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La peor hora de la cancillería comercial: sólo queda rezar ANÁLISIS

La peor hora de la cancillería comercial: sólo queda rezar

La verdad es que estamos ante un asunto netamente político, donde los llamados a la unidad y tranquilidad hechos por el canciller parecen más bien vinculados a esa suerte de orfandad que se percibe ante lo que realmente ocurre, cual es el fracaso de una determinada manera de ver las relaciones exteriores de Chile y su ubicación en el mundo de hoy.


El enorme revuelo causado por la eventualidad de que el fallo de La Haya sea adverso, poco o nada tiene que ver en realidad con cuestiones de soberanía, de volumen de peces que se pudiesen perder, de honorarios pagados a abogados o de cuán unida esté la familia chilena en estas horas, posiblemente aciagas.

La verdad es que estamos ante un asunto netamente político, donde los llamados a la unidad y tranquilidad hechos por el canciller parecen más bien vinculados a esa suerte de orfandad que se percibe ante lo que realmente ocurre, cual es el fracaso de una determinada manera de ver las relaciones exteriores de Chile y su ubicación en el mundo de hoy.

Inmerso en una línea histórica de formulación de política exterior basada en criterios estrechos, reduccionistas y poco imaginativos, el gobierno de Piñera creyó haber descubierto un nuevo santo grial: las cuerdas separadas. Chile alcanzaría a los países desarrollados mediante un comercio estrictamente separado de los molestos líos políticos, de los pesados lastres históricos e insoportables fardos arrastrados por la idiosincrasia nacional.

Las turbulencias de estos días, más allá de lo que determine La Haya, son indicativas de que esa manera de ver los asuntos internacionales está llegando a su fin. ¿El motivo?: su escasa efectividad e intrínsecas incoherencias.

Ahora bien, la verdad es que la opción de privilegiar los lazos comerciales y encapsular los diferendos de cualquier índole, no es en absoluto nueva. Tampoco debe ser vista como una opción mala per se. En política internacional lo bueno y lo malo siempre dependen de los objetivos que se planteen. Por lo tanto, la opción por el comercio responde a una determinada visión de cómo funciona el mundo y, en ese contexto, corresponde vincular cada una de las variantes que se escogen para la formulación de política exterior, sea A, B o C, con sus inevitables costos.

Dado que sobre la ecuación escuela de pensamiento/costos se ha teorizado bastante, resulta incomprensible que la Cancillería del Chile de este siglo (del país comercialmente más globalizado de América Latina) haya hecho caso omiso de tales avances en el conocimiento especializado de ésta –su propia materia– y no haya alertado a los tomadores de decisión.

[cita]Aquí radica el gran problema que deben enfrentar ahora quienes idearon el instrumento de las cuerdas separadas, las cuales –aprovechemos de recordar– fueron acompañadas de otros gestos, que no por estrambóticos o ilusos, deben ser olvidados, como aquel episodio del pisco sour o el ofrendoso reconocimiento a la autoridad que demandó. Nobleza obliga que sean ellos quienes hagan las evaluaciones pertinentes, y públicas, y no se limiten a hacer llamados a mantener la calma y la unidad. Si La Haya emite un fallo que cercena territorio nacional, parece lógico pedir a los tomadores de decisión que expliquen lo que corresponda. Escudarse en la «unidad nacional» es sencillamente de mal gusto.[/cita]

Quienes sustentan esta forma de ver los asuntos internacionales, suelen poner como ejemplo el deshielo entre EE.UU. y la China de Mao tras los viajes de Henry Kissinger a inicios de los 70. Ahí se habría gestado la idea moderna de que el comercio puede ir por ruta separada de la política. Tal aserto, pese a lo extendido, carece de todo sustento. Basta leer las largas conversaciones de Kissinger con Chou En-Lai, o el diálogo entre Mao y Nixon, para darse cuenta que ambos países no estaban encapsulando la política para dar rienda suelta al comercio. Aquellas históricas conversaciones versaron sobre política, bilateral y mundial, y si bien ahí comenzó un intenso comercio entre ambos países, los dos lo conciben hasta el día de hoy como una derivación de la política.

Sin embargo, dado que siempre ha habido ilusos que quieren sacar la política del centro del quehacer humano, y poner en su lugar al comercio, los orígenes de esta forma de ver los asuntos internacionales se remontan a mucho antes.

En los años previos a la Primera Guerra Mundial, cuando el mundo tenía una interacción comercial inédita, numerosos teóricos descartaban la posibilidad de una guerra entre Alemania e Inglaterra, ya que ambos eran socios comerciales privilegiados. Esos puntos de vista quedaron plasmados en La Gran Ilusión, la obra señera (y pacifista) escrita por Norman Angell, publicada en 1933, donde nos advertía que pensar otra cosa era «un fallo de entendimiento». En las décadas siguientes, Ohmae, Friedmann y el mismo Fukuyama, entre otros, han tratado de explicar, con matices diversos, los beneficios de la interdependencia económica asignándole la cualidad de seguro ante los vaivenes de la política. Rosencrance llegó a acuñar el concepto «estado comercial». Es decir, nada nuevo bajo el sol.

Aquí radica el gran problema que deben enfrentar ahora quienes idearon el instrumento de las cuerdas separadas, las cuales –aprovechemos de recordar– fueron acompañadas de otros gestos, que no por estrambóticos o ilusos, deben ser olvidados, como aquel episodio del pisco sour o el ofrendoso reconocimiento a la autoridad que demandó. Nobleza obliga que sean ellos quienes hagan las evaluaciones pertinentes, y públicas, y no se limiten a hacer llamados a mantener la calma y la unidad. Si La Haya emite un fallo que cercena territorio nacional, parece lógico pedir a los tomadores de decisión que expliquen lo que corresponda. Escudarse en la «unidad nacional» es sencillamente de mal gusto.

El fin de época a que estamos asistiendo tiene una repercusión muy importante, como aquella cantilena de que la política exterior es de Estado y, por ende, intocable. Sea cual fuere el fallo, esta idea principesca de la política exterior está mostrando su total obsolescencia. La lección primera que dejan todos los sobresaltos en torno a La Haya (y que llegaron a afectar tan sensiblemente las cuerdas vocales de un ministro) es que, de ahora en adelante, las decisiones presidenciales en esta materia dejarán de ser aceptadas con mentalidad áulica y tenderán a lo inevitable, su democratización. En una democracia moderna, nada del Estado puede ser ajeno a la sociedad.

Por cierto que un mayor peso societario en la política exterior no significa el advenimiento de una formulación anárquica, sino que deje de hacerse esa identificación mimética con el Jefe de Estado, o con resultados de corto plazo, y se avance hacia una formulación más equilibrada entre sus partes y mirando el largo plazo. Tras La Haya, la falibilidad de quien habite La Moneda será un asunto tan asentado, que los pros y contras en materia exterior serán sometidos a mayor escrutinio. Este paso hacia una mayor densidad de la política exterior debe procurar la mayor lejanía de los sesgos e intereses de los individuos que la formulan. Para una democracia avanzada, el interés nacional no puede  –ni debe– responder a unas cuantas inversiones, sino a los deseos de la sociedad entera o, al menos, a representaciones amplias de ésta.

En consecuencia, tras La Haya, la política exterior pasará a ser un asunto de importancia también interna. Por algo, en las democracias avanzadas se ha introducido al debate la noción de ¨lo interméstico», es decir, un espacio donde las variables externas se entrecruzan con las domésticas y generan una convergencia de miradas sobre los asuntos internacionales. Es un desafío no menor para nuestro país. Por lo mismo, en el período que se avecina apreciaremos hasta dónde caló en las elites chilenas esa notable incapacidad vista estos últimos cuatro años para comprender las sutilezas de lo público y ver más allá del corto plazo; la escurridiza téchne de la polis.

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