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«En mis mundos es inimaginable que alguno de nosotros vaya a pedirle plata a un empresario» Carmen Castillo, cineasta y ex pareja de Miguel Enríquez:

«En mis mundos es inimaginable que alguno de nosotros vaya a pedirle plata a un empresario»

Alejandra Carmona López
Por : Alejandra Carmona López Co-autora del libro “El negocio del agua. Cómo Chile se convirtió en tierra seca”. Docente de la Escuela de Periodismo de la Universidad de Chile
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Vive tanto en Chile como en París, pero cuando está acá le gusta mirar el país desde abajo; la misma pulsión que cuando batía las banderas rojinegras del MIR. Marcha contra las AFP y está ligada a un colectivo de cine popular en La Pintana, autónomo incluso de platas del Estado. Es en ese mundo, impermeable a la política y el poder, donde quiere estar y donde permanecen los suyos. Desde esa vereda cree que el proyecto del Movimiento de Izquierda Revolucionaria sigue vigente: «Yo sigo pensando que hacer la revolución es absolutamente necesario», dice.


Los muertos rondan a Carmen Castillo como si fueran parte del aire. Y ella, que con la boca se afirma en uno de los 20 habanos de una cajetilla cubana de Partagás, convive con ellos como si fuera natural. Porque a ella la conciencia de la muerte le llegó por herencia.

El año 1972, el hermano de Carmen, Javier, murió en un accidente y su padre –el arquitecto Fernando Castillo Velasco– le enseñó que Javier solo había partido físicamente. Que solamente era su cuerpo el que había dejado de estar.

–Entender que la muerte forma parte de la vida, que no hay vida si no hay muerte, ayuda a vivir. Eso lo tenía la familia. Creo que mi abuela, la madre de mi padre, vivía con esa serenidad. Y de niña quien calmaba mis miedos era Carmen, la hermana pequeña de mi padre, muerta muy joven de una tuberculosis. No solo heredé su nombre, también su cuarto cuando vivíamos en La Casona de Avenida Ossa.

Mientras habla, sentada en el living del departamento en primer piso que su propio padre creó en La Reina, pareciera que su última gran ausencia también solo ha dejado de estar físicamente. La noche que murió su padre –el 18 de julio de 2013– lo hizo en sus brazos. Con los ojos abiertos. Sin miedo.

–Respiraba normalmente, pensé que estaba durmiendo. Fue un regalo extraordinario el que me hizo. Estaba mi hermana, él y yo –cuenta Carmen, de espaldas al gran ventanal que deja entrar la explosión verde que su padre también amaba: el atardecer con luz del norte acompaña al Canelo que su madre plantó hace ocho años. Flanquea a un nogal, dalias, cactus, jazmines y violetas.

Tiene 71 años, pero cuando habla pareciera que tuviera 50 menos. A pesar de la muerte, sus sueños revolucionarios nunca se apagaron. La voz acigarrada de Carmen abraza cada rayo de luz, cada recuerdo, cada palabra que sale de su boca, con una aprendida cautela.

–Me gusta pensar en la compañía de los muertos, nutrirme de sus vidas como nos nutrimos de escritores, filósofos, desaparecidos. Lo que tienes que destruir son otras cosas: la nostalgia, el resentimiento que te come y no sirve de nada. Puedes estar habitada por la indignación, la rabia, porque tienes que luchar contra algo que te está destruyendo. Pero lo que tiene que ser más fuerte que todo es el deseo de vivir y, por lo tanto, de soñar.

La urgencia de crear

Pocas semanas antes de dar esta entrevista, Carmen marchó por la Alameda contra las AFP. Marchó y acompañó. A ella le gusta participar, pero casi tanto como mirar cual si fuera una observadora atenta, siempre tras un lente.

–La marcha, la lucha contra las AFP, apunta al corazón del sistema de explotación de los trabajadores. Más allá de la victoria, lo esencial es movilizarse. Era tan bonita esa marcha. Todas las edades, familias, trabajadores de distintos sectores, pobladores sin casa. Bella, en el sentido de la alegría que implica sentir que no somos impotentes, que algo podemos hacer, aunque sea marchar y juntos, inventar eslóganes y disfrazarnos. Eso ya es enorme, porque lo que han querido es hacernos creer que el neoliberalismo es el único sistema posible, la única alternativa.

[cita tipo= «destaque»]»Sí pude constatar que mis recuerdos se desplegaban con exactitud en ese espacio, detalles que quizás solo tienen importancia para mí. El tiempo pasa y la memoria se cubre de nieve. Volver a ver en mi cabeza a Manuel Díaz, el vecino que me salvó la vida, a las mujeres que eran niñitas de 10 o 12 años en el momento en que Miguel muere y su cuerpo cae en el patio de la casa de ellas, nuestras vecinas… De todo ese esfuerzo de la reconstitución, rescatar lo esencial: la DINA viene a matar, Miguel combate, las armas empuñadas para vivir».[/cita]

– ¿O sea, la experiencia del MIR no estaría de más en un contexto como el actual?
-Yo sigo pensando que hacer la revolución es absolutamente necesario. Pero, a diferencia de nuestra generación, hoy no sabemos hacia dónde ni cómo será eso que queremos. Hay que inventar desde el presente. Mi generación tenía más certezas, un horizonte claro. Éramos antistalinistas, antiburocracia; nuestro legado venía por otro lado, pero al menos estábamos seguros que íbamos a vivir a la escala de nuestra vida esa sociedad que soñábamos. Hoy no se sabe nada. Nuestra religión de la Historia, el progreso como motor, se acabó. El fin se cristalizó con la caída del Muro de Berlín. Sin embargo, la apuesta revolucionaria es más necesaria que nunca. Yo no veo cómo se cambia este modelo neoliberal –que, como decíamos al inicio, domina el mundo–, si no es pensando la política, cada día, desde el campo de los oprimidos. Con «los de abajo», como dicen los zapatistas, pensar, hacer. Desde las vivencias de los agricultores del Valle del Huasco que luchan contra las mineras, desde las comunidades mapuche que luchan contra las forestales… Con los trabajadores que se levantan contra las AFP, con los pobladores sin casa, con los colectivos populares que intentan crear comunidad allí adonde solo existe desolación y miseria humana… Cada una de esas luchas que se están dando en Chile –aunque no lo sepamos– son luchas radicales frente a la máquina totalizadora economisista.

Cuando está en Chile –país en el que pasa casi tantos meses como en Francia, donde está radicada desde 1977– Carmen Castillo participa en la Escuela Popular de Cine, un proyecto “horizontal y gratuito”, instalado hace diez años en una casa del barrio Santo Tomás de La Pintana. Un proyecto de emancipación que busca la creación de audiovisuales libres, una comunicación de resistencia.

–Los alumnos provienen fundamentalmente de la zona sur de Santiago. En esta promoción conviven y crean personas muy diversas. Un trabajador de Correos de Chile, algunos estudiantes, una maestra, dos muchachas bailarinas… Ellas, por ejemplo, realizan un documental a partir de una reflexión sobre el cuerpo. En sus talleres se encuentran con una mujer mayor que fue torturada, la secuencia en que, a través de la danza colectiva, esta sobreviviente libera el dolor, es muy bella. Cada película en proceso cuenta crudamente una realidad que nunca vemos en la televisión. Me sorprende siempre cómo allí emerge cristalinamente la legitimidad de las luchas que dimos en el pasado. Allí es posible visualizar la conexión entre el golpe, la dictadura y lo que se vive hoy. Es una de las respuestas más concretas que he encontrado para despertar la consciencia de que el sistema que vivimos hoy, la dureza y crueldad de este sistema, tienen su origen en la dictadura. Cuando, después del golpe, el MIR pasa a la clandestinidad, ¿lo hace en nombre de qué? La convicción de que no había otra alternativa para salvar aquello que habíamos obtenido como conquistas sociales. Todo lo que se perdió con el golpe de Estado, la educación, la convivencia, la salud, la vivienda, en fin, esa sociedad que era la nuestra.

-¿Qué sientes cuándo ves a esa gente, que acompañó esos sueños, vinculada a algunos legados de Pinochet o a las platas políticas?
-No quiero hablar de la clase política, y el tema de la corrupción merecería una entrevista entera… Cuando tomo la palabra trato de hacerlo desde mis mundos. Allí es inimaginable que alguno de nosotros vaya a pedirle plata a un empresario. No hay relación entre el mundo popular, los colectivos que allí se organizan y trabajan, con el mundo de los de arriba, los del poder económico. En el caso de la Escuela Popular de Cine, la exigencia de autonomía, hasta del Estado, es esencial.

-¿Llegaron al espíritu del MIR esas vinculaciones?
-El espíritu del MIR vive en este lado del mundo, el de los pobres, los oprimidos, los que sufren, los que pierden. Con ellos piensas y actúas, esa es la vida política que a mí me interesa. El poder político, económico, no sabe lo que pasa en lo local, en nuestros territorios, no conocen nuestras fuerzas. Son ignorantes. Y sí, creo que allí la colusión del poder económico y político indigna.

Carmen cree que el problema es cómo crear consciencia de nuestro propio sufrimiento, pero sobre todo cómo lograr crear y luchar al mismo tiempo.

–Yo diría que eso sería para mí la línea. Tienes que crear cosas muy precisas, un cortometraje, una escuela, un centro de salud en la zona mapuche, una agricultura sustentable, un hábitat a escala humana, un poema, una canción… Por eso digo que no importa que no sepamos qué forma va a tomar esa sociedad que queremos, la estamos inventando y hay muchas experiencias de este tipo en el mundo, una constelación invisible, cierto, pero potente. Ya sabemos que el planeta va mal, no se trata solo de salvarlo: hay que cambiar el mundo. La revolución sería como ese freno de alarma que hay que accionar cuando el tren se precipita a la catástrofe. Es todo, no hay modelo.

-¿Te juntas con antiguos militantes del MIR?
-Sí, nosotros tenemos muchos lazos de afecto entre nosotros. Mis amigas miristas, que pueden estar pensando o haciendo cosas muy diversas, siguen siendo un vínculo fundamental en mis viajes a Chile y no nos juntamos para llorar, nos juntamos para hacer cosas y nos reímos mucho. Hay en la memoria de esta generación momentos alegres y muy intensos. Envueltas a ratos en ese sentimiento que los portugueses llaman saudade: la nostalgia de algo que volveremos a vivir, que se encuentra en el futuro, no en el pasado. Hay amigas que están en instituciones, haciendo trabajos fundamentales, como Cecilia Jarpa, por ejemplo, en Fonasa. Creo que cada cual vive plenamente el presente, sin romper el vínculo íntimo con las vivencias de nuestra juventud. Tal vez nos mantenemos jóvenes por eso, porque no hemos perdido el aprecio a esos valores y a esas experiencias. La tortura y la muerte no ganaron la batalla de los espíritus.

Calle Santa Fe

Hace casi dos meses, Carmen participó en la reconstitución de escena de la muerte del líder del MIR, su ex pareja Miguel Enríquez, en la calle Santa Fe. Recorrer parte de la historia de su vida le sirvió, más que nada, para saber que cada detalle, tal como lo había dibujado en su mente, era real.

-¿A veces echas de menos a Miguel?
-Sí, es que el tiempo no pasa. El pasado no pasa. También aprendí eso. O te mata el dolor de la ausencia o vives en el tiempo cíclico, aquel de los indígenas y de tantas otras culturas no occidentales. Echo de menos a Miguel y también a mi padre, pero yo diría que no es la pena lo que me ocupa, sino cómo lograr mantener el diálogo con la vida de ellos, a través de mi propia vida.

-¿Cómo sentiste la reconstitución de escena?
-El ministro Carroza la concibió sin confrontación. Los testimonios se dieron uno a uno. No me encontré con Krassnoff, por ejemplo. Para mí era muy importante participar no solo porque soy testigo directo, sino porque yo requería confrontar mis vivencias con el espacio físico. Aunque ya había entrado, esa mañana la casa, su infraestructura, estaban a mi disposición para reconstruir el trayecto, la cronología, los hechos.

¿Y descubriste algo nuevo?
-No, pero sí pude constatar que mis recuerdos se desplegaban con exactitud en ese espacio, detalles que quizás solo tienen importancia para mí. El tiempo pasa y la memoria se cubre de nieve. Volver a ver en mi cabeza a Manuel Díaz, el vecino que me salvó la vida, a las mujeres que eran niñitas de 10 o 12 años en el momento en que Miguel muere y su cuerpo cae en el patio de la casa de ellas, nuestras vecinas… De todo ese esfuerzo de la reconstitución, rescatar lo esencial: la DINA viene a matar, Miguel combate, las armas empuñadas para vivir. Y eso es fundamental. ¡Para vivir! La resistencia armada contra la máquina de matar es legítima. Tal vez hemos aportado un grano de arena a la Historia, con mayúscula, de nuestro país: el combate de Miguel Enríquez, ese 5 de octubre de 1974.

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