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El patriotismo y la izquierda cultural

De regreso en Chile, no debemos dejar el amor a la patria en manos de los conservadores que la han interpretado a su amaño. Por el contrario, veamos en nuestro país, en su pasado y en su presente, trazos y señas de mundos mejores.


Richard Rorty es un intelectual norteamericano que se considera cómodo entre los filósofos que no creen en razones incondicionales y ahistóricas. Por el contrario, a él le gustan Nietzsche y Derrida justamente porque refutan el universalismo y el fundamentalismo. Se trata, pues, de un intelectual de izquierda.



Pues bien, cayó en mis manos un libro que se llama Forjar nuestro país, publicado por Paidós el año 1999. Su lectura la aconsejo a todos los que sintiéndose cosmopolitas rechazan el patriotismo. Su lectura también es provechosa para quienes creen que ser progresista es mirar con profunda sospecha el amor al terruño.



Rorty dispara desde el principio al sostener que «el orgullo nacional es para los países lo que la autoestima para los individuos: una condición necesaria para la autorrealización». Nada de arrogancias ni excesos de nacionalismo, pero si queremos discutir en grande qué país queremos, debemos implicarnos emocionalmente con él.



Mientras no tengamos un «Parlamento del hombre y una federación del mundo», es la nación el lugar donde ha anidado de manera fecunda la idea republicana del autogobierno y de la democracia igualitaria. Así como no hay democracia sin partidos, no hay repúblicas sin Estados nacionales.



Para Rorty, el problema del igualitarismo en Estados Unidos reside en la división entre la izquierda social y la cultural. Quienes en los años ’30 crearon una gran coalición de intelectuales y trabajadores y forzaron a la política a crear las bases de un Estado social, se dividieron desde los ’60 y ya no creen en el poder de la acción política en común mediante hechos y palabras movilizadoras. ¿Por qué? Debido a que la guerra de Vietnam, la lucha por los derechos civiles y la revolución sexual crearon una izquierda cultural que miró con mucha sospecha a su país.



La conciencia de la matanza de los nativos americanos, del tratamiento aplicado con México en 1848 y con los hispanos después, del sadismo contra homosexuales y negros y de la guerra injusta que mató a millones de ciudadanos pobres a miles de kilómetros de distancia de Washington rompió la cercanía entre la generación de los sesenta y el movimiento socialdemócrata norteamericano.



Para la izquierda cultural, lo hecho por el Movimiento Progresista de principios de siglo, el New Deal de Roosevelt y los esfuerzos de Truman, Kennedy y Johnson pareció sospechoso e insuficiente.



El problema para Rorty es que esta izquierda cultural, horrorizada por las faltas de su pasado nacional, abandonó la lucha por la hegemonía histórica y las reformas políticas. Veamos ambas tareas políticas.



El trabajo intelectual para (re)interpretar la historia nacional es tarea permanente. Rorty dice que «quienes confían en persuadir a una nación para que se implique, deben recordar a su país tanto aquellas cosas de las que pueden enorgullecerse, como aquellas de las que debería avergonzarse». Un líder político de verdad es el que compite por hacer prevalecer una cierta interpretación histórica acerca de la identidad de su país y las razones y características de su grandeza.



Para Rorty no existen historias «objetivas». Lo que existen son mitos, ideologías y distintas interpretaciones plausibles que nos ayudan a comprender el pasado y proyectarnos al futuro. De ahí la gravedad de aceptar que hay un país que cuenta con una historia oficial.



También consigna que no hay países moralmente puros. Y Estados Unidos es Jefferson, Lincoln y Luther King, como es también el KKK y Vietnam. Y si no se entiende esto, no hay política democrática. Si no se quiere el país en el que se vive, ¿de dónde sacar inspiración y fuerza para querer transformarlo?



Por otro lado, las reformas políticas pasan por entender que cada generación es parte de una historia de creación de país inspirada en ciertos proyectos fundacionales. El gradualismo y el reformismo forman parte de la esencia de la política democrática.



Cuando solo se habla de sadismo y se abandona la lucha contra el egoísmo, cuando se escriben toneladas de libros para describir lo malo que es el propio país y no se propone una ley que vaya en la línea de hacerlo más justo, cuando nos reconcentramos en criticar las formas de dominación en la vida cotidiana y abandonamos la tarea de participar en movimientos políticos y campañas de reforma social, cuando nos concentramos en la crítica cultural en aras del radicalismo progresista y abandonamos la economía en manos de la derecha, todo está perdido.



Rorty dice que es cierto que Estados Unidos hoy es menos sádico con el negro, la mujer o el homosexual, pero que con los niveles de desigualdades socioeconómicas crecientes la discriminación sexual y racial volverá a campear.



El autor propone al final que entendamos que la principal forma de discriminación sigue siendo el egoísmo social y la injusticia económica, ahora globalizada, y que el único remedio sigue siendo la política democrática. Afirma que la crítica cultural a los defectos del propio país debe compensarse con el trabajo intelectual y político reformista. Hay otras formas de entender la historia de la nación -no todo es malo- y es posible una lucha política por la reforma social.



De regreso en Chile, no debemos dejar el amor a la patria en manos de los conservadores que la han interpretado a su amaño. Por el contrario, veamos en nuestro país, en su pasado y en su presente, trazos y señas de mundos mejores.



Nuestros antepasados contribuyeron con sus sueños y esfuerzos a hacer de Chile un país mejor. Que la arrogancia del nacionalismo extremo no sea reemplazada por el desprecio igualmente soberbio de nuestro pasado.



* Abogado y cientista político, director ejecutivo del Centro de Estudios del Desarrollo (CED).



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