Opinión

El negocio de la educación nunca estuvo en cuarentena

La pandemia de COVID-19 en Chile y el mundo impulsó a los estados a tomar definiciones respecto a la manera en que se desarrollaron las clases en los diferentes niveles educacionales. Particularmente en nuestro país fuimos testigos de un cambio desde la presencialidad a la virtualidad obligatoria tanto en colegios como en universidades. Las matrículas para el año 2020 se encontraban listas y las clases ya comenzaban en algunos planteles cuando, frente a la situación sanitaria, se tomó la decisión. A pesar de las protestas virtuales de estudiantes, y de la baja preparación académica para el proceso, los planteles de educación superior iniciaron un nuevo año académico.

La experiencia de universidad virtual ha resultado ser un crudo reflejo de las desigualdades que venimos experimentando desde hace décadas, quedando de manifiesto la evidente desventaja de quienes no cuentan con las condiciones materiales mínimas para acceder a sus clases online, como un espacio físico adecuado en el hogar para el estudio o incluso el acceso a internet.

Por ejemplo, la superficie de una vivienda social es de 35 metros cuadrados, y 632 localidades distribuidas en 170 comunas del país no poseen acceso a internet, lo que implica que más 76 mil personas de facto no pueden teletrabajar ni acceder a clases virtuales de manera directa. Por otra parte, según los datos del Centro de Encuestas y Estudios Longitudinales de la Universidad Católica, solo el 25% ha logrado teletrabajar en desmedro del 75% que no ha podido mantener su trabajo por ese mecanismo (Encuesta Empleo COVID-19). Esta realidad hace suponer que la situación de los estudiantes no es mejor.

El rol que han tomado las universidades en esta pandemia ha sido limitado y asistencialista, con iniciativas particulares y que son propias de ciertas instituciones que cuentan con los recursos para hacerlo. Pero el resto del sector universitario se ha limitado a continuar con su principal “producto”, las clases, pero ahora en su formato online.

Sea como sea, la mayoría de las universidades, estatales o privadas han trasladado sus clases al formato online, pagando el costo que sea necesario. Ha existido un aumento indudable de estudiantes que se han visto en la obligación de congelar sus estudios o suspenderlos de forma permanente. Por ejemplo, en la Universidad de Tarapacá el 11% de sus estudiantes decidió suspender sus estudios de forma temporal, lo que equivale a una cifra de 1.024. En la Universidad Técnica Federico Santa María hay 744 estudiantes que congelaron sus estudios al 30 de junio de este año; como contraste, a la misma fecha el 2019 lo habían hecho 458. Otro ejemplo es la Pontifica Universidad Católica de Chile, donde el 3%, que equivale a 850 estudiantes, suspendieron sus estudios este año, y así podríamos hacer un recorrido por todas las universidades declarando la baja de estudiantes debido a la crisis económica que azota al país.

Los aranceles y las mensualidades no han cambiado, se han mantenido las altas cifras que caracterizan a la educación universitaria en Chile. Esto, a pesar de haber existido un proyecto para bajar los aranceles universitarios, el cual se redujo a una flexibilización de las instituciones ante el pago de aranceles, ya que el proyecto en sí se consideró inadmisible bajo el marco legal, debido a que corresponde al presupuesto de la nación donde solo el Presidente tiene jurisdicción. Desde el Gobierno se hace un llamado a la flexibilización del pago de aranceles y un aumento en los plazos de postulación a becas y beneficios del Mineduc. Quedando, así, a criterio de cada institución educacional pública o privada, esta flexibilización.

La educación de mercado nunca estuvo en cuarentena, lo que se expresa tanto en universidades privadas como estatales a pesar de sus diferencias.

En primer lugar, la fuerte segregación del sistema educacional chileno se profundizó. Al hecho de contar con instituciones para estudiantes ricos y para estudiantes pobres, se le suma que, en la situación actual, las más eficientes en la virtualidad obligatoria son las primeras. Ejemplos claros son la Universidad de Chile y la Universidad Católica, que no tuvieron mayores problemas en acondicionar a sus estudiantes, entregándoles los recursos materiales y aumentando becas, dejando a las y los estudiantes populares a su suerte en planteles de educación superior de menores recursos. Estos hoy se enfrentan a mayores porcentajes de baja de matriculados y postergación de estudios, lo que afecta directamente al presupuesto y al mantenimiento de las instituciones, quedando expuestos a una próxima amenaza de quiebra estos establecimientos educacionales, con altos niveles de precarización multidimensional, deserción y ausentismo.

En segundo lugar, la propiedad privada del conocimiento o, dicho de otra manera, el fenómeno estructural de apropiación empresarial del conocimiento, técnicas y tecnologías desarrolladas en las universidades chilenas, debido al forzado autofinanciamiento al que el Estado neoliberal las ha sometido, ha minado el potencial social del desarrollo académico universitario. Más allá de los esfuerzos y aportes puntuales que han existido para combatir la pandemia desde las universidades con más recursos del CRUCH, la necesidad de vender el conocimiento y la investigación en forma de publicaciones, certificados, títulos, asistencias, asesorías y todo tipo de intercambio con el sector privado para obtener financiamiento, ha empobrecido la capacidad de las mismas para generar aportes sustantivos para resolver las problemáticas sociales de nuestro país. La impotencia del sistema universitario frente a la crisis sanitaria y social es prueba de esto.

En tercer lugar, lo anterior es evidencia de la crisis de calidad que atraviesa la educación superior chilena y que ha sido denunciada por el movimiento estudiantil desde hace más de 10 años. Frente a la profundización de la mala educación derivada de la manera en que el sector privado, en complicidad con el Estado, ha administrado las condiciones impuestas por la pandemia, lo único que no ha parado ha sido el negocio educativo.

Seremos generaciones marcadas con la formación online y nos preguntamos: ¿estamos preparados para enfrentarnos a los problemas de la sociedad bajo este escenario? ¿Qué sucederá con la práctica de nuestras disciplinas? ¿Se podrá reemplazar un laboratorio por una aplicación, un internado en un hospital por un internado online? ¿Cómo podremos llenar este vacío en nuestra educación? Estas preguntas se acrecientan día a día, nuestra formación para ser profesionales al servicio del pueblo se ve estancada nuevamente por el negocio educativo.

Nos enfrentamos a una crisis política, social y económica en nuestro país, que ha impactado gravemente la educación. Desde (y quizás de antes) la Reforma a la Educación Superior desarrollada por el segundo Gobierno de Michelle Bachelet ha existido una baja en las demandas estudiantiles, a pesar de que estas no se consiguieron. La clásica consigna del movimiento estudiantil de la última década, “Educación gratuita y de calidad”, ha quedado reducida a un mero recuerdo, pero hoy se hace más latente que nunca.

Se debe agregar a nuestra lucha un componente que la identifique con las necesidades populares, que hoy la pandemia dejó al descubierto de una forma cruda, afectando directamente al sector más empobrecido de nuestro país, a la porción de estudiantes que debió dejar sus estudios para poder generar un aporte monetario en su hogar, a quien no tiene cómo pagar la mensualidad ni el arancel, a quienes sus casas de estudio no les brindan la seguridad para continuar con su formación profesional. La educación chilena debe garantizar el acceso y su calidad teniendo como centralidad la construcción de una sociedad más justa e igualitaria.