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El Almodóvar menos epidérmico y más hiriente resurge en «La piel que habito»

Rodeado de su vieja guardia, Antonio Banderas y Marisa Paredes, subiendo a la primera división a una radiante y dúctil Elena Anaya, y abriéndose a nuevos fichajes como Roberto Álamo, Blanca Suárez y Jan Cornet, Almodóvar recorre la piel de lagarto que enfría al hombre y la atraviesa con su bisturí genial para reivindicar de manera quirúrgica las entrañas.


Asentado en el prodigio estético, hacía muchos años que Pedro Almodóvar no filmaba con tanto acierto los pormenores del alma como en «La piel que habito», cinta que toma como prisma la crueldad mental para reflexionar violentamente sobre una contemporaneidad enferma y sin escrúpulos.

¿Quién le iba a decir a Pedro Almodóvar, siempre visionario, que acabaría abominando del progreso? Rotos ya tantos tabúes (y tantos abrazos), el genio manchego ha tardado en encontrar la rendija por la que volver a tomarle el pulso a una provocación que encuentra no en sus habituales caminos de pasión, sino en los de la bioética.

Rodeado de su vieja guardia, Antonio Banderas y Marisa Paredes, subiendo a la primera división a una radiante y dúctil Elena Anaya, y abriéndose a nuevos fichajes como Roberto Álamo, Blanca Suárez y Jan Cornet, Almodóvar recorre la piel de lagarto que enfría al hombre y la atraviesa con su bisturí genial para reivindicar de manera quirúrgica las entrañas.

Apostando por el desenfreno argumental de una venganza barroca y perversa pero atando en corto el desvarío, criogenizándolo y acercándolo al microscopio, el ganador de dos premios Óscar abre, sin pudor y ajeno al riesgo, los salones más oscuros de una mente laberíntica como la suya. Y en ellos encuentra reflexiones de un calado importantísimo.

El arte -desde Louis Bourgeois a Alice Munro- como tabla de salvación o la imperfección del sentimiento como arma de desestabilización de la supremacía aséptica de la ciencia. La identidad, el viaje íntimo, como pasaporte a la supervivencia, como el arma más potente del ser humano y refugio último de su devaluada humanidad.

Almodóvar, que nunca había recurrido al «thriller», dosifica no solo los misterios de su enrevesada trama, sino los matices, los giros de una reflexión impactante sobre lo contemporáneo, cuyas libertades mal entendidas se convirtieron en un aparato tan opresor como los antiguos vetos.

Así, se produce el salto definitivo desde esa sociedad colorista y ruidosa como burla a los fantasmas de un régimen dictatorial de los inicios de su carrera a esta denuncia de las perversiones a cal y canto que, entre susurrada y vociferada, acarician y abofetean «La piel que habito».

Abonado a la contradicción y a los extremos que se tocan, Almodóvar vuelve a jugar al juego del amo dominado y llena al villano de una vulnerabilidad y un desamparo que demuestran que, por un lado, ni siquiera los verdugos vencen, sino que sufren. Y, sobre todo, generan una malsana compasión.

Para ello, se sirve de un Banderas impecable y sometido al hieratismo y de una Anaya con la que culmina su proceso que inició con Penélope Cruz: el de filmar a su musa como si fuera una auténtica obra de arte en sí misma.

Con más justificación argumental que nunca, su cámara recorre con ojo morboso cada centímetro de esa piel perfecta creada por las maravillas digitales e iluminada por un dios de la luz como José Luis Alcaine, que sirve de contraste para una mirada que esconde muchas más capas y que la actriz maneja con una madurez inesperada.

Y es que la madurez es, en realidad, el factor común de «La piel que habito», película que, en el simbólico número 18 de la filmografía de su autor, alcanza cotas adultas sublimes hasta dejar en evidencia a toda una época que ha tomado un rumbo pusilánime hacia el éxito y la perfección.

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