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El socialismo de Atria III: deliberación imperfecta y deliberación plena Opinión

El socialismo de Atria III: deliberación imperfecta y deliberación plena

Hugo Herrera
Por : Hugo Herrera Abogado (Universidad de Valparaíso), doctor en filosofía (Universidad de Würzburg) y profesor titular en la Facultad de Derecho de la Universidad Diego Portales
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Lo que Atria califica como emotivismo no se vincula necesariamente al mercado como aparato institucional y puede ser, en cambio, paso previo, precisamente, a una crítica del mercado. Si el emotivismo expresa el clamor de lo peculiar y singular, entonces él es afectado tanto por la lógica generalizante de la deliberación cuanto por la lógica del mercado, también generalizante.


La concepción de la política de Atria, cuyo punto de partida y final son la intención ciudadana o el motivo altruista, se expresa en los términos en los que él entiende a la deliberación pública. Recordemos (columna II): los derechos sociales son la manera en que la acción del Estado, legitimada por la deliberación, desplaza al mercado y al interés individual y abre más espacios a la ciudadanía y la deliberación.

La deliberación opera según una estructura específica, en la cual se aloja la comunitariedad.

La discusión se establece bajo la idea (constitutiva) de que existe una verdad accesible en la discusión y según la cual cabe alcanzar criterios de corrección y dar respuestas justas o verdaderas. “Nuestras prácticas jurídicas y políticas” –escribe Atria en “La verdad y lo político”– “descansan sobre el supuesto de que problemas jurídicos o políticos tienen respuestas correctas, por lo que el que afirma que esos problemas tienen respuestas posibles y no correctas, no las entiende”. Quien participa en la discusión, asume que sus creencias u opiniones poseen una justificación correcta o verdadera. Al afirmar una creencia, quien lo hace, “entabla una pretensión de verdad o corrección”. Esa pretensión deja a quien la pone ligado al debate, de tal suerte que queda expuesto a la exigencia de dar razones que justifiquen su opinión. De este modo, cuando se entra en la discusión política y jurídica, ha de aceptarse que los problemas pueden ser zanjados en ella. En estos temas no hay meras preferencias, no algo así como “mi verdad” y “tu verdad”, sino que, en cambio, cabe hablar de posiciones “correcta[s] o incorrecta[s]” y de “la verdad” (Derechos Sociales, 120, 122).

Todo ciudadano queda en la obligación de participar y justificarse. Esta obligación se extiende no solo a quien interviene en la discusión sino también a quien asume una posición de distancia y no interviene con opiniones definidas. Tampoco es admisible en la discusión la actitud del escéptico o emotivista. El relativismo práctico significa –señala Atria– algo así como “la privatización final: ahora el mundo mismo es privado, cada uno con el suyo” (DS 121). El reconocimiento de que se ha alcanzado “en alguna cuestión” el punto en el cual “solo puede decirse ‘esa es su opinión, yo tengo la mía’ es una posición inaceptable” (Neoliberalismo, 209). “El emotivismo (es decir, el escepticismo)” ha de ser rechazado, pues él “es, por así decirlo, la autocomprensión moral que corresponde no a nuestras prácticas políticas, sino a los agentes del mercado” (VP I, 47).

El proceso deliberativo que se instala cuando se pretende hacer valer opiniones y justificarlas, importa que allí se establece un reconocimiento mutuo entre los individuos (cf. VP I). Sostener opiniones, hemos visto, nos coloca frente a la exigencia de justificarlas ante el otro, en un pie de igualdad deliberativa con él, en un proceso del cual retirarse importa desconocer a ese otro. Es el contexto dentro del cual se enuncian opiniones, determinado por la idea de una verdad común, el que nos lleva a reconocer al otro.

[cita tipo=»destaque»]El Estado es también aparato coactivo. En tanto que la propuesta de desplazamiento del mercado solo puede lograrse por la vía de la acción del Estado, ella importa una concentración de poder en él.[/cita]

El proceso deliberativo, combinado con el método democrático, garantiza, en principio, que se dará solución a los conflictos (cf. VP II, 47). Como hay reconocimiento mutuo y justificaciones recíprocas, “las decisiones políticas” terminan siendo “nuestras decisiones”. Ocurre, entonces, que “el derecho” deviene “posible sin opresión” , porque la decisión política “es mi decisión en tanto que nuestra decisión, y es nuestra decisión tanto en el sentido (formal) de que fue adoptada de un modo tal que es institucionalmente imputable al pueblo soberano (nosotros), como en el sentido sustantivo de que es la decisión que se justifica por referencia a razones que son comunes a todos” (VP I, 42, 43).

Aun así, existen desacuerdos y constatamos una y otra vez que el consenso no se alcanza. Sin embargo, el proceso es insoslayable, pues “vivir en comunidad con otros implica necesariamente que tendremos que tomar decisiones sobre cómo hemos de vivir juntos” (VP II, 45).

Puesto que siempre hay respuestas correctas, cuando no se logra el acuerdo de las partes participantes en la discusión “debe concluirse que en algún sentido ella ha sido deficitaria” (VP II, 53). En este caso, el déficit no se encuentra en la forma de la deliberación considerada como tal. Esta forma deliberativa es perfecta, en el sentido de que descansa y se articula en torno a la idea de una verdad común. De haber una falta de acuerdo, entonces, el déficit se debe, en último término, no a alguna dificultad de la deliberación como tal, sino a la influencia, en ella, de las condiciones de mercado: “En las condiciones en que vivimos el reconocimiento radical no es posible” (VP I, 42). Nuestras formas de vida, específicamente: las condiciones del mercado, son las que entorpecen una deliberación perfecta.

Pero ¿no puede la forma de la deliberación, en cuanto tal, guardar en ella una característica que la haga incompatible con un auténtico consenso? Más allá de la mera forma de un debate en común –que, en principio, es también la forma de una división, sin la cual habría ya consenso–, ¿existe la comunidad de los intereses o hay un punto en el que los intereses individuales son en verdad –y legítimamente– incompatibles, irreductibles salvo que se les haga violencia? ¿Basta, dicho de otro modo, la mera forma de la deliberación para fundar una comunidad concreta?

Si dirigimos la atención al modo de operación de la deliberación, notamos que él, como he mencionado preliminarmente, es generalizador. Considera solo los aspectos generalmente admisibles de la existencia, aquellas creencias que resultan validables ante el público. El programa de hacer retroceder al mercado y avanzar la deliberación política significa que el único campo reconocido de la existencia humana tenderá a ser el de lo generalmente validable.

La racionalidad generalizante de la deliberación deja, empero, fuera de ella, facetas de la existencia indudables y significativas.

Las situaciones en las que nos hallamos poseen aspectos generalizables, pero tienen una parte insoslayable que es particular y concreta, inabarcable adecuadamente por medio de criterios generales. Esa parte hace que los criterios generales muchas veces pierdan validez y que aplicarlos termine dañando las situaciones. Aquí vale lo que decía Plessner: “La eterna imprevisibilidad de las situaciones concretas, en las cuales estamos insertos desde el instante de nuestro nacimiento y que no nos abandonan hasta la muerte, burla la actitud extremista” y vuelve al “radicalismo” de las reglas deliberativas una posición en definitiva “hostil a la vida” (Gesammelte Schriften V, 15).

Algo similar cabe decir respecto de la singularidad del individuo, el yo y el otro. El individuo posee un fondo existencial que no resulta objetivable. El acceso que tiene el sujeto a sí mismo, a lo que podría llamarse su espontaneidad vital, es inalcanzable para los demás. Por eso, la alteridad de los demás sujetos es una dimensión a la cual no tenemos paso por la vía de criterios y conceptos generalizantes. El propio individuo emerge ante sí desde un trasfondo de oscuridad y ambigüedad al que la psicología ha llamado el inconsciente, el cual tampoco se deja abordar adecuadamente o sin reducción según conceptos generales. Algo –lo más importante existencialmente– se pierde cuando se comprende al individuo según reglas generales.

Tanto respecto de la particularidad concreta de las situaciones, cuanto respecto de la singularidad y la alteridad de los individuos ocurre, entonces, que el proceso deliberativo es, por sí mismo, inadecuado, en tanto les impone criterios generalizantes y los entiende solo en la medida en que pasan por esos criterios, vale decir, reduciéndolos. En tanto se trata, en la deliberación, de un modo de adopción de decisiones políticas, la desatención a tales singularidad del individuo y peculiaridad de la situación, significa el riesgo de afectarlos severamente.

Esto –hay que insistir– no ocurre por deficiencias en la deliberación debidas a factores externos, a las condiciones sociales dentro de las cuales ella tiene lugar. Atria propone una deliberación que tiende a excluir, por su propia forma, la singularidad y la peculiaridad concreta.

La falta de tematización respecto a la heterogeneidad fundamental entre el individuo y la situación, de un lado, y los criterios generales, del otro, lo lleva a pensar que la solución al problema del desacuerdo podría encontrarse en el desplazamiento del mercado y del emotivismo.

La ampliación de la deliberación y la restricción del mercado y el emotivismo solo son realizables por la vía de la acción del Estado, la que tiene lugar mediante decisiones y reglas coactivas, que, en cuanto validadas deliberativamente, poseen carácter general. La de Atria parece ser, así, profecía autocumplida: la ampliación de la deliberación y el desplazamiento del mercado y el emotivismo significará, quizás, un mayor grado de aparente consenso, pero al costo de suprimir posibilidades de expresión de la singularidad individual y de lo peculiar de las situaciones.

Lo que Atria califica como emotivismo no se vincula necesariamente al mercado como aparato institucional y puede ser, en cambio, paso previo, precisamente, a una crítica del mercado. Si el emotivismo expresa el clamor de lo peculiar y singular, entonces él es afectado tanto por la lógica generalizante de la deliberación cuanto por la lógica del mercado, también generalizante. Si el politizador puede quejarse del emotivismo como residuo del mercado, ocurre que el mercantilizador puede hacer exactamente lo mismo, solo que en la dirección inversa: quejarse del emotivismo, p. ej., como residuo de la política. Para cualquier lógica generalizante lo que se resiste a sus generalizaciones aparece como privado de racionalidad o caído en el emotivismo.

Tal como el intento de reconducir la singularidad del individuo y la peculiaridad concreta de las situaciones a una lógica del mercado termina reduciendo aspectos significativos de la existencia y de la experiencia de sentido a la que podemos aspirar, el intento de reconducir la singularidad del individuo y la peculiaridad concreta de las situaciones a una lógica de la generalidad en la deliberación política, apoyada en el aparato coactivo del Estado, termina reduciendo y dañando aspectos significativos de la existencia y de la experiencia de sentido a la que podemos aspirar en ella. Es recién de algún equilibrio entre el Estado y el mercado, de donde cabe esperar la apertura de mayores espacios para tal experiencia.

El Estado es también aparato coactivo. En tanto que la propuesta de desplazamiento del mercado solo puede lograrse por la vía de la acción del Estado, ella importa una concentración de poder en él. Entonces, la lógica generalizante de la deliberación política carecerá de barreras, incrementándose así el campo de desconocimiento de lo singular y excepcional. Atria ve bien una parte específica del problema: la deliberación solo puede imponerse al costo de desplazar al mercado. Lo que no ve es que el mercado, en tanto que contrapoder del Estado, representa el asilo que le queda a aquello singular y excepcional, antes de ser pasado por la mecánica de las opiniones generalmente admisibles, implicada en todo proceso deliberativo (algo similar cabe decir del Estado como contrapoder que deja seguir existiendo, con límites, al mercado: él es asilo de lo singular y excepcional frente a las generalizaciones de la racionalidad técnico-utilitaria).

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