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El Bosque de Chile (a propósito de «El Bosque de Karadima»)


Pocas veces una película chilena ha sido tan oportuna y rápida para dar cuenta de un acontecimiento reciente de impacto mediático y nacional, como el largometraje de Matías Lira “El Bosque de Karadima”. El filme relata los hechos que condujeron a la sanción vaticana al cura Fernando Karadima, que lo priva de algunos de sus derechos sacerdotales por abusos sexuales reiterados en contra de menores de edad que estaban a su cargo en la Parroquia El Bosque y de quienes era su jefe espiritual.

Pero la película, que tiene grandes méritos cinematográficos y actorales, se erige además en una suerte de metáfora del trauma que ha sufrido nuestra sociedad en las últimas décadas y del sufrimiento desgarrador que provoca la desconcertante toma de conciencia (no sin recaídas y negaciones) de lo dañados que estamos y de la ceguera e indefensión en que hemos transitado todos estos años como país. Tiempo en que nos entregamos a las manos y a la voluntad de quienes siempre dijeron que serían nuestros protectores, que velarían día y noche por nosotros y que se sacrificarían por nuestro bienestar, futuro y felicidad.

El Fernando Karadima que nos muestra el largometraje (con certeza representando fielmente al verdadero) es un sacerdote que no duda un segundo en presentarse ante los jóvenes aspirantes a curas como el guía espiritual más indicado para conducir a cada una de estas almas hasta su ansiado fin. En una enredada telaraña, que va tejiendo paso a paso, se muestra como un hombre que comprende a cabalidad cuál es el sentido de la búsqueda de cada muchacho y que puede transformarse, además, en su soporte afectivo cuando la inevitable fragilidad emocional de sus víctimas les hace sentirse ajenos al mundo pecaminoso del que proceden. Los insta a no pecar sexualmente y para ello los “prueba” de manera insistente y repugnante haciendo él mismo con sus discípulos lo que estos deben autocontrolar y negar para sí. Todo esto mientras crece la “culpa” en cada una de los jóvenes, quienes -lejos de romper las ataduras con que los envuelve su pastor- se entregan, cada vez más asqueados de sí mismos, a un nuevo encuentro con ese ser a quien aman y por quien se sienten amados, protegidos y guiados en sus pobres y miserables vidas.

[cita] Hemos ido sabiendo con dolor que, a nombre de nosotros y de la construcción de nuestro futuro como nación, se pagaban grandes sumas de dinero, se hacían acuerdos sobre y bajo la mesa, se creaban negocios millonarios, se autorizaban cuotas de pesca, usos de agua, explotación de suelo minero, etc. y siempre con la sonrisa y la palmadita en las nalgas a lo Karadima, siempre con la promesa del ansiado futuro en que todos estaremos donde queríamos estar, pero también con la amenaza de no cometer el pecado de “desear”, de aspirar a la “lujuria”, de no “tocarnos”. [/cita]

Aquí, “El Bosque de Karadima” adquiere su carácter más claramente metafórico, cuando comienzan a caer los velos, a quedar al descubierto que quien prometió protegerte no construía sino una mascarada para seguir satisfaciendo, esta vez a tu costa, sus deseos e instintos. Hemos observado con dolor que esto ha estado ocurriendo también a nivel de la política, del empresariado, de las iglesias; es decir, a nivel de los grandes lideres y guías de nuestro país. Hemos ido sabiendo con dolor que, a nombre de nosotros y de la construcción de nuestro futuro como nación, se pagaban grandes sumas de dinero, se hacían acuerdos sobre y bajo la mesa, se creaban negocios millonarios, se autorizaban cuotas de pesca, usos de agua, explotación de suelo minero, etc. y siempre con la sonrisa y la palmadita en las nalgas a lo Karadima, siempre con la promesa del ansiado futuro en que todos estaremos donde queríamos estar, pero también con la amenaza de no cometer el pecado de “desear”, de aspirar a la “lujuria”, de no “tocarnos”. Eso está reservado para quienes tienen sus convicciones sólidas, pues en esos casos no se trata de la actitud pecaminosa dictada por el demonio, sino de derechos adquiridos por el guía espiritual, por ese mentor que nos enseña y nos cuida, y que -de tanto en tanto- nos tira boca abajo para enseñarnos con su santiguado falo de leyes y normas económicas y de buena crianza social cómo y por dónde es que realmente se ejerce el poder.

  • El contenido vertido en esta columna de opinión es de exclusiva responsabilidad de su autor, y no refleja necesariamente la línea editorial ni postura de El Mostrador.
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