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Cuando el traidor es el héroe, o viceversa


Watergate es un fantasma porfiado que disfruta de los efectos que causa entre el poder político y la prensa de los Estados Unidos. El periodista Bob Woodward acaba de lanzar su libro «El hombre secreto» que tuvo que terminar a la rápida debido a que los hijos de «Garganta Profunda», revelaron el secreto de su identidad, convencidos de que su padre ya senil merece ser considerado un héroe de la patria y recibir la porción de la torta mediática que le corresponde.



Mientras tanto, una periodista del New York Times va a la cárcel por negarse a revelar sus fuentes confidenciales en temas de defensa y seguridad nacional. La revista Time, por su parte, capitula y abre sus archivos a la inquisición judicial que investiga el caso de Valerie Plame, una agente encubierta de la CIA cuya identidad se filtró a la prensa para castigar a su marido por cuestionar públicamente las ficciones de Bush sobre las armas de Saddam Hussein. Es un enredo de proporciones colosales que esconde una pugna de muchos años entre el llamado Cuarto Poder y los poderes tradicionales del Estado norteamericano.



Tom Hanks agregó un capítulo más a la saga, al comprar por un millón de dólares los derechos para filmar la vida de Mark Felt, el alto funcionario del FBI que guió en secreto a los periodistas del Washington Post durante la investigación del famoso escándalo (1972-74), el «gate» de todos los «gates».



Para los que no se acuerdan o todavía no nacían cuando Watergate remeció la vida política norteamericana, aquí va un resumen: en junio de 1972, Richard Nixon, preocupado por su re-elección, decidió enviar un equipo de «plomeros» al comando electoral demócrata, situado en el edificio Watergate. La tarea que se les encomendó era la de fotografiar archivos e instalar micrófonos con minigrabadoras, artefactos como de «Misión Imposible». El problema fue que estos plomeros, una mezcla de ex agentes de «inteligencia» y cubanos anticastristas, resultaron tan hábiles como Moe, Larry y Curly al mando del subprefecto Aitken. La policía de Washington los pilló con las manos en la masa y portando lo que sería la evidencia fatal: miles de dólares en los bolsillos, en billetes de 100, con números de serie consecutivos. El rastro de esa plata conduciría por un camino largo y tortuoso a la misma Casa Blanca.



Dos jóvenes periodistas del Washington Post, el mencionado Woodward y su compañero Carl Bernstein, desenredaron la maraña que se escondía tras este incidente, en una serie de notas y reportajes. Woodward se había ganado la confianza de un informante anónimo, Garganta Profunda, quien lo mantenía en la vereda correcta y lo alimentaba de pistas y datos frescos. Ante la evidencia publicada, el Congreso norteamericano se vio en la obligación de formar una comisión investigadora cuyas conclusiones fueron devastadoras para el presidente. Nixon renunció en agosto de 1974 (había ganado la reelección que tanto lo preocupaba en noviembre de 1972) para no sufrir la humillación de ser destituído. El presidente hizo mutis en helicóptero, haciendo la V de la victoria con los dos brazos alzados y su fea cabeza hundida entre los hombros.



Tal vez la película de Hanks comience así, con Nixon sobrevolando Washington, camino a su exilio californiano, dedicándole sus mejores garabatos al peor de todos los traidores: Garganta Profunda.



Uno se pregunta cuál será el título de la película de Hanks, porque resulta que «Deep Throat» ya está tomado: es el nombre de una cinta pornográfica de principios de los ’70 que es considerada un clásico en su género. ¿Se irá a inclinar Tom entonces por Garganta Profunda II? ¿El regreso de Garganta Profunda? ¿Garganta Profunda Comienza?



La historia de la humanidad (y la historia de cada uno de nosotros) está llena de narrativas paralelas, de cruces inesperados, algunos más bien freak, otros patéticos, otros con visos de comicidad, y aquí tenemos un ejemplo. «Deep Throat» fue la primera película porno en circular legalmente en Estados Unidos y adquirió la categoría de mito en la cultura popular de la época. El rol principal está a cargo de Linda Lovelace, actriz que denunció años más tarde, antes de morir, haber sido obligada por su marido a participar en sus producciones bajo amenaza de golpes e incluso a punta de pistola. El argumento de «Garganta profunda» es tan absurdo como revelador: un médico muy sagaz descubre que la insatisfacción sexual de Linda Lovelace se debe a que tiene el clítoris en la profundidad de su garganta, cerca del esófago.



«Deep Throat» fue un éxito en los antros triple X de la capital norteamericana, pero también era proyectada en las fiestas particulares donde se juntaban los jeques de la élite suburbana. La conjunción clásica de poder y sordidez hipócrita tal vez explica por qué uno de los editores del distinguido Washington Post eligió el título de esa película para bautizar al informante sin el cual hubiera sido imposible la investigación que terminó con la presidencia de Richard Nixon.



Algunos interpretan el apodo Deep Throat como un juego semántico que alude al término deep background, usado en el espionaje para designar una fuente de información infiltrada en las profundidades del enemigo. Sería difícil determinar con seguridad el mecanismo que conectó en la mente del editor el título de la película porno, la práctica sexual asociada con ella, y la identidad del informante estrella de Watergate. Lo que se puede afirmar con algo de certeza es que debido a esa conexión el sexo oral ha estado involucrado las dos veces que ha tambaleado la puritana Casa Blanca. El fellatio marca las actividades clandestinas de Nixon de manera alusiva, simbólica, y se hará presente en forma mucho más directa con las actividades extramaritales de Clinton.



Claro, nunca es fortuita la asociación entre sexo y poder, sobre todo si se trata de fantasías masculinas al estilo «Deep Throat». Hay que tomar en cuenta que en esos años coincidían, por una parte, el renacer de la industria pornográfica y, por otra, la crítica feminista que, junto al movimiento contra la guerra de Vietnam y al movimiento pro-igualdad racial, causaron un terremoto que todavía causa pesadillas en Estados Unidos. Las réplicas conservadoras se manifiestan hoy desde Baghdad a Guantánamo, pasando por las cortes, las escuelas y los dormitorios de los norteamericanos.



Desde esta perspectiva, «Garganta profunda» aparece como un término de significación múltiple que marca un hito en la nación imperial del siglo XXI, tan obsesionada hoy como entonces con el sexo, con el poder, y con el control de la información.



«Garganta profunda» es además parte de la mitología que los norteamericanos construyeron acerca de sí mismos para cubrir el vacío ético que los confrontaba como país a finales de los 60 y principios de los 70. Esa mitología tiene dos propósitos concatenados: comprobar la validez y coherencia del estilo de vida norteamericano y al mismo tiempo subrayar la creencia de que el sistema respondió bien ante la presión de una guerra injusta e impopular, de una presidencia corrupta, de la violencia racista, y de una economía fuera de control. Si los gringos hablaran en chileno, dirían que la historia de «Garganta Profunda» y el escándalo de Watergate prueban que las instituciones funcionaron, frase que, como sabemos muy bien en Chile, a nadie se le ocurre machacar cuando las instituciones de verdad funcionan.



El mito de «Garganta profunda» con sus temerarios héroes investigadores sirvió para apuntalar por más de treinta años la noción, hoy en ruinas, de que la gran prensa norteamericana puede servir de contrapeso frente al poder político y económico. Gracias a la magia del cine (el gran conducto de la mitología moderna), en «Todos los hombres del presidente», Woodward y Bernstein se consubstanciaron en Robert Redford y Dustin Hoffman. Los novatos periodistas probaron, con su ingenio y perseverancia, que aun en medio de la podredumbre el sueño americano persiste, incólume, y que el bien siempre vence al mal. En este paradigma narrativo, era esencial que la identidad de «Garganta profunda» se mantuviera en secreto. Revelarla habría desplazado el enfoque de la acción heroica. En ese caso, los underdogs (los de abajo, los jovencitos con los que el gran público se va a identificar) habrían tenido que conformarse con ser actores de reparto. El mito no habría sido tan potente si los apuestos Redford y Hoffman le hubieran cedido el rol de héroe a un viejo burócrata y tradicionalista del FBI que se parecía más bien al vetusto Lloyd Bridges de «Investigador Submarino».



Además, Woodward estaba muy consciente de que el informante secreto no era ningún rebelde, sino un hombre del establishment, un derechista acérrimo que había sido el más estrecho colaborador del cara de bulldog Edgar J. Hoover, el mítico jefe del FBI a quien Nixon consideraba su «único amigo público» y con quien había compartido una vida entera de paranoia anticomunista, desde los tiempos de McCarthy. Al periodista le convenía dejar a su informante en el anonimato, para no dar lugar a sospechas de que sus revelaciones constituían en realidad una traición. Tampoco podía permitir que sus motivos fueran desacreditados debido al resentimiento que Felt sentía debido a que Nixon no lo nombró jefe del FBI cuando murió Hoover.



La historia de «Garganta profunda» adquirió una capa más de ficción con la confirmación de la identidad de Mark Felt y el anuncio de la película de Hanks. Este desenlace (una revelación y una puesta en escena) tiene un dejo borgiano que tal vez nos ayude a entender qué hay detrás del misterioso caso. En mi distorsionada mente de literato, sueño con que Tom Hanks contará la historia de Garganta Profunda y de Nixon inspirándose en la lectura del «Tema del traidor y del héroe» de Jorge Luis Borges.



En esa ficción, Borges nos ayuda a entender qué pasó con Watergate y Garganta Profunda. Por supuesto, disimula diciendo que no importa dónde sucedió la historia. Ubica la acción en Irlanda en tiempos de la lucha contra el yugo inglés. Kirkpatrick, el jefe de la resistencia, le encomienda a Nolan, uno de los suyos, que investigue quién es el traidor que se esconde entre los líderes del movimiento y que filtra información al enemigo. Nolan hace bien su tarea y descubre que el espía es el mismo jefe máximo que le ordenó hacer la averiguación. Un cónclave enjuicia al traidor y lo condena a morir. El condenado acepta su culpa y firma su propia sentencia, pero pide que su muerte no perjudique a la causa patriótica.



Para aprovechar el impacto que tendría en el pueblo la muerte de Kirkpatrick, Nolan concibe un plan que no es más que una gran puesta en escena. La muerte del traidor Kirkpatrick debe producirse en circunstancias heroicas que se grabarán en la historia y acelerarán el triunfo de la rebelión. En lugar del desánimo que produciría que los rebeldes ejecutaran a su propio jefe por traición, la muerte heroica del líder le daría nuevo ímpetu a la lucha. Se simulará un asesinato, pero no sólo eso. Antes de la ejecución, el líder condenado, siguiendo el guión detallado de Nolan, preparará el escenario con alocuciones extraordinarias y apariciones audaces destinadas a enaltecer su figura de mártir. Nolan, dramaturgo de la vida real, se ve obligado a plagiar a Shakespeare cuando se le agotan las ideas. El condenado traidor Kirkpatrick, por su parte, se mete a fondo en el rol asignado e improvisa algunos parlamentos famosos, antes de morir asesinado en un teatro de Dublin.



Nolan sabe que ha cumplido bien su tarea de inventar un héroe a partir del cuerpo de un traidor, pero deja pistas para que en el futuro, cuando ya la revolución no esté en peligro, alguien descifre lo que realmente pasó con Kirkpatrick. Eso es precisamente lo que hace un siglo más tarde un historiador llamado Ryan, bisnieto del traidor, quien decide no revelar la verdad y publicar en su lugar «un libro dedicado a la gloria del héroe».



Borges nos presenta una disyuntiva básica entre verdad e historia, o entre verdad y memoria histórica, pero no nos indica cómo se deben asignar los roles de traidor y de héroe. ¿Es héroe o traidor alguien que, como Kirkpatrick, finalmente da la vida por la causa y deja un legado ejemplar con su martirio? ¿Es héroe o traidor alguien que, como Nolan, deja huellas que sabotean su propia tarea de ensalzar a Kirkpatrick? ¿Es héroe o traidor el bisnieto de Kirkpatrick, quien descifra la verdad pero decide ocultarla?



Aquí entra en escena Tom Hanks, actor que se ha ganado la vida representando héroes americanos de todo tipo y de todas dimensiones. En «Splash» (1984) fue el muchacho inocentón que se enamora de una sirena, en la versión moderna del cuento de Andersen. En «Big» (1988) encarnó a un niño metido en el cuerpo de un adulto. En 1993 lo hizo todo: fue el joven viudo que encuentra el segundo gran amor de su vida en «Insomne en Seattle», y también el joven abogado gay que descubre la discriminación contra los seropositivos en «Filadelfia». Un año más tarde será el jardinero de Alabama con bajo coeficiente intelectual llamado Forrest Gump, quien pasa por escenarios y momentos históricos importantes sin darse cuenta de dónde está, manteniendo el corazón puro y la ilusión de su primer amor. La recepción de esta película en los Estados Unidos reveló que Hanks no es un actor más, ya que su versión de Forrest Gump popularizó al personaje, celebrado como alguien admirable y entrañable, es decir, lo opuesto que perseguía la novela original, donde se sugiere que solamente un idiota puede pasar por la historia contemporánea de Estados Unidos sin darse cuenta de lo que está pasando a su alrededor, incluyendo por supuesto el caso Watergate. En una escena, Forrest Gump, que está de paso en Washington, llama a seguridad del edificio Watergate para informar lo que ve por la ventana: «Deberían mandar a alguien de mantenimiento para que le ayude a esa gente. No tienen luz y deben estar buscando los fusibles, porque andan con linternas».



En «Apolo 13» Hanks es Jim Lovell, el astronauta de la vida real que salva a su tripulación en un malogrado viaje a la luna. Luego, Spielberg lo elige para el papel del profesor de inglés John Miller, convertido en capitán de ejército para la invasión de Normandía en «Rescatando al cabo Ryan». El capitán Miller es un anti-Rambo, un hombre común y corriente que enfrenta a duras penas, pero con decisión, el desafío de arriesgar su vida y la de sus ocho hombres para salvar la de un cabo desconocido.



Por todo esto, da curiosidad saber en qué clave Tom Hanks contará el cuento de Garganta Profunda, y cómo enfrentará la decisión de caracterizar a Mark Felt: si lo retratará como traidor o como héroe americano. Al construir el guión, tendrá que vérselas con uno de los secretos a voces en Washington: que Garganta Profunda no actuó en solitario, sino que fue parte de una conjura más amplia, en la que pudo haber estado involucrado el mismo Nixon, para limitar la investigación y -más importante aún-para determinar cómo se iba a escribir a fin de cuentas esta historia que para algunos sigue siendo algo difícil de tragar.



Roberto Castillo Sandoval, escritor chileno radicado en Estados Unidos (castillo_sandoval@post.harvard.edu).


  • El contenido vertido en esta columna de opinión es de exclusiva responsabilidad de su autor, y no refleja necesariamente la línea editorial ni postura de El Mostrador.
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