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Tomás Thayer: Un pasajero a la India

Desde hace un buen tiempo que Thayer se dedica a cultivar la música clásica de la India, pero recién comienza a hablar de lo que hace. En diciembre lanzó su primer disco, La música del bambú, ayer participó en el recital Música del mundo, y el 29 de enero estará en la Avenida Perú, ciclo Bordemar.


En muchísimos pueblos del mundo la música y lo divino van de la mano. En India, por ejemplo, las ragas (escalas) se relacionan con ciertas divinidades. Lo mismo sucede en Africa, en la macumba y el candomblé, difundidos en carnavales y festejos del Brasil. Y aunque algo de esto se integró a la música criolla, en el camino a la India aún falta un buen trecho para llegar.




Tal vez acá la asimilación es más lenta por esa notable diferencia que tiene el sentido de hacer música. En oriente se asocia a una experiencia interna y no a un espectáculo lejano. Además, para ellos el sonido es la divinidad misma, y sólo para ilustrar, Prayapati, el dios vedista de la Creación, es él mismo himno y canción y los ritmos son sus miembros, es decir, son los miembros del dios que ha creado el mundo. Para ellos los siete patriarcas de la humanidad fueron ritmos. Para nosotros hasta el más religioso de los cantos sólo se refiere a Dios, pero jamás de los jamases es el Ser Superior.



En el esfuerzo por abrir la conciencia George Harrison se viene a la memoria como uno de los caudillos que redescubrió el sentido musical de la India, a través de la cítar de Ravi Shankar, a mediados de los años ’60, en un gesto casi paralelo a su inmersión en la religiosidad hindú, particularmente a través del culto Hare Krishna. En él tanto la proximidad a la meditación trascendental del camino señalado por el Maharishi Mahesh Yogi, como sus constantes viajes a la India determinaron el sentido y contenido de sus creaciones, las que de alguna manera acortaron la distancia en la ruta a India.



Su creencia y deseo de proximidad a Dios no fueron misterio para nadie, y no faltaron los ojos recelosos que sospecharon de las convicciones del ex Beatle, pero él mantuvo su fe hasta el final, incluso cuentan que sus últimas palabras fueron: «Love each other…».



Antes de su desaparición otros siguieron sus pasos, como Tomás Thayer, un músico criollo que comenzó a trabajar hace tiempo pero recién saca la voz. Su primer trabajo salió editado en diciembre pasado bajo el nombre de La música del bambú, un disco que presenta al bansuri y mezcla instrumentos étnicos y clásicos, en una línea más cercana a arte de la India que al de estos láres.



Thayer no es ningún aficionado en música. Primero estudió en el conservatorio, flauta traversa, y luego se interesó por el estilo clásico de la India. Pero fue muchos después cuando recibió un bansuri de las manos de Gurbachan Singh Sachdev maestro de este instrumento, que -según dicen- nace cuando los insectos hacían agujeros en el bambú para comerlo, y el viento soplaba a través de ellos, entonces, se produjo un sonido hermoso y al hombre se le ocurrió la idea de hacer una flauta de bambú.



El regalo de Sachdev pudo quedar en un gesto de amistad, pero Thayer aprovechó tal suerte, exploró sus posibilidades y abrió, sin darse cuenta, un nuevo camino en la ruta de colores que tejen la trama sonora actual. Así el bansuri se suma a otras piezas que comienzan a ser más conocidas en las huestes sonoras del país, como udhú (Africa) y el didgeridoo (de Australia).



Y precisamente en el disco de Thayer hay un buen ejemplo de la unión de estos instrumentos con otros de la tradición clásico romántica europea, como el piano. El resultado es una experiencia musical delicada, mucho más que un producto bien ejecutado.




El vínculo espiritualidad-música subyace en la propuesta de Thayer, quien en un peculiar modo de buscar salidas para llegar a la India regresa a la música nativa a la ruta ancestral, que la conectaba con el Ser Superior.



Hoy Thayer y Pedro, alumno de composición de Cirilo Vila y maestro en las tablas, son dos de los genuinos seguidores de las tradiciones de oriente. Ambos estudiosos de la música clásica romántica siguen la huella que inició Millapol Gajardo, el antecesor natural de esta tradición en Chile.



Millapol Gajardo llegó de la India cargado de saber y formó tiempo atrás el grupo Industaní, un conglomerado que sembró estas artes por los años ’80. Gajardo, además, es uno de los pocos profesores serios de tablas y bansuri del país. Al mismo tiempo Merly Donoso daba algunos recitales de tablas, inoculando el veneno entre las voces de los ochenta, pero nada de esto superaba a las minorías.



El estilo de oriente en tierra sudamericana comenzó a hacerse masivo a fines de los ’90, tal vez cuado en noviembre en 1995 y Sachdev (bansuri), Sanjay Bhadoriya (tabla), Tomás Thayer y Marcelo Joui (drones) se unían en una de las primeras experiencias de fusión de ejecutantes de la India y América Latina.




Luego vinieron nuevos encuentros, en Valparaíso y la antológica presentación en el Aula Magna Centro de Extensión UC, cuando Sanjay Bhadoriya (tabla), Tomás Thayer (armonio) y Pedro Alvarez (Tali) arrasaron en un auditorio atiborrado.



Así y así, en el camino de la búsqueda y el aprendizaje los contribuyentes del arte abren el portal a zonas lejanas, exóticas, excéntricas y sin partir de Latinoamérica. Y si en la ruta se han encontrado con algunos impostores, también ellos, los que con una clase se sienten maestros, han dado un aporte al descubrimiento de otras formas de entender la música.




"La comprensión del lenguaje de la música de la India no es sencilla; es una forma diferente de entender la experiencia sonora que involucra algo más que tirarse en el pasto, sentarse en el suelo,y "tirar notas" o percutir una citar o una tabla. En el medio musical se habla de corrupción cuando hablas de los practicates de la música india que no tienen comprensión de lo que hacen", explicó Thayer.



SIGUE:



Un riguroso aprendiz del sonido del bambú

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