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Desigualdad y riesgos para la democracia


De manera bastante coincidente, varias publicaciones de diversas fuentes dan a conocer el fenómeno actual que recorre a América Latina en general, y a Chile en particular, aquél que muestra la coexistencia de una democracia frágil con serios problemas de desigualdad.



Las debilidades democráticas detectadas, ya no se miden por la ausencia de derechos políticos y por la inexistencias de elecciones libres -afortunadamente vigentes en nuestra latinoamérica- ni por las violaciones de los derechos civiles -respetados en mayor o menor medida de manera bastante generalizada-, sino por la desvalorización que ha cundido acerca de la importancia de tales derechos políticos y civiles. Asimismo, las desigualdades no tienen, como en el pasado, la forma de abierta exclusión, sino que se expresan por la vigencia de accesos de distinta calidad y categoría, segregando a ciudadanos de primera y segunda.



Como lo ha venido mostrando el Latinobarómetro, un exhaustivo estudio realizado durante el 2002 por el PNUD en 16 países latinoamericanos sobre el estado de la democracia, hace referencia a la pérdida de adhesión que despierta la democracia en importantes segmentos de la población, especialmente, los más pobres y desfavorecidos. Según este estudio recién presentado por las máximas autoridades de la ONU en Perú, el perfil de los ciudadanos que menos adhieren a la democracia como sistema político son aquéllos con más baja educación, con menores ingresos y que no perciben progresos en sus vidas, ni en las oportunidades de sus hijos.



Días atrás, la divulgación de un estudio realizado por la Universidad de Chile mostraba que, a igualdad de estudios universitarios y de profesión, tienden a ganar menos aquellos jóvenes chilenos que provienen de la enseñanza pública y de sectores económicos más modestos, cuestión que se advierte en los apellidos. En pleno siglo veintiuno, los méritos todavía siguen importando menos que algunos factores adscriptivos, como lo es el origen social y económico de las personas. Dramática conclusión de un estudio que pone en cuestión el «mítico» valor que se le da a la educación como motor de la igualdad.



Y si para los jóvenes de apellido y rostro mapuche un diploma de estudios universitarios no es suficiente para asegurarles un trato profesional, comparable a otros jóvenes del país, las mujeres hace rato saben que la educación universitaria no les garantiza remuneraciones comparables a las que obtienen sus pares varones. No nos sorprendamos entonces de los fenómenos políticos que estamos viviendo, de la falta de interés de la juventud por participar en elecciones y de validar a las instituciones políticas con su participación, por una parte, o bien, por la otra, la emergencia del fenómeno femenino en la política que, como explicaba una mujer entrevistada en un estudio de opinión, «¿si no nos ayuda una mujer en altos cargos en la política, quién lo va a hacer?».



Próximo a ser lanzado, el libro «Equidad y Protección Social, Desafíos de Políticas Sociales en América Latina», que entrega el resultado de un proyecto que dirigí en Chile 21, con apoyo del BID, en los años 2002 y 2003, evidencia que la incapacidad de las políticas sociales para resolver las desigualdades pone en tensión a nuestras jóvenes y todavía débiles democracias y, como parte de un círculo vicioso, la escasa deliberación democrática es un gran obstáculo para hacer cambios en las políticas vigentes cuya inercialidad no permite resolver eficazmente los problemas sociales de los que intenta dar cuenta.



La conclusión que surge de los estudios presentados por los diversos autores del libro es que el esfuerzo desplegado en mejorar las capacidades técnicas de las políticas sociales no surtió los resultados esperados y que el avance tecnocrático no ha tenido uno equivalente en la democratización de las políticas públicas. Es cosa de mirar las experiencias exitosas de reformas sociales de estos últimos años en varios países, observar lo que ha acontecido con aquellas reformas que han permitido avanzar en la universalización de los derechos sociales, es decir, en mayores grados de igualdad, y es el papel que ha jugado la democratización de las decisiones a través de los parlamentos, a través de la deliberación de los actores involucrados directamente y a través de la activa participación de la ciudadanía expresando sus preferencias y opiniones.



Mucho se ha discutido sobre la necesidad de establecer consistencia entre políticas económicas y sociales, también mucho ha sido el énfasis en señalar que los éxitos o fracasos económicos son cruciales para darle sostén democrático a los sistemas políticos, pero escasa atención se le ha prestado, en cambio, a la relación que parece estar a la base de todo lo anterior, entre cohesión social e institucionalidad democrática. O, siendo más fieles a la realidad que describen todos los estudios mencionados, sobre los riesgos que entrañan para las democracias los altos niveles de desigualdad de nuestras sociedades.



*Clarisa Hardy es directora ejecutiva de la Fundación Chile 21.

  • El contenido vertido en esta columna de opinión es de exclusiva responsabilidad de su autor, y no refleja necesariamente la línea editorial ni postura de El Mostrador.
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