A comienzos del 2015, y en el contexto de un ya extinto ímpetu reformista del actual gobierno, el Parlamento aprobó la Ley de Inclusión. La nueva normativa establecía, entre otras cosas, la eliminación del financiamiento compartido, del lucro y de la selección de estudiantes. Pese a sus inconsistencias y limitaciones, como fue el hecho de inhibirse de regular a la educación privada de elite, son reformas de hondo calado, cuyos efectos recién se comienzan a percibir. En el caso de los establecimientos particulares subvencionados, esta reforma prometía regular su funcionamiento y reducir significativamente las barreras de entrada de los estudiantes. Por su parte, los “liceos emblemáticos” debían avanzar, con sus propias particularidades, hacia una erradicación progresiva de sus mecanismos de selección. Es en este último punto que nos queremos concentrar.
Producto de la aparente baja en los puntajes PSU de algunos de dichos establecimientos, un grupo de parlamentarios ha reinstaurado el debate en torno a la “necesidad” de permitir la selección por mérito en los liceos emblemáticos, en un contexto donde abundan críticas oportunistas e insustanciales, que han buscado vincular dichos resultados con la Ley de Inclusión y/o movilizaciones estudiantiles (la primera de estas hipótesis descartada en un artículo recientemente publicado en Ciper). Esta columna discutirá: i) las contradicciones ideológicas y prácticas que existen al defender el fortalecimiento de la educación pública reforzando la selección escolar en los liceos emblemáticos; y ii) identificaremos algunas políticas vigentes que coartan la consecución de dicho objetivo.
Como se pudo haber apreciado en la prensa de los últimos días, algunos sectores –incluso críticos y externos al duopolio político– han adherido a la propuesta de mantener criterios de selección en los liceos emblemáticos, ante la preocupación genuina por la “calidad” de aquellos liceos que son vistos como una vía de movilidad social para los alumnos de mejor rendimiento de la “clase media” y de los sectores populares. Como forma de paliar la inequidad educativa, algunos postulan la creación de una «élite meritocrática», de forma de asegurar que, al menos, quienes asistan a los liceos emblemáticos puedan romper las lógicas de cierre social que imperan en nuestra segregada sociedad (Cociña, 2013).
Esta solución, que puede ser adecuada para aquellos estudiantes que logran ingresar a dichos establecimientos, no parece apropiada para el conjunto de los estudiantes de dichos sectores sociales ni menos para el fortalecimiento de la educación pública en su conjunto. Esta requiere ser reinventada a partir de nuevas bases: democráticas, igualitarias, inclusivas y de excelencia.
Sin embargo, lo que la opinión pública puede observar es que, en vez de propender a un horizonte donde todas las escuelas sean homogéneas en calidad e integradas socialmente, se postula apresuradamente la creación de “normas especiales” para un grupo de establecimientos emblemáticos. La señal política que se ofrece es que la única manera de obtener excelencia dentro del sector público es replicando uno de los tantos mecanismos excluyentes propios del sector privado: la selección académica. Por el contrario, urge defender la posibilidad de una educación pública radicalmente democrática y transformadora, construcción histórico-social que se encuentra en el porvenir, que otorgue mayor igualdad de oportunidades de educación al conjunto de la población, lo que generaría, a su vez, mejores resultados educativos (Dupriez y Dumay, 2006).
[/cita tipo=»destaque»]Creemos que una mejor educación no puede depender de regulaciones que expandan la capacidad de segregarnos, menos aún en el caso de la educación pública, sino que, por el contrario, debe estar relacionada con la generación de condiciones ecuánimes e inclusivas en el sistema escolar, desde el acuciante fortalecimiento a la educación pública, que permitan una verdadera igualdad de oportunidades educativas y un mejoramiento integral de la calidad de la educación.[/cita]
Pese a lo anterior, el actual escenario al que se enfrenta la educación pública no admite ingenuidades. Cabe recordar que las reformas educativas no operan en el vacío histórico. En ese sentido, la cultura escolar, el marco jurídico y las políticas existentes en el sistema escolar chileno pueden disminuir, o incluso anular, la eficacia de medidas en favor de una mayor igualdad. Es así como la eliminación del financiamiento compartido en poco más de 700 establecimientos, sin haber modificado las dinámicas de competencia que imperan en el sistema escolar, se ha traducido en una pérdida de matrícula en los establecimientos públicos aledaños a los colegios particulares subvencionados que se convirtieron en gratuitos. Al parecer el reclamo de no haber reconstruido el sistema de educación pública, a la par que se avanzaba en la regulación de la red de educación particular subvencionada, ha encontrado nuevos argumentos.
Por otra parte, el término progresivo de la selección en los emblemáticos está ocurriendo en un marco de políticas profundamente adversas y que la actual administración se ha negado a reformar. Un lugar central en esto lo ocupa el sistema de aseguramiento de la calidad, donde se consagran políticas de rendición de cuentas en la que se clasifican escuelas y distribuyen recursos e incentivos a instituciones, docentes y directivos, principalmente en función de los resultados en la prueba SIMCE (Falabella y Opazo, 2014).
Es conocida la elevada correlación existente entre los resultados obtenidos en pruebas estandarizadas y el nivel socioeconómico (NSE) de los estudiantes que asisten a las escuelas (García-Huidobro, 1999). Esta lógica de rendición de cuentas solo viene a fortalecer la tentación de preferir a aquellos que resultan más fáciles de educar y excluir, al inicio o durante la trayectoria escolar, a quienes son menos capaces de responder adecuadamente test estandarizados.
En ese contexto, escuelas, principalmente públicas que atienden a sectores populares, que la nomenclatura oficial denomina como vulnerables, son, bajo un prisma reduccionista, calificadas y sancionadas como “malas escuelas”, pese a que las diferencias de logro se explican por la distribución social de la matrícula en el sistema educativo, y no por la dependencia administrativa de las escuelas (Bellei, 2003, 2007; Mizala, Romaguera y Urquiola, 2007). Por lo mismo, resulta contradictorio, por una parte, presionar indistintamente a todas las escuelas por “buenos resultados” (asociados estos, a su vez, a altas consecuencias) y, por otro, exigir dinámicas de inclusión y cooperación excluyendo regulaciones y exigencias al sector particular pagado (quienes sí pueden seleccionar económica y académicamente a sus estudiantes).
La evidencia comparada ha constatado que estas dinámicas de “presión y apoyo” son contraproducentes para el espacio escolar, en la medida que los sistemas de rendición de cuentas con altas consecuencias generan múltiples perjuicios y malas prácticas, tales como entrenamiento excesivo para rendir en pruebas estandarizadas, además de competencia entre escuelas, reduccionismo curricular, homogeneización y simplificación de procesos formativos, desprofesionalización docente, entre otros (Cassasus, 2010; CIDE, 2012; Pino, 2014).
Por ende, parece urgente modificar y revisar profusamente tanto el sistema de aseguramiento de la calidad como los instrumentos de medición que se utilizan hoy en el sistema escolar (Simce, PSU), dados los profundos cuestionamientos técnicos y pedagógicos que hoy existen sobre su utilidad para el mejoramiento del aprendizaje y el trabajo de las escuelas (Ortiz, 2012; ACER, 2013; Flórez, 2013).
En suma, creemos que una mejor educación no puede depender de regulaciones que expandan la capacidad de segregarnos, menos aún en el caso de la educación pública, sino que, por el contrario, debe estar relacionada con la generación de condiciones ecuánimes e inclusivas en el sistema escolar, desde el acuciante fortalecimiento a la educación pública, que permitan una verdadera igualdad de oportunidades educativas y un mejoramiento integral de la calidad de la educación.