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La pequeña serenata nocturna de Norah Jones

Lo suyo, claro, es el jazz. O el blues tamizado a través de Eric Clapton o Jerry Lee Morton. No le pidan entonces rocanrol, porque claramente estarán orinando fuera del tarro. Norah no es Courtney Love ni lo quiere ser. Es sólo una blusera de corazón.


Noche fresca en Santiago. Ideal para el clima que es capaz de crear un pequeño duende de sexo femenino y voz cálida que se asoma al escenario del Parque Bicentenario, entre tímida y buena onda. Se sienta al piano y comienza a desgranar un repertorio que de por sí no es muy amplio, pero que sirve para encantar a sus fans que pagaron 20 mil pesos o más por el privilegio de escucharla.



Norah Jones es pequeña, morena y de labios sensuales. Y juega a coquetear con el respetable diciendo buenas noches en castellano o subrayando que se llama «Jones» (pronúnciese con jota y no con ye). Viene de México, y sabe que es el primer concierto que se ofrece en ese lugar y le llama la atención el público tan quiet y expectable. Se larga entonces con su grupo, la Handsome Band, y arranca en tono de blues, y rythm and blues, recorriendo la seguidilla de hits que constituyen la breve carrera de esta chica de apenas 25 años que sólo acumula dos larga duración en su currículum: Feels like home (2001) y Come away with me (2002).



Todo el mundo sabe que es hija de Ravi Shankar, el músico indio que develó a Los Beatles los misterios del sitar, y de una estadounidense más bien desconocida que le heredó su apellido y el gusto por los compases y las melodías de la América profunda, esa que todavía combina el sentimiento de los negro spirituals con las alegres armonías de la música country.



La Handsome la acompaña con ganas, y se escucha una entusiasta versión de Creepin’In, el tema que alguna vez Norah entonó a coro con Dolly Parton en Nashville. También Turn me on, la balada de John Loudermilk, que la muchacha ataviada con un sencillo blue jean y una facha de entrecasa aprendió a balbucear a partir de la versión de Nina Simone.



Lo suyo, claro, es el jazz. O el blues tamizado a través de Eric Clapton o Jerry Lee Morton. No le piden entonces rocanrol, porque claramente estarán orinando fuera del tarro. Norah no es Courtney Love ni lo quiere ser. Es sólo una blusera de corazón que ha confesado mil veces que alucinó escuchando a Billie Holiday, la famosa Lady Blues.



No es más que eso. Ni tampoco mucho menos. Por eso despuès de brillar en México y su paso por Santiago seguirá su tour sudamericano por el Luna Park de Buenos Aires y Sao Paulo, Belo Horizonte, Porto Alegre y Río, para luego dar un salto a Singapur, en marzo próximo.



Por eso ni grita ni se desgañita cuando canta Nightingale o Don’t know why. Porque no hace falta hacerlo. Ella crea atmósferas de piano bar, de humo espeso y bourbon y juegos equívocos. Se siente respaldada por Adam Levy, en guitarra; Robbie Mc Intosh (brillante), también en cuerdas; Lee Alexander, su novio, en el bajo; los coros de Daru Oda y la batería de Andrew Borger. Tan segura como para rematar con Las Vegas, una ciudad que asusta (scare city), mientras todo el mundo pide replay y el público del concierto se desconcentra en una noche con aroma a ABC 1.


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