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Esa parte turbia del alma de Chile


Cuando leí Reflexiones sobre la paz social y la impunidad. Etica y política de la verdad en Chile, 1891-2001, de Elizabeth Lira, no sabía que iniciaba un viaje hacia un territorio inquietante: esa parte turbia del alma de Chile.



En efecto, lo que este libro entrega es una imagen de tres momentos de nuestra historia donde la sangre y diversas formas de violencia entre hermanos han fluido con absurda generosidad, momentos seguidos de las correspondientes batallas hermenéuticas por clavar la rueda de la verdad, al modo como algunos intentan clavar la rueda de la fortuna.



Observando con serenidad y perspectiva histórica las «lecturas» de la guerra civil de 1891, de las dictaduras de Ibáñez y Pinochet, y del ejercicio de la violencia en cada una de esas instancias, uno es presa de una cierta perplejidad.



En primer lugar, porque comprendemos hasta qué punto hemos vivido contándonos historias, hasta qué punto el mito de un Chile ultracivilizado en relación a los parámetros latinoamericanos nos ha mecido desde la cuna, obliterando el hecho -brutal- que el viento de la discordia suele soplar entre nosotros con efectos catastróficos sobre la convivencia civilizada.



Al leer los notables trabajos de Lira y Loveman, Salvat y Mifsud y, complementariamente, los textos históricos más o menos sumergidos debajo de la alfombra de nuestra conciencia nacional y rescatados aquí para el lector contemporáneo, no pude dejar de evocar la citada frase de Donoso: «Tenían la vida entera impregnada de política como de un disolvente corrosivo que terminaría devorándolosÂ…».



En segundo lugar, porque tomamos conciencia de la abismante similitud, a lo largo de 110 años, de las formas de procesar discursivamente el conflicto y de decretar la reconciliación vía consenso autoritario. Umberto Eco ha observado: existen ideas obsesionantes; los libros hablan entre sí. Parafraseándolo, y retomando la afortunada expresión de Salvat, diríamos que el libro de Elizabeth Lira muestra de manera palmaria cómo nuestras gramáticas morales hablan entre sí, de qué modo nuestras violencias fraticidas y sus concomitantes formas de procesarlas en el espacio público dialogan, se complementan, a ratos se miman de manera asombrosa.



Por ello, no se equivoca Salvat cuando observa en su texto que este libro constituye un espacio de interpretación de los procesos de formación moral de la sociedad chilena sobre un horizonte de largo plazo.



En tercer lugar, porque descubrimos que la tendencia a rechazar, a sepultar el conflicto, aparece como una constante histórica. A un sociólogo no deja de sorprenderle tal actitud, en la medida que nuestra disciplina nos enseña que el conflicto es constitutivo de lo social, y que el rol de una democracia no consiste en eliminarlo sino en procesarlo civilizadamente.



Respuesta bidimensional



El lector se preguntará cuál es, entonces, el sentido profundo de un libro como éste. A mi modo de ver, la respuesta tiene dos dimensiones:



Primero: un libro de esta naturaleza nos es inmensamente útil para mirarnos cara a cara en lo profundo, para asumirnos más, para querernos en nuestra especificidad humana, para temernos y comprender que somos país real y no mito.



Segundo: es sabido -nuestra generación lo sabe sobre todo en lo concerniente a los hechos de 1973- que los conflictos dan lugar a hermenéuticas dispares, a verdaderas rupturas epistemológicas, permanentes durante décadas, que se expresan en el propio lenguaje. Oímos hablar de «golpe» o «pronunciamiento» y ya algo sabemos de quien tenemos al frente.



Sería cómodo, sin embargo, quedarnos cada uno parapetado de su lado de la brecha epistemológica, sobre todo cuando entre medio hay la materialidad horrible de crímenes contra la humanidad. Es allí donde el esfuerzo de verdad objetiva tiene un aliado inerrunciable en la justicia. Tony Mifsud lo ha planteado en su artículo con lucidez admirable: «El deber de justicia es una exigencia social de pedagogía ética». Es una condición vital para que el «nunca más» sea una realidad social operante y no una retórica vacua.



Paradojas de la historia: en 1891, considerando el rango de ex ministros de los acusados (muerto trágicamente, a esas alturas, el odiado/enaltecido Balmaceda), la Comisión de Verdad y Justicia observa que si este último poder del Estado se detuviera ante el rango de los acusados, «podría creerse que las jerarquías son asilos de impunidad a donde no alcanza la ley». Con cuánta fuerza nos hace sentido ese aserto, a 110 años de distancia.



No me cabe duda que la lectura de estas páginas nos servirá a todos para renovar nuestro compromiso con la democracia, su profundización y su perfeccionamiento constantes. Ello implica exorcizar integrismos de cualquier signo. Significa pensar y vivir el país no como un campo de batalla, sino como el lugar -físico y simbólico- de un nosotros éticamente comprometidos con la parte noble y no con esa parte turbia del alma de Chile que, desde el espejo de la historia, susurra a las nuevas generaciones de esta agua no beberás.



No es espurio agregar que un trabajo de esta naturaleza, desde el punto de vista del ciudadano común y también desde el punto de vista del mundo académico, es un llamado a la vigilancia ética, al ejercicio de lucidez por sobre la siempre cómoda razón de Estado y los tenaces esfuerzos de manipulación comunicacional a que nos someten, en toda época, los poderes fácticos.



* Doctor en Sociología, coordinador del Seminario Interdisciplinario UAH



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Metáforas de la desestabilización: ¿el cerco perpetuo?(20 de enero de 2001)

  • El contenido vertido en esta columna de opinión es de exclusiva responsabilidad de su autor, y no refleja necesariamente la línea editorial ni postura de El Mostrador.
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