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Me gustan los estudiantes


Los escolares ya no le ladran a la luna en Chile. Esta movilización, con sus marchas, sus tomas y sus paros, más que una sorpresa, parece un milagro. Los protagonistas fueron criados con leche marca «La medida de lo posible» y las luchas anti-represivas de otros tiempos les llegan sólo de oídas. Sus padres o sus hermanos mayores serán «hijos de Pinochet», pero los jóvenes que hoy se toman los liceos públicos son hijos de la Concertación. No han conocido otra realidad pública que la que se ha construido en medio de esa especie de esmog al que algunos se refieren como «la transición». Por lo mismo, es refrescante la lucidez y la firme claridad con que se expresan ante los medios algunos de sus portavoces, como César Valenzuela o María
Jesús Sanhueza, entre tantos otros.



Los estudiantes secundarios tienen la razón al exigir que la PSU sea gratuita, porque es una vergüenza que haya gente que se queda sin dar la prueba en un país que gasta sumas exorbitantes en armamentos de última generación. También tienen razón al pedir gratuidad en el transporte público en un país que, por poner sólo un ejemplo, no ha sido capaz de resistir el chantaje militar y reformar el sistema de pensiones de las fuerzas armadas. A ellos les queda muy claro que su país estrella tiene un sistema educacional que da vergüenza, aparte de un sistema de pensiones injusto, leyes laborales todavía vigentes dignas de una dictadura, una desigualdad socioeconómica infernal, sin
mencionar la aberración jurídica que iguala la defensa de los
derechos de los pueblos originarios con delitos de terrorismo,
mientras persiste un tremendo grado de impunidad en derechos humanos.



Es admirable que el movimiento estudiantil no se haya quedado en el «cosismo» del pase escolar y el pago de la PSU. La crítica que
plantean es de fondo y toca directamente las premisas del orden que se ha asentado en Chile desde el fin de la dictadura. Lo hacen, además, desplegando un discurso enraizado en las mejores tradiciones políticas de Chile, esas mismas que se evocan en los nombres de algunos de los liceos en toma o en paro. Lastarria y Valentín Letelier unidos, jamás serán vencidos, y menos aún con Manuel de Salas, Barros Arana y otros nombres que traen a la memoria una larga tradición republicana enfocada en la importancia de la educación.



Hay que considerar con singular atención la palabra «republicana», la que traducida al lenguaje del siglo XXI equivale a «ciudadana», en el sentido que invoca la necesidad de una participación política activa, directa y plural. La participación ciudadana en los asuntos públicos inyecta una dosis importante de significación a la esfera colectiva,
contribuyendo a cimentar la noción de que se puede interpelar al
Estado no solamente como consumidor individual sino como ciudadano en asociación solidaria. Michelle Bachelet, en esa rara conversación telefónica que tuvo con Ricardo Lagos la noche de su triunfo electoral, le dijo «se siente la república». Pues bien, en este movimiento estudiantil que se ha extendido como pólvora desde Lota a Santiago, se siente la república más genuinamente que en algunos rituales electorales que todavía están viciados por el autoritarismo.



El rostro descubierto que han asumido, no solamente con madurez sino con coraje, junto con la predisposición a entablar un diálogo con el gobierno, son garantías de buena fe. Por lo tanto, la autoridad que los tome en serio sacará un doble beneficio. En primer lugar, se ganará el respeto de estos futuros ciudadanos. «Queremos que se nos respete como ciudadanos» decía un dirigente del Liceo de Aplicación la otra noche en TVN, invitando a una mirada a futuro, pensándose como ciudadanos anticipadamente, adueñándose del futuro que ven en
peligro. Los que nos ganamos la vida haciendo clases sabemos lo mucho que puede significar un «momento pedagógico» como éste, cuando se borronean los límites entre quien enseña y quien aprende. En segundo lugar, ante el resto de la ciudadanía, la autoridad tendrá la oportunidad de practicar lo que tanto ha venido predicando acerca de un nuevo modo de gobernar, con el oído alerta y el ojo atento. Hasta ahora el gobierno lo ha hecho bastante bien al desestimar los llamados al orden de sectores que ven cualquier interrupción al orden establecido como algo intrínsecamente nocivo. Esperemos que el ofrecimiento de la Iglesia Católica de mediar en el conflicto sea cortésmente rechazado: estamos en una república laica, como nos recordaría Barros Arana.



Se levanta, como es de esperar, el espectro de la manipulación o
aprovechamiento de «terceros». Siempre habrá manipulación de
cualquier movimiento de jóvenes (si no lo creen, pregúntenles a
Andrés Allamand o a Camilo Escalona quiénes les escribían el libreto en tiempos de la FESES), pero quien haya tenido la ocasión de escuchar a los líderes de este movimiento se dará cuenta de que ellos y ellas tienen el cedazo fino para distinguir entre el apoyo genuino y el intento de manejarlos a control remoto. Después de todo, estos péndex tienen experiencia con las tácticas de los adultos con quienes conviven en la casa y en el colegio, para empezar; no es tan fácil contarles cuentos. Lo más sensato y lo más constructivo es confiar en ellos y entregarles la posibilidad de sacarle el mayor provecho posible a sus inquietudes. Del buen resultado de esto nos beneficiaríamos todos, ahora y a largo plazo.



Los estudiantes tienen su razón más profunda al vincular las
reivindicaciones puntuales con una crítica al sistema imperante en Chile: no se saca nada con PSU gratis si es que esa prueba sólo legitima el sistema de apartheid educativo que existe en nuestro país. Es hora de que el Estado reasuma su rol de garante de ciertos derechos sociales que se han constituido en elemento esencial de la idea de Chile. Uno de esos derechos es el de una educación de calidad que garantice la igualdad de oportunidades. También tenemos que prestarle atención a la queja legítima sobre el modo en que la policía ha enfrentado la protesta callejera. Tal como ellos lo explicaron con un razonamiento incontestable, si en las calles no se pueden expresar, van a ocupar los espacios necesarios para dar sus puntos de vista.



Hasta ahora, la gran mayoría ha hecho las cosas con responsabilidad, con criterio, y con un entusiasmo alegre, contagioso y esperanzador. Que vivan los estudiantes, jardín de las alegrías, como cantaba la Violeta. De todos depende que estos muchachos y muchachas que hoy ocupan sus liceos no lleguen a la mayoría de edad con la convicción cínica y destructiva de que se las jugaron por lo que creyeron justo pero que fue en vano.



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Roberto Castillo es escritor y académico.

  • El contenido vertido en esta columna de opinión es de exclusiva responsabilidad de su autor, y no refleja necesariamente la línea editorial ni postura de El Mostrador.
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