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«Pensé que Anacleto Angelini era mi padre biológico»

Sólo le falta ser alcohólico para completar el mito del escritor outsider. Vive en Valdivia, lejos del «ambiente» que está rendido frente a su primer libro recién a los 50 años, después de haber sido rechazado por las editoriales y ganar todos los concursos posibles, gracias a una imitación genuina, pulida y sin culpas de Raymond Carver. Su carrera tiene los días contados hasta el 2018 y tiene una pistola para darse un tiro antes de convertirse en un viejo de mierda.


Siguiendo su clásica rutina provinciana, justo a las 13:30 el director del colegio Montessori de Valdivia, Marcelo Lillo Espinoza, fue a almorzar a su casa. Cuando volvió una hora después, el auxiliar lo llamó:

-Don Marcelo, justo después que se fue vinieron dos viejitos.

-¿Dos viejitos?- pregunta asombrado Lillo.

-Si, querían saludarlo y le dejaron un mensaje: «Ya es hora», respondió el auxiliar.

-¿Ya es hora?, a ver…  describa a los viejitos.

Apenas oye la descripción, Lillo se da cuenta que los visitantes eran sus padres adoptivos, muertos mucho antes de que ocurriera este episodio. «No cuento nunca estas cosas porque la gente cree que estoy loco», dice. Y en cierta medida lo está. Al día siguiente renunció. Hizo un pacto con su mujer: si no lograba publicar en una editorial importante los cuentos que venía acumulando hace 20 años, se pegaría un tiro. Compró una Colt 45 y se puso a escribir, entre las seis y las ocho de la noche. Dos carillas diarias.

 Química, teatro y castellano

«Son setecientas carillas al año, puedes sacar dos libros de cuentos al año y una novela. No es poco», dice. Si fuera por  volumen, Lillo debería ser hace rato un escritor famoso, pensando ya en teñirse las canas como un superventas cualquiera. Ha ganado más de treinta concursos de cuentos. El primero cuando tenía 19 años. «Fue en el 76′, gané el equivalente a más de un millón de ahora y me compré una máquina Olimpia. Tuve que ir a Osorno porque en Valdivia nadie vendía. Los envidiosos fueron donde el alcalde a decirle que no podía cobrar el premio porque era menor de edad», cuenta. Por cierto que sus padres no eran los dueños del gen literario. El padre murió al año siguiente, sin que Lillo se interesara jamás por saber quienes lo habían dado en adopción. «Cuando murió pensé que Anacleto Angelini era mi padre biológico, pero después supe que no tuvo hijos, igual que yo».

En pleno pinochetismo Lillo  fue actor en una improvisada compañía de teatro. En las funciones repartían empanadas y vino navegado. Era un estudiante de Química en la Universidad Austral. «Pero me encantó el teatro y me cambié.  Había minas que se desnudaban frente tuyo con entera naturalidad. Era gente muy liberal al lado mío, hijo de una familia conservadora», recuerda. En la compañía  conoció a su mujer, quince años más joven. Aprendió que García Márquez no era lo mismo que García Lorca  y que James Joyce era irlandés, no mexicano, y que el apellido no se escribía con doble L.

Nunca le gustó trabajar en equipo y se salió de teatro a la par de que la carrera se cerró. Terminó Pedagogía en Castellano después de haber ganado tres veces seguidas el concurso de cuentos municipal y de pasar  un año entero leyendo acostado a razón de una novela diaria, las que sacaba de la biblioteca pública.

El cebo de los profesores

Como profesor lo querían sus alumnos. Puros rechazados de los colegios caros de Valdivia. Pero no los apoderados y menos los colegas. «Tuve problemas con los profesores, mucha gente mediocre que los días lunes sólo hablan de lo que vieron en televisión el domingo en la noche, que pasan todo el tiempo comiendo, tomando café y quejándose de lo mal pagados que son, de todo ese cebo del profesorado aún no se ha escrito en Chile», dice. Y aclara que esa novela está lista en su cabeza. Igual que «Quinto infierno», el libro que se tratará del ambiente literario valdiviano, donde todos son «puros diletantes, que hablan teorizan y fuman y no publican, sino  imprimen sus libros queriendo que los contraten en la universidad para tener estatus de académicos. Yo me prometí que no iba a ser como esos patanes», cuenta con su acento provinciano marcado por el arrastre de la ch y -como todo escritor que se precie- una tartamudez bajo control.

El profesor de castellano siguió escribiendo, pensando en concursos para ganar y riéndose de la camarilla literaria de la ciudad, entre los que estaba Jorge Ojeda, un tipo que en los años 70 había ganado una mención honrosa en el concurso de cuentos de la revista Paula. «A veces mostraba la revista con el cuento como diciendo ‘este soy yo». Lillo creía que el concurso ya no existía hasta que su mujer llegó con la revista que traía las bases de la versión 1999.

La fama o la vida

Lo ganó con «Hielo», una historia sacada del más profundo Raymond Carver, sobre un hombre y su mujer, que asiste a su madre muerta de cáncer.  Según le contó a todos los que le rodeaban en la comida para celebrar el premio (entre ellos el español Ignacio Echeverría y Rafael Gumucio) antes de escribir el cuento destruyó todo lo que había hecho antes.

Más comida para el mito que se alimenta con retazos de una historia en la  que Lillo después de ganar el premio de cuentos más cool de Chile, en vez de recibir un contrato promisorio y convertirse en parroquiano del Liguria, vuelve a una Niebla que ni siquiera es Valdivia, vende todo para poder comer cuando ya  ha decidido ser escritor full time y  es rechazado por Alfaguara y las otras editoriales grandes. Su rastro se pierde. No tiene correo electrónico y nadie del ambiente literario tiene su celular. Cuando le queda plata para vivir cuatro meses, manda «La Felicidad» a Paula en 2005. Pero no consigue ni siquiera ser finalista. Cuando está pensando en tomar la pistola, recibe una llamada. «En abril de 2006 me llama Carolina Díaz, de la revista, para decirme que había leído mi cuento y que le parecía muy bueno, aunque no fuera seleccionado. Me pide si puede mandárselo a Ignacio  Echeverría a España. Me pregunta como estoy. Le mando el cuento y una carta contándole todos mis padecimientos», recuerda el escritor.

Profeta en España

Dos meses después, mientras corta leña una mañana, lo llama  Echeverría asombrado por los cuentos, dispuesto a conseguirle un editor español y pidiéndole que se haga una cuenta de correo. El mail con la oferta de la editorial Caballo de Troya (filial de Random House Mondadori) llega a principios de 2007. Son 800 dólares por un libro de cuentos. «Me demoré dos semanas en responder y Constantino Bértolo, el director de la editorial, pensó que estaba blufeando y me ofrece mil dólares. Era poco pero acepté». En mayo de 2008 se publica en Madrid «El fumador y otros relatos». Lillo escribe desde los 15 pero publica su primer libro a los 50.

Ignacio Echeverría escribe una columna laudatoria en la Revista de Libros y con ella llega la fama. Entrevistas, notas de tapa y un contrato con Random para seguir publicando. En mayo aparecerá «Gente que baila sola», otra colección de 13 cuentos y el 2010 una novela. «Tenía 68 correos de hueones pidiéndome la receta para publicar en España y yo ni siquiera había visto el libro», dice.

El Círculo de Críticos de Arte, ese mundillo al que siempre ha despreciado, premió a «El Fumador y otros relatos» como el mejor libro del año. Aunque su carrera tiene fecha límite: el 2018, después de escribir 50 cuentos, y tres novelas, ni una más ni una menos. La pistola la va a usar cuando empiece a ponerse viejo.

 

 

 

 

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