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«La soga de los muertos»: demasiadas cosas y ninguna

Miguel Wolter
Por : Miguel Wolter Licenciado en Literatura UDP
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Tal vez lo más meritorio de la novela es que entre saltos de una historia a otra, Antonio Díaz Oliva logra construir la visión de una ciudad noventera, con resabios de miedo social latente, aún cuando ella no termina de encajar en la imagen global del libro. Quizás la brevedad de la narración y la mezcla de temas y años confunden al lector.


Demasiadas cosas y ninguna. Casi vacío. Eso es, al final, la novela La soga de los muertos, (Antonio Díaz Oliva, Alfaguara 2011). Un niño escribe un diario que prefiere sea una bitácora. Un padre deja notas con poemas como si fueran claves secretas. En medio, un grupo inicia una campaña para promover la candidatura de Nicanor Parra al premio Nóbel de Literatura, hablando de literatura, de escritores, de poemas recitados en casonas clandestinas. Un alucinado Alan Ginsberg visita Chile en busca de experiencias sicodélicas con el chamico. A veces la lluvia de eventos suena interesante, pero en la narración se diluye y la promesa se convierte en una extraña sensación de ausencia.

Antonio Díaz trabajó su libro desde la convergencia de hechos aparentemente anecdóticos, en  una historia sin grandes sobresaltos ni giros, entrelazando historias pequeñas para darle un rumbo a la narración. La escritura es breve, libre de redundancias y de capítulos ágiles y cortos (demasiado a veces), en la que el escritor nos presenta episodios que parecen desconectados, y requieren de lectura atenta para captar los detalles que los unen. Pero es una ingeniería asociativa que resulta carente de emoción.

El niño cuenta su vida familiar y escolar, la visión de unos cuadros que ve en una casa a través de una ventana desde el bus que lo lleva a clases  todas las mañanas, y que luego reproduce en sus clases, la relación con su profesora de arte y los alumnos nuevos que llegan a su lugar de estudio. En un entresijo de este relato, el autor nos acerca a un grupo de personas que pretende impulsar la candidatura de Parra al Nóbel, con un esfuerzo disparatado y estéril de rayados de paredes, panfletos, inserciones en libros de bibliotecas. Fuera de unas reuniones vinosas en calle Concha y Toro, los llamados PARRA (iniciales de cada uno de los integrantes que, coincidentemente, forman el apellido del poeta) no producen nada más y se disuelven en la inoperancia.

Tal vez lo más meritorio de la novela es que entre saltos de una historia a otra, Díaz logra construir la visión de una ciudad noventera, con resabios de miedo social latente, aún cuando ella no termina de encajar en la imagen global del libro. Quizás la brevedad de la narración y la  mezcla de  temas y años  confunden al lector.

La relación del padre fan de Parra (casi un groupie rockero del poeta) con su hijo se explica en  las pinturas y la casualidad. Los años han pasado y el niño, ahora joven, se topa con su padre en una salida nocturna que lo ha llevado a la casona, viejo cuartel de una causa venida a menos, como preámbulo del fin de la década. En el recuento de eventos descubre al autor de los misterioso cuadros que veía desde la micro, comprende la esencia de la casona, su casi expulsión del colegio por culpa de los recién llegados y todo lo que configuró el relato íntimo de su bitácora. Fin.

Cuando se termina de leer La soga de los muertos queda la sensación de que algo faltó, que la sucesión de eventos y la historia quedan flotando en el aire, sin algo consistente que ancle de manera sólida la comprensión y lectura global.  El final, desde el chamico hasta el ayahuasca o liana del muerto como la llaman en la selva peruana, podría considerarse un buen cierre en la medida que explica el título del libro, pero aún así, se mantiene la sombra de la levedad.

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