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Crónicas cínicas XLII

(Desde La Habana) Gordo querido:


Me preocupa tu estado de ánimo compadre, no sabes cuánto me apena que te sientas abandonado por Laura. Pero así son las cosas del amor, Guatón querido. Siempre cambiantes, siempre volubles, siempre inquietantes. Pero me imagino que nada de lo que yo pueda decirte va a colmar la nostalgia que seguramente te invade. Así es que haré como si nada hubiera sucedido y seguiré con mis historias cubanas, que a lo mejor, uno nunca sabe, te levantan el ánimo.



Ya me estoy acostumbrando a vivir en este internado, conviviendo con gente de muchos países, sobre todo españolas y brasileñas -cáchate el femenino- la verdad es que hay caleta de mujeres -y no es para sacar pica, compañero- pero parece que este cuento de hacer cine las chicas se lo compran más que los hombres.



Estamos aprendiendo cosas con un profe francés, mas gordo que tú. Nos enseña ejercicios divertidos. Imagínate que el otro día nos mando a un pueblito cercano a recoger historias para hacer un guión. ¿Quieres que te cuente la historia que conseguí? Como no puedes contestar, te la voy a contar igual. Es totalmente verídica, ahí va:



¡La Historia de cómo se jodió Conchita!



La otra tarde me detuve por falta de paraguas y con la intención de protegerme de una pequeña tormenta eléctrica, en la entrada del cine de San Antonio de los Baños, pequeño pueblito a unos treinta kilómetros de la Habana.



Detrás de un viejo escritorio, tres personas esperaban a la gente que de tanto en tanto venía a devolver y llevar videos en arriendo. Al poco de estar ahí supe que el cine estaba cerrado, que se les había caído el techo hacía seis meses, que no podían repararlo por falta de andamios que dieran la altura y que los tres eran trabajadores del cine. Conchita y el otro dependiente, eran acomodadores, el tercero, era el proyeccionista.



Conchita, una mujer enjuta, de largas piernas dañadas, de sonrisa suave y hablar pausado, me contó así su vida.



Faustino Fernández Gracia, campesino semi-analfabeto, emigró de polizonte, en 1885, del Ferrol a Cuba, en un barco con pertrechos militares. Tenía 20 años y todas las ganas del mundo de componer su vida. Había salido de su pueblo aburrido del mal trato, la hambruna y la falta de horizontes. En el Nuevo Mundo pensaba que podría partir de cero, conseguir respeto, una posición social y una familia. Para lograr este objetivo, estaba dispuesto a deslomarse trabajando.



Con la ayuda de un paisano que conoció el día de su llegada pudo, al poco tiempo, alquilar un burro, comprar un poco de mercadería y recorrer los campos alrededor de La Habana vendiendo a crédito vituallas y cacerolas a los guajiros y propietarios pobres. Ordenadamente, guardó lo que ganaba. También cultivó su mente, aprovechando las largas caminatas para leer todo lo que caía en sus manos, desde manuales de medicina a novelas ejemplares.



A los pocos años ya era dueño de una vasta cultura y de varias caballerías de buena tierra en los alrededores de San Antonio de los Baños, donde se instaló a prosperar y echar raíces.



Dejó pasar los años aumentando sus tierras y fortuna, hasta llegar a ser en los años veinte, el segundo hombre más rico de la región.



Don Fermín se construyó una casa en 1895. Ese mismo año se caso con Iraida Barreras, una joven de Pinar del Río. El primer hijo nació en 1898, y el segundo, el padre de Conchita, en 1901.



Según Conchita, esta es la historia del fundador de su familia, me la contó este viernes en el atrio del cine de San Antonio, mientras mirábamos caer la lluvia de la tarde en un día de verano tropical. El cielo se había cubierto de arreboles y, mirándolos, Conchita continuó sus recuerdos a pesar de que la lluvia había cesado y yo no tenía razones para no continuar mi camino. Pero como no tenía a dónde ir y la historia de esa vida me pareció fascinante, seguí sentado junto a ella oyéndola hablar.



Había nacido el año 44 y era la última de cuatro hermanos. Sus padres llevaban 21 años de casados cuando ella nació, sus otros hermanos le llevaban el que menos, 16 años de diferencia. Su padre había trabajado las haciendas del abuelo desde muy joven, un poco disminuidas después de la gran crisis del 29, pero suficientes para darle a la familia buen sustento y prestigio social.



A los cinco años la mandaron, como lo habían hecho con su hermana mayor, al colegio de las monjas del Perpetuo Socorro, donde adquirió una sólida formación religiosa y un sentido de clase que nunca la abandonó. Su infancia fue plácida, deambulando por los patios olorosos de la casa de su padre. En 1941, para tener más espacio con su prole y para no compartir la casa con su hermano mayor, su padre construyó otra casa justo al lado de la vieja casona del abuelo Fermín -hoy el Museo del Humor-.



La adolescencia de Conchita fue tan casta y apacible como su infancia. Iba a las matinés del cine donde ahora estábamos conversando, visitaba la confitería, (hoy un edificio en ruinas frente al cine), donde acudía a tomar helados con sus compañeras de colegio y escuchar las historias de noviazgos ajenos y los excitados comentarios de los preparativos de las chicas para las grandes fiestas de sociedad celebradas en el Club de Artesanos.



En Navidad, desde que cumplió diez años, tomaba con su madre y su hermana el ferry para ir de compras a Miami.



A los catorce años las cosas cambiaron. El año nuevo del 59, cuando ella y su familia se aprestaban a celebrar otro año de felicidad familiar, supieron la noticia de que el gobierno, que nunca los había molestado, estaba ahora en manos de un grupo de rebeldes que hacía un tiempo luchaban en las montañas y que habían derrocado a Batista.



Al principio todo pareció igual, no hubo muchos cambios en la rutina del pueblo, pero poco a poco su mundo empezó a derrumbarse. Muchas de sus amigas se fueron a Miami y no volvieron nunca más. Después de las vacaciones las monjas volvieron a España cerrando el colegio para siempre. Gente extraña vestida de verde oliva llegó al pueblo remplazando a los ediles amigos de su papá, por campesinos y trabajadores ignorantes.



Su padre y hermanos seguían cultivando la tierra, pero sus rostros preocupados y los llantos de su madre daban indicios claros de que las cosas no andaban bien.



Los años pasaron sin cataclismos mayores, con el tiempo su familia se acostumbró al poder popular, a la libreta y a las fiestas del 26 de julio. Cuando Conchita cumplió los 18 años, le confesó a su padre que quería estudiar para maestra. Él, complacido la abrazó, le dijo que era una buena chica y que si necesitaba su apoyo se lo daría, aunque ya no tenía lo de antes, pero ahora por suerte, el Estado permitía a la gente valiosa estudiar gratis.



Con su certificado de estudios en la mano, viajó a La Habana para apuntarse en los exámenes de admisión a la Escuela Normal. Quería ser maestra de matemáticas.



Mientras hacía la cola para informarse, una chica de rostro sonriente le indicó igual que a los otros, que debía demostrar su compromiso con el nuevo proceso firmando un documento de adhesión a la nueva Cuba. Conchita sin vacilar tomó el papel que la chica le ofrecía y casi sin mirarlo estuvo presta a poner su firma, pero cuando buscaba un lápiz en la cartera, una palabra del documento le llamo la atención: la palabra "católica" se destacaba nítida sobre las frases y párrafos. Leyó con cuidado lo que se decía y cuando lo comprendió, se le detuvo el corazón y el alma se le vino al suelo. El documento daba por entendido que los jóvenes revolucionarios no eran católicos. Afirmar eso en su caso, sería no solo un perjurio, sino una traición a su fe, algo que no estaba dispuesta a aceptar.



Y así fue como se jodió Conchita, que por beata, provinciana y desubicada en vez de maestra, fue mecanógrafa.



A los 21 años murió su padre. A pesar de todo, su tío y hermano siguieron trabajando las pocas tierras de la familia. Ella trabajó 20 años en su pueblo natal, en una oficina de abastecimientos, como ayudante contable. Cuando bordeaba los cuarenta, se caso con Osmán, un señor asmático y solitario, varios años mayor, que la acompañó cuatro años y luego partió a su tierra en busca de un nuevo empleo. De él no ha sabido más.



En los últimos 17 años ha sido acomodadora en la luneta del cine local y su única preocupación, amén de cambiar las pilas de su linterna, es ver pasar los días viendo envejecer a los vecinos con los que se crió.



Todavía vive con su hermana mayor, en la casa donde nació.



– ¿Te gustó Guatón?

Bueno, a partir de esta historia tengo que hacer un guión pa un corto.



Pero no creas que no he visto pelis, he visto cantidades en vídeo.



Hay una de la que te quiero hablar, se llama La Cruz del Sur. La estrenaron acá en la Escuela y conocí al realizador, Pablo Reyero, un argentino grandote y simpático que viene del documental, esta es su primera ficción. Con esta peli se ganó el premio al mejor director joven en Cannes. Tuve una conversa re buena con él y me aclaró varios mitos que circulan sobre el cine argentino.



La peli se trata de los últimos días de una pequeña banda de marginales en la costa atlántica argentina. Es una película dura, sobre una realidad súper ficcionada, y no tiene mucho que ver con otras películas argentinas que te he comentado y que son más realistas, en la onda de lo poético de lo cotidiano. No te hablo mucho de pelis, Guatón, porque estoy metido hasta el cogote en ellas, todo el día y a toda hora hablan de películas. Así que preferí contarte una historia pa hacer pelis ¿Ya? pero en llegando te comento de todo lo que vi acá.



¡Chao Guatón! ¡Nos vemos la próxima semana en Santiago, ahí te cuento más!

Respuesta:



Negro, no has mandado muchos mails, ¿ah? supongo que es porque estas barseando pesado. Lo de la Laura fue solo un ataque de pánico. Todo bien. Cuéntate una, porque acá no pasa mucho.



Beso.
G.





* Luis Mora, realizador, comentarista y profesor de cine.
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