar el desprecio y la ira ciudadana que contempla inquieta cómo la mancha voraz de la corrupción llena de venalidad la política y cubre los últimos retazos sanos del Estado.

El aporte parlamentario

El debate parlamentario sobre reformas de ley para aplicar mayores penas al delito de cohecho y las faltas a la probidad, llevado adelante en el Parlamento chileno, es un ejemplo grave de cómo se desaprovechan las buenas oportunidades de enmendar. No se puede entender que sobre una misma materia de probidad, destinada a evitar financiamiento ilegal de la política y la corrupción de los funcionarios públicos, hayan existido tres iniciativas diferentes de ley: una del Gobierno y dos mociones parlamentarias, una en cada cámara, y todas para discusión en el mismo tiempo político. Tal exceso de creatividad impaciente, verdaderamente, resulta inexplicable.

En términos cronológicos, la primera iniciativa fue del Ejecutivo para impulsar la Agenda Ética y que la Cámara consideró incompleta, dando origen a su propia iniciativa, con sanciones más duras al cohecho. La última fue la del Senado, que no consideró lo adelantado  casi un año de trabajo en las dos anteriores y que más parecía una zancadilla frente a ellas.

No se entiende por qué, en un sistema bicameral, el Senado autonomiza su funcionamiento ante una ley en trámite y no espera su instancia ante lo que había avanzado la Cámara Baja. El resultado más claro es un atraso legislativo por confusión y prolongación del tiempo empleado en legislar. Tal como se dio la discusión, pareciera que se quería levantar barreras a la penalidad del financiamiento ilegal de la política o una mayor dureza ante el cohecho.

Finalmente, por iniciativa del  Ejecutivo se logró juntar todos los proyectos en una sola discusión, produciéndose el resultado natural de una Comisión Mixta, donde por cierto predominó el fuero senatorial, pese a que su teoría de los “beneficios indebidos”, levantada por el Senado, fue borrada y reemplazada por la frase “otro beneficio económico de cualquier naturaleza,” y los honorables senadores no se atrevieron a insistir en ella.

Resulta casi evidente el interés de los parlamentarios de salvar las fuentes ilegales del financiamiento político al no crear la figura de la acción pasiva y evitando sancionar la recepción de beneficios por un funcionario o parlamentario si no hay contraprestación aparente. Si la ley finalmente se aprueba de esa manera, tendremos miles de pequeños o grandes mecenas pujando desinteresadamente por el bienestar de los políticos, para refrendar el dicho popular: “Hecha la ley, hecha la trampa”.

Así, los corruptores de un sistema que lesiona a todo el país podrán seguir gozando de la reclusión menor en su grado mínimo, es decir, de 541 a 818 días de prisión, o la reclusión menor en sus grados medio a máximo, 819 a 1095 días, siempre remitidas, solo con firmas cada mes, y sin pisar jamás una cárcel, que es lo que verdaderamente merecerían por engañar la fe pública, a sus electores y a todo un país. Un país de élite corrupta está a disposición del audaz que quiera o pueda comprarlo.

  • El contenido vertido en esta columna de opinión es de exclusiva responsabilidad de su autor, y no refleja necesariamente la línea editorial ni postura de El Mostrador.
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