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Las cosas como son: el tema es redistribuir poder Opinión

Las cosas como son: el tema es redistribuir poder

Roberto Meza
Por : Roberto Meza Periodista. Magíster en Comunicaciones y Educación PUC-Universidad Autónoma de Barcelona.
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La actual lucha político-democrática electoral, todavía destinada a renovar personas en los puestos de mando en el Gobierno y Parlamento de la República, amenaza con avanzar, nueva y sigilosamente, hacia una nada recomendable colisión entre quienes, por un lado, prefieren y creen en el actual modo de vida –con su estructura de mando subyacente y ajustes periódicos–, con o sin reformas; y, por otro, quienes aprecian poco o nada de este, impugnan los poderes e instituciones instaladas y quieren reemplazarlas, transformar el sistema e instalar otras formas de vida y gestión política, económica, social y cultural en el país.


Tal vez uno de los ejes de mayor relevancia en la deliberación política reciente respecto del actual modelo de gestión democrática o de “dominación”, según usted prefiera sea el referido a los modos de participación ciudadana y funcionamiento social a la que los chilenos nos veremos enfrentados o expuestos en los próximos años.

En efecto, actores políticos y académicos han apuntado a este factor desde diversas perspectivas, aunque sin poner énfasis en lo que dicho proceso importa para las actuales estructuras de poder que es lo que realmente se discute al hablar de “participación”, “derechos” o “gobierno” y cuya inexorable ampliación, aunque con avances y retrocesos, se viene observando desde las viejas autocracias monárquicas y dictaduras antiguas y presentes, hasta las democracias más avanzadas.

Por de pronto, Claudio Fuentes alerta desde la crisis del refichaje sobre las causas de tan lento y accidentado proceso, anotando “la débil estructura de vínculos entre partidos y sociedad”, es decir, a “su modelo de hacer política: autocentrado, vertical, sin control de los padrones internos”. Dicho de otro modo, la crisis sería resultado de la oligarquización de tales colectividades, derivada del natural ahorro de energía y reducción de complejidad que implica administrar mayor cantidad de voluntades, aunque, a su vez, esto produzca el alejamiento ciudadano, menor pluralidad, diversidad, ideas e innovación y, en fin, un modelo que, si bien pudo ser adecuado para la sociedad industrial, vertical y autoritaria, no se corresponde culturalmente con la sociedad emergente, más horizontal, menos jerárquica, más informada y empoderada.

De allí su llamado a repensar el modo en que los partidos podrán, o no, seguir siendo, en democracia, las “correas de transmisión” de los múltiples intereses ciudadanos hacia los poderes de turno, en un entorno global en que cualquiera puede “tuitear” al Presidente o al más rico empresario su invocación o lisonja. Es decir, la “conveniencia” de pertenecer a un partido hoy es, al menos, discutible, si de defensa de intereses se trata.

El “Manifiesto Republicano”, reciente documento suscrito por académicos y políticos de derecha, también lo ha puesto de relieve, exponiendo su pragmática visión y misión de sociedad y estructura de poder implícita–, siendo refutado tanto desde la derecha como la izquierda.

De una parte, Miguel Vatter lo critica, interpretándolo como una reedición moderna del conocido discurso de Menenio Agripa a propósito del “primer acto de desobediencia civil de la historia”, en el que plebeyos romanos rechazaron participar en el ejército compuesto por patricios, “a menos que se les ofreciera igual trato ante la ley”. Afirma, pues, que el verdadero llamado del Manifiesto es “a integrar la nueva plebe bajo la idea de nación”, lo que “no es sino otra versión de la fábula de Menenio” la metáfora del estómago, pues “tal imagen orgánica del cuerpo político ha nutrido desde muchos siglos un ideal de república aristocrática, donde cada parte tiene su función, y los ‘mejores’ (que casi siempre coinciden con los ricos) mandan al resto”.

Por su parte, Pablo Ortúzar, uno de sus redactores, defiende el texto de acusaciones ultraliberales, como las de Valentina Verbal, según las cuales aquel estaría marcado por el “comunitarismo” visión probablemente derivada del énfasis del Manifiesto en dicha idea de nación, por sobre las de individuo, libertad y opción personal–, relevando su efectiva raigambre libertaria, la que se expresaría en sus propuestas de “división republicana del poder, Estado en forma, nación unitaria e integradora, descentralización, subsidiariedad, sociedad civil, libre mercado y defensa de una serie de libertades ciudadanas (y sus respectivos deberes)”. “Después de todo reconoce no son patrimonio de un solo grupo determinado”, aunque pueden encontrarse en los Federalist Papers (El Federalista), que son una especie de libro de culto para los liberales”.

En todo caso, Ortúzar confiesa que “el Manifiesto no pretende ninguna pureza doctrinaria”, postura que ha sido criticada desde el gremialismo como “indefinición identitaria y posmoderna”. “Lo que sí hace dice es tomarse en serio el deber de pensar, desde esos ejes, la situación actual del país y la forma en que se puede hacer frente a los desafíos”, aunque planteado de modo genérico y suponiendo una estructura de poderes intacta. Vatter retruca aunque no directamente a Ortúzar–, aclarando que el principio nacional republicano del Manifiesto “rompe con la igualdad que define a los ciudadanos (…) porque necesariamente debe determinar quiénes representan esa ‘cierta forma de existir común’ y quiénes no”, alejando a estos últimos de la protección de ley, sin asegurar citando a Paineque la idea fundamental del republicanismo es que son los pueblos quienes hacen (y deshacen) los gobiernos, y no los gobiernos a los pueblos”.

Otro de sus redactores, Hugo Herrera, respondiendo críticas de Eugenio Rivera, señala que, más allá de su mirada de la derecha chilena (“economicista, ligazón con la dictadura y el gran empresariado, énfasis en la gestión”), que en parte afirma compartir, “lo que proponemos (…) es alcanzar un punto medio entre, de un lado, el populismo asambleísta que termina corroyendo a la república por la vía de saltarse o capturar los mecanismos institucionales, y, del otro, la tecnocracia economicista, que acaba exacerbando el individualismo, apoyada en institucionalidades que constriñen la participación popular”. “Se trata concluye de recuperar la consciencia sobre la insoslayable tarea de la comprensión política”, la que, según Herrera, “se encuentra ante una comunidad previa, la nación o el pueblo, como punto de partida de cualquier ejercicio de articulación”.

Es decir, la política articulada sobre una base cultural (la nación, cuya estructura de poder ya está instalada por el mero hecho de haberse constituido como tal), que une e integra, pero que solo puede hacerlo mediante el ejercicio de poderes de autoridad, recompensa y/o punitivos, sostenidos en el tiempo, pero que es, precisamente, lo que Rivera critica cuando dice que “el documento releva la idea de la República, “la cosa común”, en perjuicio de la idea democrática, esto es, “el gobierno del pueblo por el pueblo”, puesto que el Manifiesto supone una nación que ya tiene sus centros de poder cimentados.

En definitiva, lo que realmente subyace en las opiniones es la cuestión del poder (quién toma la decisión final sobre qué prioridades del quehacer social), lo que, por lo demás, Andrés Cabrera, en su columna sobre “La blitzkrieg del Frente Amplio”, expone clara y directamente desde la izquierda: “La construcción programática del nuevo conglomerado, que ya comienza a tomar forma por medio de un cronograma, cambia la tradicional ‘experticia tecnocrática’ por una emergente ‘deliberación ciudadana’”. O lo que el propio Vatter llama la “interpretación neoliberal que Hayek hace del republicanismo”, según la cual la división central del orden social entre mercado-Estado, implícita en el Manifiesto, deriva “en el afán de otorgar prioridad al ‘orden espontáneo’ del mercado (que funciona sobre la base de las desigualdades entre los actores), por sobre la legislación democrática (que se basa sobre la igualdad de trato de los actores)”. O, en fin, lo que Brunner ha descrito como los ciclos de preminencia de la economía sobre la política o al revés; o de Hacienda sobre Trabajo, de acuerdo a recientes dichos de la ex ministra Ximena Rincón.

La exigencia de mayor participación que no es sino buscar más influencia en lo que se hace socialmente, de modo de priorizar las propias necesidades busca trasladar la deliberación desde los “expertos” (tecnocracia), o “empresarios” (plutocracia neoliberal), a “los ciudadanos” (democracia), lo que, en los hechos, implica transferir el eje de poder decisional a un grupo, desbancando al anterior para, supuestamente, llevar a cabo las prioridades del “pueblo”.

Dicha metáfora, desde luego, obvia el hecho de que con “pueblo” hablamos de millones de personas reales y con voluntades diversas tal como lo hacemos al hablar del “Estado”, cuya gestión coordinadora presenta el nada simple problema de la forma en que esa mayor participación e injerencia sería posible, que no sea mediante una reproducción, más o menos ampliada, del actual modelo de representación electoral, tan criticado por la oposición de izquierda, al asumirla como una preselección de personas, programas y leyes que los poderes político-tecnócrata-empresariales imponen para, después, solo ser sancionadas por el “pueblo” mediante el voto.

Guillier, buen comunicador, ha asumido igual metonimia cuando declara que no aceptará un programa “encajonado por tecnócratas”, sino que el suyo sería definido por “el pueblo”, lo que constituye solo “flatus vocis” si no se cuenta con el poder y capacidad para ordenar a esos millones de deseos, voluntades y exigencias del “pueblo”, y la fuerza política para hacerlo.

Si bien, al menos hasta ahora, a diferencias de los 60, ningún líder ni grupo relevante se ha planteado para estos efectos legitimar la violencia a excepción de pequeñas tropas anarquistas–, Vatter ya revisa el Manifiesto, afirmando que aquel se basa en ideas del viejo republicanismo, recordándoles a sus autores que, en la “tradición republicana moderna”, Maquiavelo plantea que “la corrupción de un cuerpo político siempre comienza por la cabeza (es decir, por los patricios), y para mantener una república libre, entre iguales, a veces hay que cortar la cabeza: esto no le va a hacer daño al cuerpo político, todo lo contrario” (Discursos sobre la primera década de Tito Livio). Más claro, echarle agua.

Hasta ahora, la lucha por el poder político de tipo republicano (cambio periódico, competitivo y electoral de autoridades representativas en los poderes Ejecutivo o Legislativo); económico (políticas de control y fiscalización sobre las actividades productivas y comerciales, tributación, gasto fiscal, arbitraje de asimetrías); y social (formas de participación ciudadana más o menos extendidas) pareciera tener cierto cariz democrático, pues las diversas propuestas programáticas conocidas podrían entenderse, en su mayoría, como de acceso a más equidad, solidaridad, derechos y libertades, que no pondrían gravemente en veremos el modo de vida sostenido por la actual estructura de poder político-social.

[cita tipo=»destaque»]Hasta ahora, la lucha por el poder político de tipo republicano (cambio periódico, competitivo y electoral de autoridades representativas en los poderes Ejecutivo o Legislativo); económico (políticas de control y fiscalización sobre las actividades productivas y comerciales, tributación, gasto fiscal, arbitraje de asimetrías); y social (formas de participación ciudadana más o menos extendidas) pareciera tener cierto cariz democrático, pues las diversas propuestas programáticas conocidas podrían entenderse, en su mayoría, como de acceso a más equidad, solidaridad, derechos y libertades, que no pondrían gravemente en veremos el modo de vida sostenido por la actual estructura de poder político-social.[/cita]

Sin embargo, si aquella se expresara como hemos visto en experiencias cercanasmediante “el populismo asambleísta que termina corroyendo a la república por la vía de saltarse o capturar los mecanismos institucionales”, excluyendo en las decisiones a todo otro grupo político que no sea el victorioso electoralmente; iniciando traspaso masivo de ocupaciones económicas a manos del Estado; o concentrando la solución de las insuficiencias en salud, previsión o educación en él, transformándolo en representante único de lo público o “popular”, tal transferencia de poder incidirá notablemente en las perspectivas del país, por muchos años.

Entonces, digamos las cosas como son. La actual lucha político-democrática electoral, todavía destinada a renovar personas en los puestos de mando en el Gobierno y Parlamento de la República, amenaza con avanzar, nueva y sigilosamente, hacia una nada recomendable colisión entre quienes, por un lado, prefieren y creen en el actual modo de vida con su estructura de mando subyacente y ajustes periódicos, con o sin reformas; y, por otro, quienes aprecian poco o nada de este, impugnan los poderes e instituciones instaladas y quieren reemplazarlas, transformar el sistema e instalar otras formas de vida y gestión política, económica, social y cultural en el país.

Los resultados de noviembre serán, entonces, prolegómeno de cómo queremos vivir en los próximos años. Pero también, dadas las señales presentes, debieran ser el inicio de un indispensable ejercicio de modernización democrática y del Estado, que evite la reedición de una “tecnocracia economicista, que acaba exacerbando el individualismo, apoyada en institucionalidades que constriñen la participación popular”.

Este proceso puede ser evolutivo, confiado en la sensatez y racionalidad ciudadana, dentro de los actuales canales de representación, y basado en nuestras tradiciones libertarias y sentido común, aunque también, sin revisar el estado de cosas que detonó la crisis, transformarse en la aceleración, esta vez a dos motores, de la retroexcavadora que tanto ha afectado a las confianzas ciudadanas y retardado a Chile en su desarrollo en los últimos años.

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