Opinión

Ley antinarcos, la tozudez de un grave error

El proyecto de ley contra el narcotráfico anunciado por el Presidente como si se tratara otra vez de una guerra –la tercera que declara en 8 meses–, podría favorecer un peligroso estrechamiento de las relaciones entre las fuerzas policiales y los miembros de las bandas dedicadas al narcotráfico. En esto debemos ser claros: la carga de la prueba ha de recaer en quien impulsa el proyecto. El Estado debería demostrar claramente que una iniciativa de esta índole no va a favorecer las relaciones entre las fuerzas policiales y las bandas dedicadas al narcotráfico. Un acercamiento de este tipo puede ser muy peligroso y la democracia puede tardar décadas en recuperarse.

En una declaración ofrecida a la prensa el 9 de junio, el Presidente de la República anunció que emprenderá una guerra, esta vez por “tierra, mar y cielo”, contra el tercer enemigo “maligno y letal” en menos de ocho meses. Si en octubre de 2019 el enemigo había concertado el estallido social, y en abril el nuevo enemigo era la pandemia provocada por la expansión del COVID-19, ahora es el turno del narcotráfico. Para enfrentarlo, el día 16 de junio envió a la Cámara de Diputados un proyecto de ley que, espera, el Congreso tramite con premura.

El narcotráfico constituye, sin duda, una de las amenazas más graves que enfrentan las democracias contemporáneas y esta columna se escribe desde esa consciencia: nos preocupa el problema del narcotráfico, como a tantas organizaciones de la sociedad civil, académicas y académicos, dirigentes barriales y activistas de diversa índole. Es justamente esa preocupación, teñida de urgencia, la que nos lleva a levantar alarmas sobre el proyecto de ley, el cual, por las razones que aquí indicamos, nos parece que apunta en una dirección completamente errada.

El problema del control democrático

Uno de los aspectos nucleares del proyecto de ley, según adelantó el Presidente, será “atacar los recursos, bienes y economía” de los narcotraficantes, los cuales serán puestos “a disposición de las policías”, o bien destinados en beneficio de la comunidad. La primera de estas alternativas, que facultará a Carabineros para proceder al almacenamiento y destrucción de la droga (por medio de una modificación al artículo 43 de la Ley Nº 20.000), parece extremadamente grave. Desde hace algunos años hemos visto que Carabineros de Chile ha sido una institución incapaz de manejar los recursos con transparencia.

Su alto mando, como es de público conocimiento, protagonizó uno de los desfalcos más cuantioso de las últimas décadas, el cual se acercó a los 30 mil millones de pesos y terminó con la formalización de la investigación en contra de más de 100 personas. Desde que el caso se hizo público, hace aproximadamente un lustro, la institución no ha emprendido ninguna reforma sustantiva, que permita confiar en que esta vez administrarán los recursos de forma lícita.

El problema es todavía más grave si consideramos que el tipo de bienes de que ahora se trata, y el tipo de operaciones por medio del cual estos serán obtenidos, están revestidos aun de menor transparencia. Las operaciones en contra de bandas dedicadas al narcotráfico suelen desarrollarse, por su propia naturaleza, de forma secreta, con equipos que se compartimentan, y donde muchos detalles operacionales son mantenidos en reserva. Dado este contexto, ¿qué motivos existirían para esperar, fundadamente, que la droga que sea puesta a disposición de la policía, estará sometida a controles y escrutinio?

El secreto que rodeará a este tipo de operaciones tendrá como protagonista a una institución que funciona con bajos estándares de transparencia y que ha demostrado ser renuente a someterse al control por parte de las autoridades civiles. Como demuestran las actuaciones que siguieron a la muerte del comunero mapuche Camilo Catrillanca, con funcionarios de Carabineros destruyendo los dispositivos audiovisuales en que los hechos habrían quedado registrados, o la falta de investigación y sanción a los funcionarios que agredieron a Fabiola Campillay y Gustavo Gatica en el marco de la protesta social, las autoridades civiles no parecen ejercer un control decidido sobre Carabineros de Chile. Encargar a una institución con este tipo de antecedentes la disposición de droga incautada a bandas de narcotráfico, no parece una receta sensata para fortalecer la democracia frente a una de las amenazas más graves que esta enfrenta.

Ello, sin embargo, no es todo. El proyecto de ley, hasta donde se conoce en lo anunciado por el Presidente, podría favorecer un peligroso estrechamiento de las relaciones entre las fuerzas policiales y los miembros de las bandas dedicadas al narcotráfico. En esto debemos ser claros: la carga de la prueba ha de recaer en quien impulsa el proyecto. El Estado debería demostrar claramente que una iniciativa de esta índole no va a favorecer las relaciones entre las fuerzas policiales y las bandas dedicadas al narcotráfico. Un acercamiento de este tipo puede ser muy peligroso y la democracia puede tardar décadas en recuperarse.

El problema de las relaciones clandestinas

Como bien han argumentado Javier Auyero y Katherine Sobering en un libro de reciente publicación –The ambivalent state (2019), de próxima publicación en español, bajo el título El Estado ambivalente), si se quiere entender el modo en que funciona una democracia debe conocerse la forma en que funcionan las relaciones clandestinas. Como aforísticamente afirman, “las relaciones clandestinas importan”.

Estas permiten comprender cómo se construyen formas de dominación, poder y control que, muchas veces, tienen un efecto significativo sobre la vida cotidiana de muchas personas, especialmente aquellas que habitan en lugares marginalizados. Las relaciones clandestinas tienden a desarrollarse en lo que el mismo Auyero ha llamado la “zona gris”, en la cual resulta difícil identificar a los distintos actores, y las acciones y omisiones de cada uno.

En la medida en que dicha “zona gris” se consolida, hay lugar para que fermente lo que otro investigador, Matías Dewey, ha llamado un “orden clandestino”, es decir, un patrón de relaciones que funcionan al margen de la ley, con una lógica propia. Tan importante como el adjetivo “clandestino” es aquí el sustantivo “orden”. Cuando este orden clandestino se consolida, la democracia es erosionada, por cuanto su poder de persuasión y su apelación de lealtad es desafiada por la adhesión requerida por aquellos “órdenes clandestinos”.

El proyecto de ley que el Presidente ha anunciado contiene elementos que, como dijimos antes, podrían dar pie al fortalecimiento de órdenes clandestinos, permitiendo a una institución con precarios estándares de transparencia y sobre la cual existen débiles mecanismos de control, acumular más poder, por medio de la disposición de bienes que hasta hoy se encuentran en poder de grupos que funcionan al margen de la ley.

¿Y otra guerra para qué? ¿Qué queda de la política?

Es famosa la frase de Clausewitz según la cual “la guerra es la continuación de la política por otros medios”. Cuando un Presidente declara tres guerras en apenas ocho meses, contra tres enemigos letales, pareciera que lo que debería pertenecer al dominio de la política ha sido ya entregado a esos otros medios. La retórica de la guerra transforma problemas políticos, sociales y económicos complejos por medio de la representación y simplificación de los mismos como amenazas a la unidad del Estado. Tratándose de políticas de control de drogas, esta retórica sirve para justificar el despliegue de una fuerza implacable sobre territorios que pueden ser objeto de ocupación y sobre habitantes que pueden ser tratados como potenciales enemigos.

Esto, mucho más que una mera disquisición semántica, es un desplazamiento que afecta la vida cotidiana de miles de personas. Quienes sufren los efectos de la retórica de la guerra son quienes quedan atrapados entre la violencia del narcotráfico y políticas públicas que insisten en utilizar como herramienta principal el despliegue de una institución policial cuya transparencia y credenciales democráticas siguen estando en entredicho.

Son, en suma, las y los habitantes de barrios marginados quienes deben pagar los costos de la guerra más cara de las últimas cinco décadas, una que ha traído un sinnúmero de muertes, costos financieros altísimos, y que parecieran prestarse para el capricho de una clase política que se olvidó de sus deberes y prefirió remedar una retórica bélica desprovista de esperanza.