Opinión

Quédate en casa

Unas semanas atrás todos teníamos planes para los próximos días. Encuentros previstos, tareas pendientes, horarios de trabajo, turnos médicos, etc. Hoy van ya varios días desde que todo aquello que constituía nuestra ficción de seguridad se quebró. No solo porque nuestros planes se han visto frustrados, sino fundamentalmente porque nuestra confianza en la continuidad propia y del mundo se ha revelado como lo que es: una ilusión sin más sostén que nuestra obstinación de durar.

“Quédate en casa”, se nos dice. Y obedecemos este imperativo de encierro obligatorio porque reconocemos que la excepción de nuestro derecho a la libre circulación responde a la preservación de un bien mayor. En este caso, no se trata de un virus más mortal que cualquiera de los que combatimos cada invierno. Se trata de la impotencia de nuestros sistemas sanitarios para responder adecuadamente a una eventual escalada en la demanda de cuidados.

Habiendo consentido la orden de encierro, nos encontramos tal como se nos pide, cada quien en su casa. ¿Qué es una casa? ¿Quién tiene una? ¿Qué tan extraño nos puede resultar ese lugar que apenas transitamos unas horas por día cuando debemos pasar semanas enteras allí?

Una casa no es solo el soporte material que evidencia su presencia. Es fundamentalmente un hábito, una costumbre, una modalidad de estar a solas y con otros. Estar “como en casa” es para el viajero reconocer los usos y costumbres que le rodean como propios o familiares. Así, aunque no se encuentre en el domicilio que lo aloja habitualmente, alguien puede sentirse “en casa” si se replican las condiciones que reconoce por su familiaridad.

Del mismo modo pero en las antípodas de esa familiaridad, para algunos estar recluidos “en casa” equivale a haber sido arrojados a un espacio ajeno y extraño. David Le Breton advertía hace años que la modernidad tardía impuso a las personas espacios para habitar que resultan tan inhóspitos como impersonales. Las viviendas contemporáneas, en su gran mayoría, no disponen de espacios generosos. Más bien lo contrario, se tiende a edificar cada vez en menos metros.

Por otra parte, barrios y edificios suelen compartir una característica común: la arquitectura de la vivienda impone un modo de circulación que termina por formatear a su vez los modos de vida. En un barrio o un edificio todo el mundo cocina en la misma habitación, todos vamos al baño en el mismo lugar, todos dormimos en el sitio asignado para ello. Hay alguien, un ingeniero o un arquitecto anónimos, que ha decidido dónde comeremos, dormiremos o veremos televisión. Las viviendas contemporáneas no permiten que cada quien acomode el espacio habitable según sus necesidades o deseos. Las casas y departamentos en las que vive la mayoría de las personas resultan soportables en la medida en que se pasa poco tiempo allí y se dispone de espacios públicos para desarrollar el movimiento que los pequeños espacios entorpecen. Esto es un asunto especialmente sensible para los niños.

Basta sentarse a observar a los niños jugando en una plaza para adivinar sin mucho margen de error cuáles son los “niños de departamento”. Los caracteriza no solo la palidez del semblante. También cierta torpeza motora, a veces sobreadaptada a la realización de un deporte.

Así, quedarse en casa puede asemejarse, para muchos, a ser arrojados a la intemperie, un espacio que no se reconoce como propio y donde lo familiar se vuelve extraño a fuerza de develar la artificialidad de su montaje.

Estar solos en casa puede ser tan infernal como estar con otros. Y no porque el infierno sean los otros, con los que lidiamos también fuera de casa. Sino porque los lazos que nos unen pueden revelarse, en estas circunstancias, tan artificiales como nuestro modo de habitar un espacio.

Hay casas que parecen el showroom de cualquier inmobiliaria. Hay familias que también. Bien lo muestra Parasite.

Sin que lo anterior justifique la violación de la norma impuesta, quizás nos permita al menos comprender que para muchos, probablemente más de los que se reconocen en esta situación, quedarse en casa es quedar encerrados en un “no lugar” que podría también ser un aeropuerto o un supermecado. En ese espacio donde han sido confinados no reconocen los rasgos que pudieran hacer del espacio una “casa”.