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Honores militares a precio de liquidación


Probablemente a algunos la muerte de Pinochet les vino bien. No me refiero precisamente a quienes experimentaron algún grado especial de felicidad o alivio, sino que a aquellos a los cuales -por lo menos durante una semana- la agenda se les movió desde el caso «ChileDeportes- Gate» a la discusión de si aquél merecía o no un funeral de Estado.



Sin embargo, la muerte de Pinochet evidencia como todavía no hemos resuelto al menos tres cuestiones, a partir de la premisa del «típico dictador latinoamericano» esgrimida por el ministro del Interior, Belisario Velasco: ¿asesinó a sus adversarios? ¿Se enriqueció él, su familia y amigos al detentar el poder? ¿Las decisiones del general (r) -por estúpidas que fueran- eran obligatorias para los súbditos del Estado?



La muerte de Pinochet nos arroja en la cara una segunda reflexión: se fue del mundo de los vivos sin pagar la cuenta, hizo perro muerto y luego de los sobreseimientos definitivos que ya se están dictando en cadena, sólo queda perseguir la responsabilidad civil por estos hechos. Dadas las cosas, quién disparó, quién torturo, el médico que asistió, el soldado que tiró los cuerpos al mar y el abogado que hizo la pantomima de juicio quedarán en el olvido.



Será difícil llegar a ellos, porque los instrumentos legales son deficientes, por ausencia de voluntad del poder político o el simple hastío que puede provocar el haber investigado muchos años, llegando a verdades procesales y materiales cada vez más brutales, algo que podría escuchar Don Isidro, ya que para decir las cosas como son, han sido precisamente los jueces quienes han ido más allá de todas las expectativas que teníamos en 1990 en cuanto sanciones a las violaciones de Derechos Humanos.



Pinochet falleció el domingo 10 de diciembre de 2006 a las 14:15 horas en plena vigencia de la Ley de Amnistía, como si de algún modo la demora, vacilaciones y discusiones estériles tras el fallo de la Corte Interamericana en el caso Almonacid hayan sido la última escapada del dictador. Mirándonos con sorna, el general ( r) se fue en vigencia de dos de los instrumentos legales que le permitieron matar, robar y ordenar hacerlo: la Ley de Amnistía y la Constitución Política de la Republica de 1980 -que con o sin firma del ex Presidente Lagos- es la carta fundamental de la dictadura.



Con la muerte de Pinochet ahora y con la distracción grosera e injustificada de recursos públicos en el caso ChileDeportes, tengo la lamentable sospecha que tanto la recomendación de la Corte Interamericana de Derechos Humanos como el debate y conclusiones que hicieron los familiares de detenidos desaparecidos, abogados de Derechos Humanos y otros que fuimos invitados a reunirnos, con el auspicio de los presidentes de la Concertación, duermen en el escritorio de algún burócrata. Como sugerí en ese momento, aún en vida el dictador y a quienes tuvieron la paciencia de escuchar, era ese el minuto para saldar una cuenta histórica que implicara un «nunca más» potente, no en la medida de lo posible, y que más que sentarse para concordar una respuesta jurídica, era tiempo de salir a las calles e instalar en la agenda que el respeto de los Derechos Humanos es el filtro moral y material de un Estado de Derecho.



La falta de voluntad real para enfrentar aquellos asuntos que nos penan, como viejos fantasmas que no hemos sido capaces de exorcizar, me parece una actitud, incluso, más bestial que la afirmación sobre una ideología de la corrupción formulada por Jorge Schaulsohn, aunque del todo errónea y extraña precisamente por provenir de éste. Conscientes o atrapados por la coyuntura, hemos relativizado, precisamente, aquellas cuestiones que son de la esencia de la Concertación, la más significativa, un «nunca más» integrado en la lógica de cómo nos comportáremos como Nación en adelante. Eso no ha acontecido y de verdad estamos lejos que ocurra.



Para la familia del dictador, sus seguidores y huérfanos vaya de consuelo: Pinochet se fue en la más absoluta tranquilidad de no haber recibido reproche penal por parte de la justicia terrenal y con la más profunda satisfacción que en vida, presenció nuestra incapacidad para demoler el edificio jurídico en que sustentó su poder.



Cuando Pinochet sea sólo un recuerdo lejano, nosotros seguiremos discutiendo si interpretamos, derogamos o anulamos la Ley de Amnistía y los familiares seguirán demandando un nunca más que hoy pasa, precisamente, por anular dicha norma. Por ahora, habrá que esperar que los que se robaron las pelotas de fútbol de los chicos más pobres devuelvan las lucas.



Luis Correa Bluas. Abogado.




  • El contenido vertido en esta columna de opinión es de exclusiva responsabilidad de su autor, y no refleja necesariamente la línea editorial ni postura de El Mostrador.
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