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A-negados


Volvamos, una vez más, al punto en que habíamos permanecido: ¿cómo decirlo, cómo llamarlo, hoy? La palabra tiene por cadencia una gotera, el pequeño eco que le hace el balde plástico a una gota de lluvia que ha atravesado el adobe y el estucado del cielo para verterse en un denso color óxido. Pocas veces las nubes se han desplazado tan albas entre la bóveda de azul ultramar y las edificaciones de Santiago. En el suelo el espejo es de barro. Corre el agua terrosa por dentro de las casas. Como si fuesen de greda, se desmoronan las habitaciones, se borran las calles.

Todo esto ha sido dicho. Pero ¿qué palabras ponerle, al escampar y encontrarse una mirando por la ventana un cielo tan nítido?

No es el agua que no respeta en su caudal los límites marcados por la urbanización, es la salvaje capitalización de suelos que no choca con límite alguno. El combo, la grúa, la betonera y la sonrisa publicitaria. Una familia, un box.

No es que no existan otros modos de ocupar la ciudad, de allegarse y mezclarse los cuerpos. Esas otras ciudades, incrustadas en el mismo Santiago, orillan la pantalla. No es que no tengan noticias, es que su noticia se vuelve mercancía sólo cuando alguna desgracia desfigura sus rostros.

Con todo, emergen otros cuerpos y otras formas familiares del lodo. Convivientes, parientes, mujeres, muchas mujeres.

Salen a la luz otros materiales de construcción, la textura hechiza del sueño de la casa propia. Y no se desgrana sólo la morada, sino que el nombre, que viene arrastrado por el anonimato hace buen tiempo. Nombre personal, sí, pero también aquellos nombres de una historia colectiva con los cuales los pobladores bautizaban sus emplazamientos. Cubiertos por un agua fangosa. Recubiertos por coordenadas numéricas -el Paradero X de la Avenida X- del mismo modo que las regiones del país han quedado tachadas bajo una cifra, como demarcación geopolítica de las zonas de un territorio ocupado.

Y, mientras sigo con la mirada las gruesas volutas blancas (nubes, se llaman; así se llamaban) sobre nuestras cabezas (nuestras cabezas, contra vuestros muros, rezaba el graffiti), evoco las uñas roídas de N.B., la vecina que reía, ejercía comercio sexual y conversaba los capítulos del pleito regular que sostenía con empresas e instituciones; los parches del papel mural que mi vecino O.V. pintaba a mano sobre el adobe, reconstituyendo el barroco y repetitivo motivo de las flores allí donde el uso lo hubiera rajado; la confección del retrato de Santa Teresa de los Andes con minuciosas y multicolores cintas de regalo y su instalación como estandarte sobre el manubrio de la bicicleta de D.R., el vecino cuasimodista; el taller de costura de J.M., sastre y vecino, con los consecutivos tabiques de tela que se debía atravesar en su domicilio, como umbrales de su laberinto textil y barreras contra el ojo inquisidor.

Las novelas que no fueron escritas pasan lentamente sobre los barrios, sin autoría, sin composición. (Poseen algo de estos borrascosos, movedizos y resplandecientes cúmulos que avanzan a la deriva sobre techos, cerros, fonolas y agujas, ensartándose, arrimándose al azar del accidente, del obstáculo que les tiende esta ciudad). Podemos aún repartirnos el relato, repetir de otro modo el reparto.

  • El contenido vertido en esta columna de opinión es de exclusiva responsabilidad de su autor, y no refleja necesariamente la línea editorial ni postura de El Mostrador.
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