Publicidad
La casa del infierno: las torturas y abusos que vivieron los niños con familias guardadoras PAÍS

La casa del infierno: las torturas y abusos que vivieron los niños con familias guardadoras

Alejandra Carmona López
Por : Alejandra Carmona López Co-autora del libro “El negocio del agua. Cómo Chile se convirtió en tierra seca”. Docente de la Escuela de Periodismo de la Universidad de Chile
Ver Más

Antes que el sistema se especializara, en el año 2004, cientos de niños fueron cuidados por familias guardadoras. Algunas les entregaron amor y preocupación, pero otras hicieron todo lo contrario. Aquí, dos adultos que entonces no sobrepasaban los 5 años cuentan cómo fueron abusados sexualmente, golpeados y hasta torturados, cómo les sumergían sus cabezas en una lavadora llena de agua cuando se portaban mal. Aunque superaron ese recuerdo, se preguntan por qué los niños violentados en esas casas siguen siendo invisibles para el Estado. [ACTUALIZADA: ver N de la R al final de la nota]


«Elijan un regalo para Navidad: ¿zapatillas nuevas o una enceradora?», preguntó Nancy.

Los niños se miraron y casi sin dudar respondieron a coro: «¡Una enceradora!». Llevaban años limpiando el fléxit gris que brillaba gracias a su esfuerzo, por eso ninguno titubeó. Les dolían las piernas y la limpieza constante se había transformado en una obligación. Era mediados de la década del 80 y uno de los sistemas de protección para los niños eran las familias guardadoras; cuidadores ocasionales de menores que no encontraban adopción definitiva o que mantenían lazos con sus familias de origen y no podían ser entregados definitivamente.

Nelson Guajardo (40) era uno de aquellos niños. Vivió entre los 5 y 17 años en una casa de dos pisos en Quilicura con su hermano biológico y otros dos compañeros de familia, que se transformaron en lo más parecido a eso. Sin embargo, Nelson era uno de los pequeños que decidió optar por una enceradora en vez de unas zapatillas y, también, eligió salir corriendo del infierno que vivía con la familia que lo cuidó por 12 años.

La lavadora

No recuerda muy bien la fecha en que empezaron los maltratos, pero sí que en el año 1983 llegó hasta la Casa Nacional del Niño después de la ruptura de sus padres. Tenía 4 años y, luego de hacer un periplo por otras casas, fue derivado desde esa institución a la de Nancy, aunque este es un nombre falso, ya que prefiere no decir la identidad real de quien fue su cuidadora. Era una construcción pequeña de dos pisos, ubicada en Quilicura, donde, además de la mujer, su esposo y dos hijos adolescentes, vivían Emelinda y Juan, otros dos pequeños que habían llegado, meses antes, derivados igualmente desde un hogar de menores.

Nelson, ahora sociólogo, ha intentado reconstruir los pedazos de su biografía con esfuerzo. Ha logrado encontrar a personas que fueron significativas durante su permanencia en el sistema y ha recorrido lugares claves para él, como el frontis de esa casa. Su pareja le ha ayudado a dibujar su niñez, por eso carga con un cuadernillo de hojas negras que contienen dibujos de las torturas sistemáticas a las que fueron sometidos él y sus compañeros. Visitar su cuaderno es como repasar las imágenes de las torturas de cualquiera de los centros de detención en la dictadura.

En uno de los dibujos se observa una fila de cuatro niños hincados sobre sillas que miran a la pared, con los brazos levantados. En otra, hay un niño al que le están sumergiendo la cabeza en un lavamanos lleno de agua. Y en otra, un adulto le sumerge a un niño la cabeza en una lavadora, también con agua.

«Esta era una forma de castigo que nos hacían en esa casa, bastaba que dijéramos se rompió un vaso y empezaban las torturas. Tengo el recuerdo del llanterío, los gritos. Era tanto el dolor de las piernas y de los golpes, porque no nos podíamos mover, no podíamos salir de la posición hincada, si no, nos daban con un plumero. Podíamos estar así horas, así que al final nos turnábamos para echarnos la culpa aunque nadie hubiera hecho nada. Cuando eso no pasaba y no tenían al culpable de algo, le hacían el submarino húmedo… nos sumergían en agua en el lavamanos hasta que alguien dijera lo que había pasado. Yo, una vez me mandé una cagada tremenda, me subí a un cajón y la tapa era de cholguán y se quebró, entonces me metieron la cabeza a la lavadora con agua, que era otra de las torturas a las que nos sometían», relata Nelson.

Una de las formas de tortura era poner a todos los niños sobre una silla y contra la pared. Ahí debían estar de rodillas hasta que confesaran alguna travesura. Si perdían de postura, los golpeaban con un plumero.

Nancy y su esposo recibían dinero por los pequeños. Al comienzo la que estaba a cargo de sus fichas era la Casa Nacional de Niño, sin embargo, con los años la subvención comenzó a ser gestionada por la Corporación Opción, una de las más grandes instituciones que trabajan vinculadas al Servicio Nacional de Menores (Sename).

«Cuando llegaba la asistente social a revisar cómo estábamos, siempre teníamos que mentir, porque nos amenazaban. Nos decían que terminaríamos en las calles», narra Nelson.

Emelinda Alfaro (41), también jamás dijo lo que vivía. Ella tenía casi la misma edad que Nelson cuando llegó a la casa de Quilicura, Ahora es temporera y antes de esta entrevista le contó por primera vez a alguien acerca de su infancia. Lo hizo a su hija mayor, de 23 años, con el objetivo de que también entendiera por qué siempre fue tan aprensiva: durante la niñez no las dejó salir mucho a la calle ni usar short.

Emelinda –»Mela»– no habló de lo que sufría porque una experiencia anterior la había hecho desistir. «Antes de entrar a la casa de Quilicura estuve en otra, en la misma comuna y también nos pegaban, pero le conté a mi papá todo lo que me hacían y habló con la asistente social para cambiarnos, porque siempre viví con mi hermano, desde que mi papá nos dejó en estos hogares, porque no tenía cómo mantenernos. En esa casa nos pegaban. Aunque mi hermano era bien chiquitito, si se hacia pipí le pegaban… Cuando había visitas a mí me colgaban de un parrón hasta que me caía y era la risa de todas las visitas y, cuando no querían que estuviéramos, nos mandaban a la calle. Al frente de esa casa había un monolito, como yo tenía 5 años y mi hermano 4, nos cansábamos, nos daba sed. Siempre recuerdo que, cuando eso pasaba, nos pegábamos al fierro donde amarraban la bandera porque estaba helado, lo chupábamos y así sentíamos algo helado en la boca», recuerda.

Después de esa experiencia, Mela y su hermano Juan fueron derivados a la última familia donde estarían: la casa de Nancy. «De esa casa tengo solo malos recuerdos. Nos pegaban con el cordón de la plancha, nos dejaban las piernas enronchadas, nos portábamos mal y nos metían la cabeza a la lavadora y, cuando estábamos a punto de dejar de respirar, nos sacaban del agua. Después de estar sobre las sillas mirando hacia la pared y nos bajaban del castigo, caíamos cansados como un trapo al suelo», afirma Emelinda.

Nadie sabía nada de lo que ocurría, porque cuando su papá la iba a ver, sus guardadores eran cariñosos, «pero siempre hipócritas». En la casa anterior la amenazaron después de contar lo que le hacían a ella y a su hermano: «Yo tenía mucho miedo, por eso jamás conté tampoco lo que me hacía el esposo de la señora».

Es primera vez que Mela abre esta parte de la historia de su vida a una desconocida y, si lo hace, si la cuenta, es para que nadie más sufra lo que ella: «La primera vez que Nancy me encontró los calzones con sangre, le dije que su hijo me había metido los dedos, y me pegó y me pegó hasta que le dijera que era mentira, por eso nunca le conté lo otro que viví. Me mandaban a comprarle pan todos los días a un vecino que me pasaba la bolsa y la plata, pero que un día me metió para dentro de su casa y abusó de mí. Sin embargo, el que se supone era mi padre cuidador, fue el más constante en los abusos. Como era soldador, yo lo acompañaba a hacer trabajos y aprovechaba cualquier lugar para hacerme cosas, por eso siempre lo tenía que estar acompañando. Una vez abusó de mí en la calle, en un potrero y en la iglesia mormona donde iba a rezar».

Mela fue expulsada por sus cuidadores cuando tenía cerca de 12 años, según ellos, porque su rebeldía no les permitía seguir cuidándola. Para ella fue un alivio: llegó a un hogar de monjas que le limpió en algo el dolor.

Otra de las típicas torturas que sufrieron los niños en la casa de Quilicura era ser sumergidos en una lavadora llena de agua. Cuando estaban a punto de dejar de respirar, los soltaban.

Sin filtro

Las familias de acogida son una de las medidas cautelares para proteger los derechos de niños y niñas. Desde que se crearon los tribunales de familia, en 2004, ahora hay requisitos básicos, como ser mayor de 18 años, con salud física y psíquica compatible con las labores que implican cuidar a un niño en un entorno seguro y tener ingresos económicos que satisfagan las necesidades del grupo familiar. Entre los documentos que se exigen está el certificado de antecedentes para verificar, por ejemplo, que no haya cometido delitos de violencia intrafamiliar, y el certificado para demostrar que no está inhabilitado para trabajar con menores de edad.

Según el Sename, las situaciones de presunto maltrato mientras los niños están en una familia de acogida son poco habituales (menos del 0,5% de los niños atendidos en este sistema) y si en las supervisiones periódicas a las familias de acogida se detecta una situación de ese tipo, existen procedimientos establecidos que incluyen la obligación de informar al tribunal de familia que estableció la medida de protección y denunciar el hecho ante el Ministerio Público.

Sin embargo, hay cientos de menores que se quedaron en hogares como estos, con familias que no pasaban por ningún filtro.

Consuelo Contreras, actual directora del Instituto Nacional de Derechos Humanos (INDH), es una de las fundadoras de la Corporación Opción, que se creó en 1990 y comenzó a ejecutar el Programa de Familias de Acogida en 1992. «Sobre los casos que mencionas, nosotros no tuvimos información de estos. Sin embargo, de acuerdo a los protocolos y procedimientos de Opción, cada vez que se recibe una denuncia o se detecta una situación de vulneración de derechos de los niños, se efectúan las denuncias a las instancias correspondientes, para que se realicen los procesos investigativos que dichas entidades determinen», dicen desde la institución.

Pero Nelson se pregunta cómo nadie pudo advertir el sufrimiento que tanto ellos como otros niños y niñas pudieron haber padecido. «Cuando yo vi que Consuelo Contreras asumió en el INDH sentí rabia y dolor… quizás es súper poco objetivo, pero desde un punto de vista profesional pienso que es una decisión equivocada. Hoy estamos en fuertes cuestionamientos a la ética, a la moral, y creo que lo primero que uno debe hacer es mirarse a uno mismo y saber cómo uno ha hecho la pega… No sé si ella es una persona capacitada para resguardar los DDHH. ¡Nadie se dio cuenta de lo que sufríamos!», sentencia Nelson.

Consuelo Contreras dice que entiende la rabia y que se personalice en ella ese dolor que sufrieron, pero también reconoce que durante años no existió ningún filtro para proteger a los niños de las familias guardadoras que, supuestamente, debían darles amor, salud y educación. «Yo les creo, nadie denunciaba este tipo de hechos, no se hablaba del tema, ni siquiera teníamos abogado en la oficina, pero hoy día el sistema de colocación de familias de la Corporación Opción es con las familias de origen, especialmente con las abuelas. Pero, antes, te aseguro que no se usaban métodos de filtro. Cuando asumí la dirección de Opción el año 2001, iniciamos un proceso de aplicación de test psicológico a las familias de acogida que había en ese época y cerramos muchas residencias, nos traspasaron a las familias como un paquete y empezamos. Nos demoramos mucho tiempo, al menos un año y medio en hacer esa revisión completa, y de la subvención teníamos que traspasar el 30% a la familia y, el resto, a equipos de dupla psicosocial que tenían dos tareas: la visita a los hogares y hacer intervenciones», explica.

Buscando entre las fichas de su biografía, un día –cuando tuvo que hacer trámites para obtener pase escolar en la universidad–, Nelson vio por primera vez parte de su historia: «La ficha decía que era un cabro chico llorón que no hacía las evaluaciones de las asistentes sociales, que era sensible, que la asistente social había verificado y las cosas andaban todas bien, cosas por ese estilo. No era un lenguaje tan técnico, o sea, estudiando entendía las cosas que se decían y no tenían lineamientos técnicos, más bien era un relato que estaba construido probablemente por una persona que me veía cada 6 meses». Entre esos nombres encontró el de Fresia Ugalde, una asistente social que lo insertó en una casa definitiva después del infierno que vivió en Quilicura.

Ugalde trabajó en la Corporación Opción como asistente social entre los años 1992 y 2000, en colocación familiar, y cuenta que, originalmente, la labor de guardadoras venía de hospitales y de madres que tenían que ser intervenidas, vivían en regiones y no tenían con quién dejar a sus hijos.

«Se empezó a masificar la idea de las guardadoras y el año 1992, cuando entré a Opción, me encontré con guardadoras que permitían darle una atención mínima. Los filtros eran bastante simples… era observación socioeconómica y las condiciones que le podían entregar a un niño. La oferta de familias guardadoras era bastante escasa y no teníamos recursos para encontrar familias, y no por los niños, sino porque la labor de guardadoras era mal entendida, ya que no era especializada», cuenta Fresia Ugalde –vía telefónica– desde Noruega, donde vive actualmente.

Ana María Araos también fue asistente social de la Corporación Opción. Ingresó a esa institución en 1995 y narra que las condiciones de las cuidadoras a veces era tan básica, que ellas tenían la labor de indicarles cuando fallaban. «Eran muy precarias las guardadoras, tenían costumbres que eran rurales, en el tema de la comida, por ejemplo, hacían distinción entre los niños de la casa y los que cuidaban. Era complicado, porque teníamos que ayudar a los niños, ubicarlos donde no salieran de su entorno ni de su lógica, pero a la vez en estas casas», cuenta.

Tanto Opción como el Sename dicen que cualquier caso como los que protagonizaron Mela y Nelson debe ser denunciado a la justicia.

Nelson Guajardo quiere que sus testimonios y el de otros niños que sufrieron torturas en casas guardadoras, sean visibilizados por el Estado.

Reparación y justicia

Nelson y Mela han salido adelante, con heridas, «como las de todos», dicen. Y no quieren que nadie los vea como víctimas, porque ambos han hecho cosas importantes para su vida: Mela construyó un hogar con sus hijas y Nelson hurga en su historia desde una construcción menos dolorosa. Sin embargo, no entienden cómo el relato de ellos, de otras decenas de niños que estuvieron a cargo de familias guardadoras, no ha sido escuchado por el Estado.

«Yo me leí todos los informes de la comisión Sename 1 y Sename 2 y somos invisibles. Y estoy seguro que no somos los únicos», dice Nelson.

Mela recuerda que, cerca de la casa del terror, había otros amigos en su misma condición. «Siempre los veías en un rincón, evitando las miradas, no pudiendo hablar», cuenta, segura de que, como el de ella, hay cientos de relatos similares escondidos.

Las familias de acogida siguen existiendo, aunque en el sistema son casi inexistentes. «La pregunta es cuántos niños siguen viviendo lo mismo o vivieron lo mismo que nosotros y no pueden contarlo ni salir adelante», plantea Mela. Es la misma pregunta que se hace Nelson, por eso apunta a encontrar esos relatos y llegar a entregar reparación a esos adultos que antes fueron niños y que hoy, quizás, pueden necesitar apoyo especializado y no cuentan con herramientas para obtenerlos.

El diputado René Saffirio ha insistido en la idea de crear una “Comisión Nacional de Verdad y Reparación en materia de Infancia” y asegura que su existencia se justifica, por ejemplo, con las torturas o abusos que puedan haber sufrido niños con las familias guardadoras. «Los proyectos de ley que estamos trabajando están relacionados en la forma en que el Estado abordará la niñez en el futuro y por supuesto que la comisión de verdad de la infancia está relacionada con lo ocurrido en esas casas», dice Saffirio.

Mela nunca ha ido al sicólogo, jamás ha hecho terapia y tampoco quiere contarle a un extraño todo lo que vivió en su infancia. Sin embargo, siente que, al abrir el relato con su hija, se sacó un enorme secreto de la espalda: «Quedé más liviana. Mucho más liviana», afirma a través del teléfono, desde Santa Cruz, donde trabaja como temporera.

Nelson sigue buscando en su archivo biográfico, construyendo su propia línea de tiempo, donde el 1 de enero de 1995 registró un hito. Ese día se fugó de Quilicura y nunca más volvió.

N de la R: Con respecto a los atropellos relatados en el reportaje, y para evitar interpretaciones erróneas, se precisa que los abusos sexuales fueron sufridos por uno de los casos y no por las dos personas que dieron su testimonio para este artículo.

Publicidad

Tendencias