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¿Tendremos una política fiscal activa? Opciones para el presupuesto 2015

Gonzalo Martner
Por : Gonzalo Martner Economista, académico de la Universidad de Santiago.
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Debido a que la clave de la desaceleración actual de la economía no está tanto en el sector externo sino en la demanda interna, que registra tres trimestres seguidos de caída en términos reales desestacionalizados, el gobierno debiera entonces mantener un déficit estructural del orden del -1% del PIB para financiar, dado el innecesario escalonamiento de ingresos de la recientemente aprobada reforma tributaria –que entrará en régimen pleno sólo en 2018–, un nivel de gasto público que incremente especialmente los presupuestos de educación, infraestructura y programas de empleo, lo que terminaría estimulando el crecimiento en el largo plazo y generando más ingresos futuros para el Estado sin comprometer la estabilidad fiscal.


Desde hace décadas estamos inmersos en la ideología según la cual los gobiernos deben hacer lo menos posible en materias económicas y sociales y concentrarse en mantener el orden interno y cautelar las relaciones exteriores. Esta manera de gobernar termina erosionando el potencial de desarrollo del país, lo somete a vaivenes evitables y costosos y desde luego no corrige la estructura de funcionamiento económico que origina las enormes desigualdades –que no hay que cansarse de repetir están entre las mayores del mundo y son las más altas entre los países de la OCDE– que bien conocemos.

Pero el gobierno dispone de diversas herramientas –las políticas públicas– para construir caminos de desarrollo, y éstas pueden actuar con énfasis tanto inclusivos como ambientalmente sustentables, muchas de las cuales están reducidas en Chile casi a la impotencia por el subdesarrollo institucional del Estado. No obstante, el presupuesto es una herramienta poderosa tanto para regular el ciclo económico como para actuar sobre las estructuras económicas y sociales.

Corto y largo plazo en la política fiscal

El producto interno bruto (PIB) potencial en una economía es el máximo nivel de producción posible dadas las capacidades existentes. Una diferencia entre el PIB potencial y el efectivo genera una “brecha de producción”, que la política monetaria y fiscal debe corregir. Las variaciones de la demanda agregada (en consumo, inversión, gasto de gobierno y exportaciones netas de importaciones) son la causa principal de la aparición de brechas de producción en el corto plazo. Son con frecuencia de difícil predicción y están influidas por múltiples factores, desde oscilaciones en los precios externos que determinan los términos del intercambio, variaciones del ahorro, incrementos bruscos de precios de bienes de uso difundido, hasta cambios en las expectativas de ingresos futuros de los consumidores y los productores.

En la política fiscal de los gobiernos hay que distinguir su dimensión estructural, es decir, el nivel y composición de ingresos y gastos públicos en proporción al PIB y el equilibrio entre ambos en el ciclo económico.

En el corto plazo, la política monetaria y fiscal debe actuar para cerrar las eventuales brechas productivas. Cuando la producción efectiva es inferior a la potencial, cabe bajar las tasas de interés e incrementar las disponibilidades monetarias, así como ampliar los programas de compras, gastos y transferencias gubernamentales a los consumidores o a las empresas y/o reducir impuestos. La política fiscal expansiva tiene un efecto multiplicador que es mayor si la propensión a ahorrar es baja. A la inversa, si se está produciendo más de lo sostenible en el tiempo, sobreutilizando las capacidades existentes (lo que termina por provocar inflación por desequilibrio entre la oferta y la demanda agregada), el cierre de la brecha debe ser inducido mediante una política restrictiva.

[cita]Debido a que la clave de la desaceleración actual de la economía no está tanto en el sector externo sino en la demanda interna, que registra tres trimestres seguidos de caída en términos reales desestacionalizados, el gobierno debiera entonces mantener un déficit estructural del orden del -1% del PIB para financiar, dado el innecesario escalonamiento de ingresos de la recientemente aprobada reforma tributaria –que entrará en régimen pleno sólo en 2018–, un nivel de gasto público que incremente especialmente los presupuestos de educación, infraestructura y programas de empleo, lo que terminaría estimulando el crecimiento en el largo plazo y generando más ingresos futuros para el Estado sin comprometer la estabilidad fiscal.[/cita]

En el mediano y largo plazo, la política fiscal debe actuar para aumentar el PIB potencial mediante acciones estructurales que intervengan sobre: a) la cantidad y calidad de capital físico disponible (infraestructura y equipos); b) la cantidad y calidad de la fuerza de trabajo y su nivel de formación; c) la capacidad de extracción y uso sustentable de recursos naturales; d) el avance tecnológico y la capacidad de organización eficiente de la producción, y e) el mejoramiento del entorno social e institucional que incide en sostener y ampliar la capacidad de producción.

Para el enfoque liberal, el gasto y los impuestos que los financian deben ser los menos posibles, con la calificada excepción de los que se requieren para financiar las funciones del Estado gendarme (policía, justicia, defensa) y las infraestructuras económicas esenciales. Se entiende que la aplicación de impuestos (a las ventas, a los ingresos, a la propiedad) cambia los precios para consumidores y productores, lo que modifica su conducta y provoca una “pérdida irrecuperable de eficiencia”. La regla general que se deduce de este razonamiento es que el sistema tributario debe minimizar la disminución de oportunidades de intercambio que implicaría para la sociedad la aplicación de impuestos. Y en todo caso preferir los impuestos que provocarían menos distorsiones, es decir, los impuestos al consumo en vez de los progresivos al ingreso, siempre cuestionados, pues desincentivarían el ahorro y el trabajo.

Esta visión no se verifica en la práctica: los países de más altos ingresos son los que cobran más altos impuestos en proporción a su PIB (aunque existen situaciones muy diversas). Además, los países más prósperos cobran en promedio más impuestos a los ingresos de las personas y a las utilidades de las empresas que a las ventas, sin disminuir el ahorro ni el trabajo, pero además mejoran la distribución del ingreso. Por su parte, el gasto público en educación, salud e investigación y desarrollo estimula directamente el crecimiento, como también lo hacen los gastos que disminuyen los riesgos sociales en pensiones y desempleo, al favorecer la toma de riesgos y la innovación. Los países que gastan poco en estas áreas tienden a ser menos prósperos y más desiguales.

En el corto plazo, la recomendación ortodoxa es la de mantener los ingresos y gastos públicos en equilibrio, incluso si la coyuntura económica se deteriora, desatendiendo el enfoque keynesiano de reactivación de la demanda efectiva en períodos de recesión, por estimar que no tiene efectos reales sino solo nominales y que las políticas expansivas terminan por provocar inflación y ampliación inercial del gasto público. Para esta visión las recesiones son episodios dolorosos pero necesarios para restablecer los equilibrios perdidos. Las crisis, como la de 2008-2009, llevan en la práctica a los gobiernos a dejar a un lado los dogmatismos y a poner en marcha planes de estímulo fiscal, lo que ha sido especialmente el caso de Estados Unidos.

Las fases de la política fiscal contracíclica chilena

En Chile se ha consagrado un importante grado de disciplina fiscal, primero desde la ortodoxia neoliberal contraria a todo desequilibrio fiscal y la política orientada a cortar gastos públicos y disminuir impuestos por razones ideológicas, y luego desde 1990 con un rol más activo de la política fiscal en la regulación del ciclo económico. Desde 2001 se optó explícitamente por una regla estructural, consistente en: a) estimar los ingresos de mediano y largo plazo del Gobierno Central que derivan del crecimiento potencial de la economía y de precios claves de largo plazo, como los de las exportaciones mineras, es decir, aquellos ingresos fiscales de los que se dispondría en caso que el PIB se encontrase en su nivel de tendencia y los precios del cobre y el molibdeno fuesen aquellos de largo plazo (cinco y diez años, respectivamente), y b) consagrar en la ley de presupuestos el nivel de gasto fiscal que permite que la diferencia entre ingresos estructurales y gasto público anual resulte ser de una determinada cuantía. Esto implica ahorrar en tiempos de bonanza y desahorrar en la parte negativa del ciclo económico. Este mecanismo permite que el resultado fiscal efectivo sea eventualmente balanceado, deficitario o superavitario, dado un nivel de ingresos coyunturalmente menor o mayor, según el caso, a los ingresos estimados de largo plazo, pero ajustado a una norma de balance estructural.

Se estableció anualmente para los presupuestos de 2001 a 2007 un nivel de gasto inferior a los ingresos estructurales en un monto de 1% del PIB, con un crecimiento promedio del gasto real estabilizado del orden de 5% anual, evitando fluctuaciones de acuerdo a los ingresos efectivos propios del ciclo económico. Se produjo inicialmente un déficit fiscal efectivo y luego un superávit fiscal efectivo, conforme se inició el ciclo de aumento del precio de las materias primas hacia 2005. Esta política permitió mantener un crecimiento sistemático del gasto público y del gasto social en coyunturas desfavorables. Una ley de responsabilidad fiscal (N° 20.128) creó además en 2006 el Fondo de Estabilización Económica y Social, el Fondo de Reserva de Pensiones (que complementará el pago de las obligaciones fiscales derivadas de la Pensión Básica Solidaria y del Aporte Previsional Solidario de vejez y de invalidez) y el Comité Asesor Financiero de los Fondos Soberanos para normar el uso de los excedentes fiscales por ingresos tributarios extraordinarios. A la vez, estableció que la Ley de Presupuestos deberá incluir anualmente el ítem correspondiente a un programa de gastos de empleo de emergencia, que se activa cuando el desempleo supere el 10% o el promedio de los últimos cinco años.

Luego del creciente ahorro fiscal que derivó de la regla original, la meta de superávit estructural de 1% se cambió en 2007 a 0,5% del PIB para 2008 y en enero de 2009 a un equilibrio estructural para 2009 y 2010. Los años de la crisis y del terremoto provocaron mayores gastos que los previstos (con incrementos del gasto público de 16,5% en 2009 y de 6,6% en 2010) y un déficit estructural fuera de regla, es decir, muchos más gastos efectivos que los ingresos estimados de largo plazo.

Lo importante es que su efecto en el crecimiento fue positivo (cerca de 6% promedio en 2010-2012), aunque la magnitud del impulso fiscal fue objeto de una controversia. En efecto, el déficit estructural fue de entre -1,2% y -3,1% del PIB en 2009 y de -1,6% y -2,3% en 2010, según se consideren los criterios utilizados por la administración Bachelet o por la de Piñera. En todo caso, hubiese sido deseable acentuar la capacidad de acción contracíclica, la que resultó tardía en 2008-2009 (el plan Velasco-De Gregorio se puso en práctica recién en febrero de 2009, cuando la caída de Lehman Brothers había sido en septiembre de 2008 con el consiguiente inmediato derrumbe financiero y de la economía real, e incluso la autoridad no utilizó el margen de expansión de los programas de empleo), pues no logró evitar una caída de – 1,0% del PIB. Esta recesión era evitable –como lo era la de 1999, en la que también actuaron mal y tarde los economistas convencionales chilenos cuyas competencias se demostraron otra vez más que dudosas– si se hubiera actuado antes y de manera más contundente, acción de sentido común que fue impedida por la ideología liberal de las autoridades económicas de la época en el Banco Central y en el gobierno (y contribuyó de paso a la pérdida del gobierno por la coalición gobernante en 2010).

Retomar la meta del balance estructural hacia fines del período de Gobierno fue uno de los propósitos del programa de Sebastián Piñera. Sin embargo, en agosto de 2010 el Ministerio de Hacienda informó que no podría cumplir con dicho objetivo y que decidió acoger las recomendaciones realizadas por el Consejo Asesor de Balance Estructural, instancia creada por el nuevo gobierno que propuso cambios a la metodología de cálculo. De ahí que el ministro de Hacienda informase en 2010 que la nueva meta hacia 2014 era la de alcanzar un déficit estructural de -1% del PIB: «Aun con terremoto estamos dispuestos a absorber la mitad de esta diferencia de casi dos puntos, pero no podemos ajustar el total. Sí nos comprometemos a reducir el déficit estructural a fines de esta administración. Este ajuste equivale a lograr un superávit estructural significativo con la metodología antigua».

Producto de las modificaciones –que comenzaron a ser incorporadas a partir del Presupuesto 2011– el escenario cambió. El déficit estructural se fue reduciendo desde el -2,1% del PIB de 2010 al -1% en 2011, -0,4% en 2012 y -0,5% en 2013, es decir, menos que el -1% comprometido. Esto se debió a una restricción adicional, una verdadera nueva regla: la política del gobierno de Sebastián Piñera, de inspiración ideológica, de hacer crecer el gasto público menos que el PIB año a año, induciendo en buena parte la desaceleración económica que el país experimenta desde el segundo semestre de 2013. El presupuesto 2014 se programó con un déficit fiscal efectivo de -0,9% del PIB y uno estructural de -1% del PIB. Con las cifras actualizadas por el nuevo gobierno, el déficit efectivo aumentaría a -2% del PIB, que podría disminuir a un -1,7% del PIB con los nuevos ingresos previstos en la reforma tributaria para el último trimestre de 2014 (aumento de impuestos a alcoholes y bebidas y al tabaco).

Los desafíos para el año 2015

La definición del nuevo gobierno de avanzar de un déficit estructural de -1% del PIB a un balance estructural en 2018 no parece acorde con el desempeño reciente de la economía, que necesita de un impulso fiscal y monetario probablemente de magnitud semejante al que se definió en febrero de 2009, que aunque tardío fue eficaz en lograr una rápida reactivación después de la recesión del segundo semestre de 2008.

El Ministerio de Hacienda y la Dirección de Presupuestos publicaron el 9 de septiembre las actas de resultados de los Comité Consultivo del PIB Tendencial y Comité Consultivo del Precio de Referencia del Cobre. Ambas variables son insumos esenciales para el proceso de elaboración del proyecto de Ley de Presupuestos 2015. Respecto del PIB tendencial, que es la capacidad de crecimiento de la economía a cinco años plazo ajustada por factores cíclicos, las proyecciones de los 17 expertos convocados por Hacienda arrojaron un promedio de 4,3% para 2015, a comparar con el 4,8% evaluado para el presupuesto de 2014. Para el precio de referencia del cobre, las proyecciones del grupo integrado por otros 16 expertos dieron un promedio de US$ 3,07 la libra para la próxima década, contra US$ 3,04 en 2013. Ambos parámetros fijados por estos expertos, que aunque han sido de dudosa capacidad predictiva por la discrepancia a posteriori con la evolución efectiva de las variables, dan lugar a la estimación de los ingresos estructurales del Gobierno Central para 2015 de una manera más restrictiva de lo necesario, lo que definirá el límite del nivel de gasto del Proyecto de Ley de Presupuestos del respectivo ejercicio fiscal, que será entregado por el Ejecutivo al Congreso hoy.

En definitiva, el gobierno deberá definir los parámetros de una política económica que debiera ser contundentemente reactivadora y concentrar esfuerzos en estimular el consumo sin provocar efectos colaterales indeseables, especialmente en materia de inflación y desequilibrios externos, cuyo comportamiento de corto plazo es en la actualidad favorable (baja inflación y alto tipo de cambio) para operar una política de reactivación consistente. En primer lugar, supone seguir actuando a través de la política monetaria bajando las tasas. En segundo lugar, supone una política fiscal que sobreejecute presupuestariamente la inversión pública directa en lo que queda de 2014 y llegue a la brevedad a un acuerdo de reajuste anual del sector público varios puntos sobre la inflación prevista, mientras programe un presupuesto 2015 con al menos -1% de PIB de déficit estructural, dejando la meta de obtener un balance estructural para más adelante.

Debido a que la clave de la desaceleración actual de la economía no está tanto en el sector externo sino en la demanda interna, que registra tres trimestres seguidos de caída en términos reales desestacionalizados, el gobierno debiera entonces mantener un déficit estructural del orden del -1% del PIB para financiar, dado el innecesario escalonamiento de ingresos de la recientemente aprobada reforma tributaria –que entrará en régimen pleno sólo en 2018–, un nivel de gasto público que incremente especialmente los presupuestos de educación, infraestructura y programas de empleo, lo que terminaría estimulando el crecimiento en el largo plazo y generando más ingresos futuros para el Estado sin comprometer la estabilidad fiscal.

  • El contenido vertido en esta columna de opinión es de exclusiva responsabilidad de su autor, y no refleja necesariamente la línea editorial ni postura de El Mostrador.
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