Opinión

¡Prudencia, prudencia!

El 8 de diciembre de 1863, la Iglesia de la Compañía de Jesús, ubicada a una cuadra de la Plaza de Armas de Santiago, fue decorada –principalmente por mujeres, a propósito del cierre del Mes de María– con más de 7.000 luces de velas, parafina y algunas de gas portátil, 1.200 globos de colores, flores y adornos de tul que se habían dispuesto en paredes, pilares y pedestales.

Cuentan los historiadores que cuando el en ese entonces arzobispo Valdivieso descendió de su carroza enfrente del templo e inspeccionó los pomposos preparativos, salió profundamente molesto y nervioso, gritando una y otra vez: “¡Prudencia, prudencia, prudencia!”.

Cerca de las 7 de la tarde de ese mismo día, con la iglesia repleta, se iniciaría a los pies del altar de la Virgen María el incendio que daría lugar a la que ahora conocemos como la tragedia del incendio de la Iglesia de la Compañía de Jesús, con la muerte de alrededor de 2.000 personas, en su mayoría mujeres. Posteriormente, todo esto daría lugar a la creación del Cuerpo de Bomberos de Santiago.

No cabe ninguna duda de que la prudencia es una cualidad profundamente difícil de cultivar. Ad portas de que las personas que el país eligió como representantes de la Convención Constitucional se sienten a la mesa a redactar nuestra nueva Carta Magna, surgen algunas inquietudes que, si no se observan con prudencia, pueden pasar desapercibidas hasta que nuestro templo se queme por completo.

Uno de los problemas más serios que enfrentan estas personas es que no tienen siquiera un acuerdo basal respecto de lo que es una Convención Constitucional y las atribuciones que esta posee. Mientras el profesor Squella llama a la conversación cívica en una carta al director que hasta parece un gesto sacado de Diálogos, de Platón, si se le compara con el discurso político de otros convencionales constituyentes, Stingo señala que no conversará con los “derrotados” de la Convención Constitucional, a quienes, en sencillo, según él, solamente les queda acatar. Mientras unos se enfocan en impulsar la ciencia en la nueva Constitución o hablar de la forma de Estado que pretenden, otros se niegan a avanzar en el proceso si no se liberan a los que denominan “presos políticos de la revuelta”.

El problema no recae en que cada una de estas personas electas defienda sus ideales y convicciones, sino en la instrumentalización del proceso como un vehículo para satisfacer expectativas inferiores al carácter y relevancia que tiene una Constitución, que no solamente es el cuerpo del Estado, sino todo el ropaje que le abriga: la Constitución es lo más importante que tiene una democracia y es contradictorio reclamar que la Constitución de 1980 nos ha arrastrado a las mayores tinieblas mientras se desperdicia la primera oportunidad de tener una Carta Magna enteramente democrática en Chile.

En ese sentido, por ejemplo, utilizar el proceso para atribuirse potestades del Poder Judicial y exigir la liberación de personas privadas de libertad no solamente viola el mandato democrático, sino que atenta contra el Estado de derecho. Vale acotar que, incluso asumiendo que sea cierta la crítica –muy probablemente, lo es– que algunas personas hacen sobre la prisión preventiva de detenidos del estallido social en Chile, eso no puede significar bajo ningún supuesto que quienes integran la Convención Constitucional tengan derecho a exigirle nada a ninguno de los tres poderes del Estado. Es imperante que estos poderes respondan con aplomo frente a las injerencias que la Convención Constitucional ya está ejerciendo sin siquiera haber empezado a sesionar.

En esa misma línea, ocurre otro fenómeno: los partidos políticos y la vieja política, quienes siempre fueron criticados por habitar en las alturas y mirar a Chile “desde arriba”, por primera vez tienen miedo de perderlo todo. Un miedo que expele un hedor tan fuerte que lleva a diputados, senadores, jueces y otros a cometer actos absurdos e, incluso, contrarios a sus respectivos mandatos legales. El riesgo, en este punto, es que se produzca un efecto opuesto al señalado en el párrafo anterior, es decir, que quienes ostentan cargos públicos en los tres poderes del Estado cedan hasta la última exigencia que les ordene la ciudadanía y no puedan ejercer siquiera sus facultades con tal de no ser botados de la ola, entregándose al populismo y tensando todavía más los brazos del Estado.

Si estos representantes no tienen prudencia, más temprano que tarde, no nos quedará nada que pueda ser justamente llamado “democracia”.

Este texto parece estar profundamente desconectado de las exigencias ciudadanas. Lo está. Y esa es precisamente su virtud; debemos respetar los límites democráticos incluso cuando nos desagraden, nos jueguen en contra, nos hagan perder un cupo en el Congreso, un trabajo, o generen el odio de todo el país hacia nosotros. Esa es, de hecho, la misma función de una Constitución y de una Convención Constitucional encargada de redactarla: mantenernos unidos incluso en la diferencia, siendo capaces de reconocer que hay algunas instancias cívicas en la vida política que nos superan en nuestra individualidad y que exigen de nosotros la mayor prudencia que podamos tener.