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Vencedores y vencidos en las elecciones parlamentarias

La humildad es la dolorosa conciencia de nuestras debilidades e insuficiencias. ¿Quizá no éramos tan buenos como pensábamos? La prudencia es la sabiduría práctica que nos llama a guardar público silencio hasta que nos abandonen las pasiones y el cansancio postelectorales. La templanza nos llama a poner límite a nuestras iras, por justas que sean.


Es inevitable, pero en una lucha tan áspera como la electoral siempre habrá dolorosas derrotas.



Las alternativas de las elecciones son cubiertas por los medios de comunicación social, y la derrota será publicitada masivamente. El vencido verá por todas partes rostros irónicos o compasivos, y no sabrá cuáles le molestarán más.



Las campañas son caras, y el perdedor quedará con gruesas deudas que aumentarán las angustias de la reinserción en la cotidianeidad o el retorno a la vida laboral normal. Durante meses y meses las familias se resienten hasta el extremo. Y más encima se pierde.



Si el candidato ha sido un gran activista político y social, o un parlamentario que iba a una reelección que suponía ganada en virtud de su trabajo incansable, se sentirá mal pagado. Y ante la crisis de solidaridad y amistad cívica que existe hoy entre los partidos políticos, no faltarán las acusaciones a la colectividad aliada o a su propia tienda, plagada de enemigos internos. De ahí la amarga sensación de la traición.



Y surgirá la más humana de las reacciones: echarle la culpa al otro. Al jefe de campaña que falló, al financista que no llegó, al partido que lo estorbó o al gobierno que no lo apoyó.



Es tan humana esta reacción que constituye quizá el primer diálogo entre Dios y el ser humano, recién caído, por cierto. Cuando Dios preguntó a Adán si había comido del árbol que le prohibió, el hombre le echó la culpa a Eva, y ésta a la serpiente. Ninguno de lo dos dijo lo obvio: «falté a mi promesa en virtud del ejercicio de mi libre voluntad que Tú me regalaste. Me someto a las consecuencias de mi acción».



Comencemos por recordar lo central: nadie nos obligó a ser candidatos. Más bien nos impusimos a otros. Y sabíamos las reglas del juego, bastante crueles, por cierto. O si no, nuestra candidatura fue pura inconsciencia o candidez.



Debemos temer la actitud del derrotado que no saca las lecciones del caso y más bien busca responsables. La opinión pública verá así las faltas más elementales de humildad, prudencia, templanza y fortaleza en la adversidad.



La humildad es la dolorosa conciencia de nuestras debilidades e insuficiencias. ¿Quizá no éramos tan buenos como pensábamos? La prudencia es la sabiduría práctica que nos llama a guardar público silencio hasta que nos abandonen las pasiones y el cansancio postelectorales. La templanza nos llama a poner límite a nuestras iras, por justas que sean.



La fortaleza nos llama a resistir los golpes con mucha dignidad. No ahondemos nuestra derrota mostrándonos heridos ante los adversarios de nuestro partido. No aumentemos el dolor de nuestros amigos fieles y de nuestras familias expulsando dolor excesivo y rabia desmedida.



Echarle la culpa al otro no es bueno, porque nos impide progresar. Si radicamos la causas de nuestra derrota en los otros, su solución dependerá de ellos. Lo que depende de nosotros lo podemos corregir; lo que depende de los otros sólo lo podemos soportar o corregir tras enorme esfuerzo.



La Falange Nacional perdió una y otra vez durante veinte años, pero perseveró y creció con cada derrota. La frase «lo que no te mata te fortalece» pudo ser su himno republicano. La derrota fue para ella una magnífica oportunidad para callar, descansar, aprender y acumular fuerzas para nuevas y mejores batallas.



Radomiro Tomic sostenía en esos años que «el precio de la victoria era saber esperar».



Esperaron, vencieron en 1964 y cambiaron Chile.



La arrogancia de la victoria puede ser fatal y causa de derrotas estrepitosas en el mediano plazo. Ganar con un candidato dilapidador o corrupto es siempre perder. Ganar y mostrarse arrogantes es unir en el resentimiento y en la revancha a muchos.



Nunca se debe olvidar que hay victorias pírricas. El general griego que les dio el nombre lo supo al contemplar sus tropas diezmadas en Sicilia, tras su victoria sobre los romanos, la última. «Con otra victoria como esta y estamos perdidos», afirmó Pirro.



La política no es la guerra. En esta última el derrotado es aniquilado en su vida, familia y propiedades. Los talibanes parecen estar siendo borrados de la faz de la tierra, CNN mediante. En la política, en cambio, no se cortan cabezas, sino que se cuentan. El derrotado volverá si es perseverante y tiene en verdad convicciones fuertes acerca de lo necesario de su partido, de su equipo de trabajo y su propuesta. Tras legítimo e imprescindible descanso retornará el entusiasmo de la vida, del trabajo cívico y de la siguiente lucha electoral.



En la noche del domingo 16 de diciembre, todo candidato debe recordar que sus actos y dichos son observados y oídos por muchos. Sus partidarios son los primeros. Ojalá que por ellos sólo cosechen elogios porque fueron grandes en la derrota o magnánimos en la victoria.



* Abogado y cientista político, director ejecutivo del Centro de Estudios del Desarrollo (CED).



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