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Los socialistas y el mercado


«El reproche más mordaz que puede hacérsele a los contenidos de la «renovación» es la ausencia de una reflexión sobre el mercado, a pesar que el neoliberalismo y la economía «reaganiana» eran ya en los setenta una corriente protagónica en el mundo y en el Chile de los «Chicago Boys». (Jorge Arrate – «Socialistas: después de la renovación»)



Hace un par de semanas Jacques Attali expuso en el semanario «L’express» lo que a su juicio debe servir de zócalo a la reflexión política de los socialistas franceses y a la definición de su programa. Una corta lista de cuatro o cinco elementos encabezados por una condición sine-qua-non: los socialistas, dice Attali, deben comenzar por aceptar que la asignación de recursos en la economía debe ser confiada al mercado.



Desde luego Attali tiene el perfecto y legítimo derecho de pensarlo. Después de todo, como consejero especial de Miterrand de 1981 a 1990, y luego como presidente de la BERD de 1991 a 1992, tuvo la ocasión de poner en práctica su pensamiento liberal.



Attali, Doctor de Estado en Ciencias Económicas, confiesa haber ignorado la existencia de Karl Marx hasta muy tarde en su vida, lo que demuestra, si fuese necesario, que la calidad de la enseñanza de la economía en Francia no tiene mucho que envidiarle a la de Harvard.



Por el contrario, lo que Attali no puede pretender, sin darse el lujo de una extravagante pirueta intelectual, es que los socialistas puedan aceptar la omnipotencia del mercado en la asignación de recursos en la economía y seguir llamándose socialistas.



La ideología que defiende la omnisciencia del mercado afirma que la motivación por el lucro guía la economía hacia la eficacia «como una mano invisible». Según sus defensores, la eficacia del mercado reposa en su propia libertad. El mercado libre es eficaz. Gracias a una «mano invisible». La puesta en práctica de esta visión dogmática y totalitaria se traduce hoy en la independencia (?) de los bancos centrales.



En la privatización de toda actividad económica rentable (por el contrario, el Estado puede y debe hacerse cargo de lo que no es rentable). En la imposición de estrictas reglas presupuestarias destinadas a «darle confianza al mercado» como por ejemplo el superávit estructural en Chile o el déficit presupuestario limitado a 3% en la Unión Europea. En la mercantilización de los servicios públicos generando con ello una masa gigantesca de consumidores cautivos e indefensos. En la supuesta imposibilidad de modificar las reglas impositivas («no se puede cambiar las reglas del juego»Â…). En la imposibilidad de definir políticas monetarias una vez que el banco central es «independiente». En la firma de TLCs que mutilan la soberanía del Estado, etc. Llama la atención que Attali, y junto a él todo un areópago de intelectuales socialdemócratas, al aceptar el dogma no acepten las evidentes conclusiones: si nada es eficiente fuera del mercadoÂ… no tiene sentido definir políticas económicas, ni mucho menos intentar ponerlas en práctica.



Si se acepta que sólo el mercado es capaz de asignar los recursos que consume la actividad productiva, y de distribuir adecuadamente sus frutos, habida cuenta de su ineficacia intrínseca, el Estado, el poder ejecutivo, deben mantenerse al margen de las decisiones económicas. No otra cosa confesó Lionel Jospin cuando, al ser interrogado sobre la decisión de la empresa Michelin de despedir 1.700 trabajadores en el momento en que anunciaba beneficios excepcionales, respondió: «El Estado no puede nada». Si el Estado, si el Poder Ejecutivo, no pueden nadaÂ… ¿Qué sentido tiene llegar al poder? En ese caso, ¿Qué objetivos impulsan a los socialistas y social demócratas a obtener el sufragio ciudadano? Si se es coherente con la visión libre-mercadista, gobernar debiese limitarse, parafraseando a Mitterrand, «a inaugurar los crisantemos». O para ponerlo en la terminología en boga en Chile, a «crear oportunidades de negocio para la inversión privada». En eso está la «renovación».



Quienes defienden lo que llaman neoliberalismo, y que no es sino capitalismo primitivo y primario de la peor especie, van mucho más allá que Jacques Attali cuando afirman que todo lo que obra el Estado es negativo para la economía. Incluso cuando el Estado se auto destruye, afirman, le hace daño a la economía. El Estado debe abstenerse. El Estado debe auto limitarse, visto que el Estado es EL problema.



Desde luego esta visión no deja de plantear cuestiones de fondo para la vida democrática. Si el Estado, que supuestamente representa el interés general, debe renunciar a participar en la vida económica, ¿Cómo puede manifestarse la voluntad ciudadana con relación a ese elemento esencial de la vida en sociedad? ¿Cómo existe el homo economicus allí donde se acepta que el mercado es el demiurgo de la felicidad en la tierra?



La transposición a los actos de gobierno cotidiano de la preeminencia del mercado suele mostrar la desnudez conceptual y política en la que se encuentran los socialistas y social demócratas. Si se trata de reducir la deuda pública o de financiar programas sociales, no es posible aumentar los impuestos, ni redistribuir la carga impositiva, por la simple razón que de ese modo «se disuade la inversión privada». De ese modo la elaboración de los presupuestos generales del Estado se ha transformado en un jueguito hipócrita en el que se trata de chutar la pelota para adelante, dejando los problemas esenciales para después. Favorecer una significativa redistribución de la riqueza creada con el trabajo de todos ya no forma parte de la misión transformadora del socialismo. La lucha por «ganar en competitividad» exige la destrucción progresiva de los derechos de los trabajadores, la reducción de la parte de los salarios en la riqueza nacional, y el consiguiente aumento de la rentabilidad de la inversión privada.



Franí§ois Hollande, Primer Secretario del socialismo galo, interrogado con relación a la deuda pública y a la financiación de los programas sociales que propone el PSF, no ofrece como respuesta sino las economías que se pueden hacer aquí o allí, de preferencia allí donde no se moleste a nadie. En algún caso la panacea reside en un aumento del IVA, impuesto regresivo que lesiona los intereses de los sectores más modestos de la población. En otras palabras, promete ser más eficiente que la derecha en la gestión del mismo modelo. La aplicación del integrismo libre-mercadista se traduce en todos los sitios por la reducción de los recursos del Estado por la vía de reducciones de impuestos que favorecen a los poderosos.



George W. Bush nos acaba de dar un ejemplo al aprobar desgravámenes a la actividad petrolera estadounidense que le ahorran a las grandes empresas del sector nada menos que siete mil millones de dólares de impuestos al año. O bien, al otorgar miles de millones de dólares en subvenciones a las empresas privadas que fabrican vacunas. O aun, al mantener las subvenciones agrícolas que se cifran en centenares de miles de millones de dólares. La Unión Europea sigue dócilmente el mismo rumbo.



Es verdad que los neoliberales usan el Estado para guiar «la mano invisible» en defensa de los poderosos. Esto no debiese sorprender a nadie habida cuenta que siempre fue así, desde los albores del capitalismo. Lo que en realidad llama la atención es que ahora los socialistas y social demócratas compiten en esa tarea con la derecha conservadora. A esa traición conceptual, política, cultural y económica, le han llamado «renovación». Para ser «moderno» hay que reconciliarse con el mercado abandonándole toda decisión relativa a la asignación de recursos en la economía. De ese modo se abandona toda veleidad de transformación de la sociedad que no esté en línea con la dominación creciente del gran capital. De ese modo ejercer el poder, el acto de gobernar, se limita a la gestión del modelo imperante. Los socialistas dejan de ser socialistas y se inventan nuevos nombres y apellidos para disimular el cambio de piel y de sustancia.



Socialistas «renovados», socio-«liberales», «new labour», «nueva izquierda». La imaginación, ausente ya del pensamiento político, tampoco va muy lejos cuando se trata de rebautizar el engendro. De ahí que la restauración del pensamiento y de la práctica política socialista exija poner en cuestión todo lo que precede.



Los socialistas chilenos, cuyo ideario fundió la aspiración revolucionaria con la ambición democrática, no pueden hacer de la resignación el zócalo de su programa. Los socialistas no pueden renunciar a su misión transformadora, a su papel de catalizadores de la reflexión política, económica, institucional y cultural, en la perspectiva de construir un mundo mejor. El «realismo» que lleva al abandono de la utopía es el primer paso en la ruta de la apostasía.



Quienes han dirigido el socialismo chileno en los últimos años han practicado la ausencia de reflexión y de debate con relación al mercado como una forma de ocultar, o bien su inopia intelectual, o bien su aceptación servil del dogma difundido desde el imperio. Los socialistas europeos les precedieron e inspiraron en ese camino. Hubo quienes lo hicieron banderas al viento, y hay quienes lo practican en modo vergonzante haciendo como si aun creyesen en su potencialidad reformadora. Hoy por hoy, es difícil discernir entre un programa conservador y un programa social demócrata.



En los últimos años los socialistas europeos han perdido trece gobiernos sobre quince. Por su parte, los socialistas chilenos han participado en los gobiernos de los últimos 16 años, y por la segunda vez en la historia de Chile, después de Salvador Allende, han logrado llevar uno de los suyos a La Moneda. Hasta ahora nadie puede afirmar que el PSCh haya ejercido alguna influencia en lo que no ha sido sino continuidad de las políticas de la dictadura en el terreno económico, y una inconmensurable pusilanimidad en el terreno institucional.



El destino y el éxito del gobierno de Michelle Bachelet dependen de la posibilidad de recuperar el socialismo chileno como fuerza transformadora y democratizadora. Esa tarea exige repensar la relación de los socialistas con relación al mercado. La economía política, la política económica, deben recuperar sus letras de nobleza en pos del bien común y de la construcción de una sociedad justa, libre y democrática.

  • El contenido vertido en esta columna de opinión es de exclusiva responsabilidad de su autor, y no refleja necesariamente la línea editorial ni postura de El Mostrador.
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