Opinión

Desborde de la sociedad civil y crisis orgánica del Estado chileno 2006-2020

Los mapas intelectuales de las élites parecen no dar cuenta del comportamiento de la sociedad civil y cómo ha desbordado el Estado durante las últimas dos décadas, en un contexto donde los nuevos paradigmas de las ciencias sociales nacionales abandonaron una importante tradición de reflexión estatal característica de las décadas del sesenta y setenta, para terminar por reducirla a su institucionalidad burocrática y política formal (poderes Ejecutivo, Legislativo, Judicial, Fuerzas Armadas y de Orden, entre otros) o, en el mejor de los casos, mediante un tratamiento sistémico (sistema político y partidos, comportamiento electoral, etc.), mientras la sociedad civil fue considerada como una suerte de subsistema, mayoritariamente progresista y altruista –a partir del protagonismo de los movimientos sociales, fundaciones y ONGs de carácter urbanos–, pero relativamente separada de la sociedad política, para limitarse a presionar al Estado por la satisfacción de sus demandas.

Antonio Gramsci, uno de los tantos fantasmas que recorren nuevamente el mundo, constató una ampliación orgánica y dialéctica del Estado en Occidente a partir del siglo XIX, donde las sociedades civiles comenzaban a robustecerse al alero del desarrollo del capitalismo y su instituciones privadas, y que junto a otras instituciones precedentes como la iglesias, la prensa, la educación, etc., participaban también de forma conservadora o progresista en la disputa por la conducción política, moral e intelectual de las sociedades, generando y transmitiendo sentidos y significados colectivos a importantes sectores de la sociedad, llegando a la conclusión de que el Estado era la sumatoria de sociedad política + sociedad civil, con el objeto de entender los momentos de dirección Estatal sobre la sociedad (hegemonía), pero también de importantes crisis orgánicas cuando los sectores dominantes ya no logran reproducir sus concepciones a nivel de la sociedad política y civil frente a proyectos y liderazgos autónomos (hegemonía alternativa).

Ciertamente, lo que estamos viviendo en Chile desde la década del dos mil es un proceso de maduración de esta crisis orgánica del Estado ampliado y su proyecto neoliberal/neoconservador dominante desde la dictadura, es decir, liberal en lo económico, pero conservador y autoritario en lo cultural, moral, político; estamental en las relaciones de clases, raciales, de género, y centralista-unitario en su administración política, cuyas raíces se encuentran en su momento constitutivo colonial y la posterior conformación como Estado-nación durante el siglo XIX (Zavaleta, 1984), y que recientemente lograra importantes momentos de estabilidad hegemónica, fundamentalmente durante la década del noventa.

Periodo donde de forma subalterna se fue gestando una lenta pero profunda transformación de la sociedad civil neoliberal y su lógica de competencia individualista por los recursos del Estado y del mercado, a partir de la emergencia de nuevas subjetividades políticas con intelectualidad propia, como el caso de viejos y nuevos movimientos sociales estudiantiles, ambientales, feministas, de liberación sexual, previsionales, de pueblos originarios, entre otros, con un fuerte anclaje territorial (comunas, comunidades, regiones, etc.) y sectorial (universidades, liceos, gremios, sindicatos, etc.), hasta devenir en importantes liderazgos colectivos que fueron desbordando los moldes pactados de la transición, incluso por sobre las mediaciones partidarias, como se expresara en la serie de crisis coyunturales de la última década.

Con el resultado del plebiscito del noviembre del 2020 y de las elecciones mayo del 2021, se confirmó una nueva hegemonía progresista antineoliberal en la sociedad, donde los partidos de izquierda serían los grandes ganadores al conquistar municipios emblemáticos en la zona central, costa y sur, además de varios escaños en la Convención Constitucional y gobernadores regionales a lo largo del país, pero la emergencia de iniciativas como la “lista de pueblo”, que agrupa a esa “otredad” de sujetos no contabilizados en los análisis electorales, como lo señalará el sociólogo Canales (2021), demuestra que el desborde también es un llamado de atención para la izquierda del siglo XX y el progresismo del XXI, en términos de la necesidad de superar sus sentidos comunes partido-céntricos, para proponer una “otra política” que se relacione de forma horizontal con la sociedad civil y comunitaria.

Cualquier nuevo proyecto nacional requiere dar cuenta de esa importante y mayoritaria franja social, si consideramos además el 57% de abstención en la última elección, respecto a cuáles son sus concepciones de mundo (científicas, filosóficas y religiosas, etc.), de derecho y de territorio, y fundamentalmente de la política y de la democracia como procedimiento, específicamente, si se encuentran disponibles para un proyecto posneoliberal, o bien, se mueven todavía dentro de una profunda concepción mercantilista o estamental de las relaciones sociales a la espera de un proyecto de orden como sucedería con el Brasil de Bolsonaro.

Los resultados de las elecciones presidenciales del 2021 y del plebiscito de salida del nuevo proyecto constitucional durante el 2022, nos darán mayor claridad sobre la existencia o no de un proyecto nacional constitucional con el apoyo de la sociedad civil y comunitaria, o bien, la crisis orgánica del Estado ampliado seguirá siendo la constante en esta nueva década que recién comienza, hasta que logre abrirse camino mediante un proyecto histórico propio, amplio y representativo.