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Raquel Argandoña en «luna de miel»


«Conmoción total por el quiebre amoroso de Raquel Argandoña» titula un periódico de la cadena El Mercurio. No explica de quién es la conmoción. Supongo que en primer lugar de los interesados: la animadora -que se hizo famosa durante la dictadura justamente por sus difundidas historias amorosas, además del peinado a lo Bo Dereck con que leía las noticias a menudo sesgadas de Televisión Nacional- y su actual pareja, el abogado y miembro de la Comisión Política de Renovación Nacional, Hernán Calderón.



Yo echo de menos justamente una mayor conmoción -al menos algún atisbo de reacción institucional- por parte de los organismos públicos y privados que tienen la responsabilidad de prevenir y combatir la creciente violencia doméstica en nuestro país.



Más allá de cualquier duda sobre la veracidad de la denuncia, sobre si forma o no parte de la campaña publicitaria de la diva como aspirante a la alcaldía de Viña del Mar, o el grado de frivolidad histórica de los protagonistas, me parece que es un contrasentido analizar cualquier denuncia de violencia doméstica como un tema privado o como un asunto menor, en circunstancias de que se han hecho cuantiosas inversiones estatales en dinero y creatividad para convencer a las víctimas que denuncien a tiempo estas agresiones y al público en general de que se trata de un grave problema social que hay que erradicar.



No me cabe duda que sí resultaron «conmocionados» los carabineros de la comisaría de Las Tranqueras que asistieron a la espectacular llegada de ambos celebritys, la noche del martes último, y que tomaron las correspondientes denuncias por violencia intrafamiliar, interpuestas por separado, durante más de dos horas, uno contra el otro y viceversa.



Además de la notoriedad pública de los denunciantes, debe haber sido llamativo para los funcionarios policiales que la pareja llegara junta, quizás en el mismo vehículo. No es común que en situaciones de este tipo los agresores y agredidos vayan al unísono, en acuerdo, a estampar un desacuerdo de tal gravedad. Suelen ser mujeres anónimas y generalmente pobres las que, tras años de malos tratos, vergüenza y silencio, se deciden a pedir ayuda en un acto de extremo valor y de defensa de su propia integridad y la de sus hijos, a veces también en peligro. El ochenta por ciento de las mujeres finalmente asesinadas por su pareja habían denunciado previamente su constante calvario, previendo el desenlaceÂ… Y no recibieron ayuda ni respaldo.



Recuerdo casos de violencia intrafamiliar, tristemente célebres, como el de la cónyuge de un general de Ejército que hace unos años dio su dramático testimonio de golpizas por parte de su conspicuo marido a una revista del corazón. Y hace sólo meses pudimos enterarnos del violento trato del dueño de una cadena de supermercados a su esposa, aunque el agresor compró la totalidad de la tirada del diario que denunciaba el caso. Tampoco entonces hubo pronunciamiento de las instituciones correspondientes.



Ha transcurrido una década desde que las autoridades de gobierno comenzaron a abordar el tema de la violencia doméstica como lo que es: una enfermedad social de significativa magnitud en Chile, con verdadero carácter de «epidemia», porque una de cada cuatro mujeres son maltratadas por su pareja, sin distinción de clase social, religión, edad o nivel educacional. La cifra provenía de un estudio de la Secretaría Nacional de la Familia, entonces comandada por la sicóloga Isabel Larraín, cuya salida del cargo institucional se vinculó entonces a su preocupación por esta materia, cuestión que nunca fue desmentida o aclarada del todo hasta hoy.



Aunque no puedo sino valorar las políticas gubernativas para combatir el delito de violencia doméstica y alabar el cambio cultural que se intenta producir respecto de esta lacra social, debo constatar también que hasta ahora son insuficientes, ineficientes, precarias, porque el hecho es que la violencia contra las mujeres aumenta en vez de disminuir.



En Chile y en el mundo el problema no ha hecho más que crecer. Naciones Unidas estima que es el crimen encubierto con más víctimas en el planeta. En Europa es la primera causa de muerte e invalidez entre mujeres menores de treinta años, más letal que el cáncer, los accidentes de tránsito, las guerras. La Organización Mundial de la Salud señala que en el cincuenta por ciento de los casos en que una mujer es afectada, su pareja es el agresor. Chile tiene rangos similares, que se vuelven escalofriantes si se considera la «cifra negra» de quienes no denuncian.



La escalada en esta forma de terrorismo cotidiano es siempre la misma, en cualquier parte del mundo. Se produce puertas adentro, en el hogar, que debiera ser un refugio pero que se transforma en la cobertura perfecta para el criminal. Las mujeres tardan un promedio de cinco años de vejaciones y malos tratos antes de romper el silencio. La enorme mayoría cae en el error de suponer que sólo los golpes constituyen agresión, sin asumir que el ciclo de la violencia intrafamiliar se inicia en todos los casos con el control abusivo por parte del marido de los horarios, los amigos, la forma de vestir, lo que dice o hace su mujer. Esa será siempre la antesala de una explosión de violencia física, tras la cual vendrá sin excepciones la pésimamente mal llamada fase de «luna de miel», en que el agresor se muestra arrepentido, promete cambiar, la víctima cede y se produce el reencuentro, generalmente muy estimulado por el entorno inmediato de la pareja.



Seguramente, en los próximos días nos enteraremos por la prensa de cómo siguen las fases entre Argandoña y Calderón. Este último afirma que «aquí no ha habido agresión física ni confrontación violenta ni por mi parte ni por el lado de ella». Pero cabe recordar que la violencia doméstica comienza siempre con gritos, rabietas, insultos, desvalorización, menoscabo, autoritarismo, ridiculización, menosprecio, celos, escándalos. Es decir, violencia psicológica que usualmente es soportada estoicamente durante años por la víctima, entre otras cosas porque carece de la información y la protección para denunciar esta forma de violencia -previa a la golpiza- tan grave y dañina como las patadas y las cachetadas.



Las campañas estatales instan a las mujeres a denunciar las agresiones, pero cuando se hace pública una disputa de este tipo -más aún, con carácter emblemático por la fama de los protagonistas- no se visualiza ni el más remoto respaldo a las víctimas, no hay un cierre de filas claro y contundente frente a la violencia intrafamiliar. En la práctica, esta actitud es permisiva y colaboradora con el mal que se pretende combatir.



Es posible que esta noticia se desinfle y que finalmente nos quede la sensación de que fue un tongo. Es posible que no. Si la denuncia es falsa, habré sido involuntaria comparsa de una maniobra política malsana que sin duda afectará finalmente más a los conspiradores. Si es verdadera, Raquel Argandoña ha hecho gala de un coraje que merece todo mi respeto y solidaridad. Creo pertinente correr el riesgo de definirme tajantemente contra cualquier forma de violencia contra la mujer, cuente esta o no con mi simpatía personal o mi credibilidad, puesto que el tema de fondo es que se trata de un atentado inaceptable contra la convivencia social, frente al que no caben remilgos oportunistas.



Hacer la vista gorda o esperar a ver cómo viene la mano, significa ser cómplice del silencio que ha llevado a demasiadas mujeres a la desesperación y a la muerte.



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* Periodista

  • El contenido vertido en esta columna de opinión es de exclusiva responsabilidad de su autor, y no refleja necesariamente la línea editorial ni postura de El Mostrador.
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