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Especuladores financieros y estadistas: Lecciones para segunda vuelta


El discurso piñerista de segunda vuelta, destacando sus supuestas capacidades para gobernar, ha alcanzado a ratos un tono abiertamente megalómano. Así por ejemplo, en su obsesión por reclamar para sí la categoría de estadista, queriendo ponerse, sobre ese plano, en un nivel comparable al del presidente Lagos.



Desgraciadamente para Piñera, en la prueba de la realidad debe constatarse que un hábil especulador bursátil no es en absoluto lo mismo que un estadista. Un especulador bursátil efectivo es más bien un hombre de «buen olfato» financiero, capaz de aprovechar a su favor circunstancias propicias del mercado. Es un apostador refinado que, como en el clásico juego de Metrópoli, dispone sus fichas y sus jugadas de modo de incrementar su patrimonio personal. Su interés no es el empleo ni la estabilidad de los puestos de trabajo de sus empresas; su interés es dar el golpe preciso: si hay que deshacerse de una empresa ya, porque se avizora una caída fuerte de sus acciones, hacerlo y pasar a otra cosa.



Lo propio del estadista, en cambio, es poner por sobre sus intereses personales el bien común, y tener la visión de largo plazo y la fuerza para mantener el timón firme cuando las presiones coyunturales empujan en un sentido diverso al que ese interés superior -interés general de la comunidad- requiere.



El caso Chispas, que involucró, de manera distinta, a Piñera y a José Yuraszek (empresario UDI, hasta hace poco miembro de su comisión política) es un caso de escuela para demostrar lo anterior. Muy sintéticamente, ¿en qué consistió el caso Chispas? Por un lado, un grupo de ejecutivos que encabezaba Yuraszek, aprovechando su posición de privilegio en la empresa, negoció con el grupo español que pasaría a tomar el control de la misma en el futuro un precio preferencial para sus acciones personales (infinitamente superior al de los accionistas minoritarios, es decir pequeños y medianos accionistas, por lo general ciudadanos de clase media) y se desentendieron de la suerte de estos últimos, por cuyos intereses debían velar en su calidad de ejecutivos de nivel superior. Por otro lado, Piñera, que a la sazón formaba parte de los accionistas minoritarios y era senador de la República, repudiando la actitud del grupo de ejecutivos encabezado por Yuraszek, en vez de ir al fondo ético del asunto en representación del bando minoritario, negoció con los españoles un precio también altísimo para su paquete accionario minoritario, y se desembarcó del tema, privilegiando la defensa de su patrimonio personal y no el bien común.



Los anónimos accionistas minoritarios, entretanto, tuvieron que conformarse con un bajo precio para sus acciones, dado su bajo poder de negociación. En efecto, desde el punto de vista de los españoles, negociar con Yuraszek y los suyos, pagándoles caro, aseguraba la toma de control de la empresa; asimismo, negociar con Piñera por separado y pagarle también caro estando en el bando contrario, les aseguraba congraciarse con un político entonces poderoso, que podría en el futuro haber encabezado un fuerte lobby a favor de los pequeños accionistas perjudicados y/o podría tener que legislar sobre normas regulatorias del sector eléctrico (y si hubiera recibido un mal trato, obviamente tendría predisposición en contra de la empresa).



De modo que, en resumen, aprovechando ambos posiciones de privilegio, tanto Piñera como Yuraszek recibieron utilidades estratosféricas por sus respectivos paquetes accionarios y el pequeño accionista, es decir Moya, pagó con sus esmirriados pesos su irrelevancia social que le daba un mínimo poder de negociación.



Ahora bien, si se mira el tema desde el punto de vista de la «pillería del chileno», puede que el comportamiento de Yuraszek y su pequeño núcleo, por un lado, y Piñera, por otro, pueda tener algún mérito: «se avivaron» -dirá alguien- sacaron su mejor «tajada» en el momento preciso y aprovechando la posición que ocupaban. Puede que así sea. La Superintendencia de Valores y Seguros (SVS), en todo caso, y los tribunales de justicia chilenos, después de un largo proceso, condenaron de todos modos a Yuraszek y los ejecutivos en cuestión a pagar una multa millonaria, pues consideraron que con su «movida» habían faltado a las obligaciones propias de su cargo. En cuanto a Piñera, su conducta no puede considerarse ilegal, pero sí puede ser juzgada a la luz de la ética, pues, por ejemplo, ¿por qué estando en el bando de los minoritarios no cerró filas con ellos, insistiendo en la ilegalidad de la conducta de Yuraszek (que sería refrendada por los tribunales con el tiempo) y, en cambio, fue y negoció por separado, asegurándose una fuerte utilidad para sí y desligándose del destino de sus pares minoritarios? Y el otro tema: ¿acaso no consideró que el hecho de ser senador en ejercicio le daba un plus que podría amedrentar a la empresa si no se allanaba a pagarle el precio preferencial que él quería? Es el viejo tema, muy presente en esta campaña, de las incompatibilidades entre dinero y política.



En términos más abstractos, el punto es que si miramos el tema desde la perspectiva del interés general (de todos los accionistas, en este caso), la pregunta de rigor es ¿qué pueden entender, cómo pueden aspirar personajes como Yuraszek y Piñera a encarnar el bien común? Allí está el trasfondo ético de la cuestión.

¿Cree alguien que esos accionistas minoritarios de la época tienen alguna esperanza de que sujetos así actúen con equidad, con justicia, poniendo por sobre sus propios intereses el interés de los más desprotegidos? Las lecciones del caso Chispas indican que es muy difícil que así sea.



Un síntoma interesante: cuando, recientemente, se produjo el fallo que condenaba a Yuraszek y a su núcleo de ejecutivos a pagar la multa a la SVS, este último ocupaba el cargo de miembro de la comisión política de la UDI, el partido que hoy hace gárgaras con lo «popular». Ya estaba desatada la primera vuelta y todavía tenían esperanzas en la candidatura de Lavín, por lo que rápidamente Yuraszek fue llamado a replegarse a sus cuarteles de invierno.



Y es que, en tiempos de elecciones, los especuladores saben bien que jugar la ficha de lo popular vende; es la acción que da más rédito en la bolsa electoral. Sin embargo, otra cosa son las conductas posteriores a la elección y la coherencia histórica de las propias acciones con esos discursos.



La última encuesta seria a la que hemos tenido acceso, la de Datavoz, arroja un dato interesante: entre los electores indecisos de cara a la segunda vuelta, los atributos que más valoran en un presidente son: «que se preocupe de los problemas del país» (50%) y que sea «honesto y confiable» (43%). Sería pues muy importante que esos electores y todos los que asistirán a las urnas el próximo domingo, pongan también sobre la balanza la pregunta sobre cuál de los dos candidatos: Michelle Bachelet o Sebastián Piñera, tendrá la mejor capacidad de encarnar, de hacer suyo el bien común, por sobre sus intereses personales y empresariales.



Afortunadamente, los votos no se compran y los chilenos y chilenas tienen una conciencia demasiado alta de su propia dignidad como para no separar la paja del trigo; y es de esperar que, como lo han hecho desde la recuperación de la democracia, voten en conciencia.



En la Metrópoli demencial de fin de carrera, nuestro hábil especulador financiero, transformado ahora en especulador político, seguirá apostando una ficha acá: a la derecha dura; otra allá, al humanismo cristiano (imagino que, aquella vez, al resto de los accionistas minoritarios les habrá dicho: «bienaventurados los pobres»); otra más allá, al regionalismo; otra a los procesados por juicios de derechos humanos… «por siaca», por si le da el «palo al gato». De allí a que pueda encarnar el bien común, hay un siglo de distancia, y es eso lo que ya adivinan las urnas.



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Fernando de Laire es Doctor en Sociología

  • El contenido vertido en esta columna de opinión es de exclusiva responsabilidad de su autor, y no refleja necesariamente la línea editorial ni postura de El Mostrador.
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