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El detective Huerta está de vuelta: “Entre lutos y desiertos”, la nueva novela de Hernández

Hernández consigue con Entre lutos y desiertos que su detective gane profundidad, mucha más calle, pero sobre todo decepciones y angustias. La lucha, parece decir Huerta, está perdida de antemano: que importa una piscola más.


El retirado Gustavo Huerta se encuentra en el norte del país, ahí se ha dedicado al tráfico minorista de drogas. Vive con su pareja Francisca, que las hace de activista en una ONG que lucha contra el trasunto de Barrick y su emblema Pascua-Lama, una minera multinacional que explota y destruye, dejando despojos y miseria. Huerta vuelve de una jarana cuando no encuentra en casa a su mujer, y en el trabajo de hallarla vuelve al ruedo conjugando ecologismo, piscolas y pasta base.

Hernández trae de vuelta al detective luego de su presentación en Colonia de Perros en 2010, recalcando el carácter patibulario de éste. El tiempo que Huerta leía o mentaba a filósofos presocráticos ha pasado, invirtiéndolo en pegarse de vez en cuando unos pipazos de pasta base y emborracharse queriendo esclarecer el rompecabezas que apenas vislumbra. Pero en cambio, su vocación misántropa se ve pulida por los personajes que en esta ocasión le ayudan, el antiguo guerrillero y la eco-activista. Cuento aparte es la cáfila de pinganillas que le rodean queriendo salvar el día con algún favor cuyo pago sea en cogollos, cual moscas alrededor del basural. Aunque sobre la misma, desprecia abiertamente la labor que su novia realizara y lo que la lucha social signifique o pudiese obtener —justo saliendo de las marchas estudiantiles de 2011.

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Lo que quizás ha provocado la distancia que los separaba incluso antes de su desaparición. ¿Qué hace un tipo de la estofa de Huerta emparejado, haciendo una vida familiar, trabajando en jornadas siempre iguales unas a otras? En definitiva, ¿qué fue del detective citadino que se amanecía en su oficina con resacas cada vez peores, que recorría los bajos fondos en busca de pistas o testigos, que elucubraba chamullando con Heráclito? Sigue ahí en definitiva, bajo una capa de aburrimiento rutinario, de incluso más desencanto de algo de herrumbre en esa mente que incluso contusa por el alcohol sabía engranar y deducir sucesos en un dos por tres.

En esta ocasión las motivaciones de Huerta no son económicas, no hay un pago prometido ni una sensual cliente que le motive, está su pareja con la cual hace rato poco y nada pasa y esto lo hace vulnerable. Hernández utiliza la culpa del ex detective como un motor que le apura sus movimientos, culpa por no saber ni una pizca de los intereses ni movimientos de Francisca, de haberse ambos alejado sin que les importase mucho. Se sabe que el detective del noir clásico necesita un buen ‘por qué’ para sus aventuras, y si en la anterior entrega era la inminencia de quedar en la calle, esta vez es escarbar el desierto sin saber muy bien para qué se hace, dudando cada paso enfrentado a una trama nebulosa y casi inaprensible de corrupción, lobby y criminalidad encubierta de intersticio legal. Hernández consigue llevar el relato de manera fluida incluso a pesar del posible enredo burocrático, de idas y vueltas que importa en alguna parte el conflicto.

Si en Colonia Huerta recorría el Santiago malevo para constatar el pulcro trabajo de la decadencia social, ahora en Copiapó tiene que luchar contra molinos que hasta hace poco él les negaba importancia alguna, cuestionando las prioridades y escala de compromiso de lo que otros consideran causas justas o dignas de ser luchadas. Pero también, haciéndose cargo conscientemente del hoyo que se ha cavado y la desidia con que ha tratado a su vida.

Las barrabasadas de Huerta son los momentos en que la pluma de Hernández parece mejor describirlo, el pinpón rabioso entre su mente por un lado y sus manos por el otro enrolando un pito, entre el trabajo detectivesco y sus ganas de diluirse en pisco.

En estas dicotomías Hernández es ducho, maneja el tiempo en que las revelaciones han de emerger a la vez que dosifica al lector lo preciso para que siga siendo guiado; lo mismo para la tensión y suspenso entre que deja como migajas y que el lector engulle a medida que avanza, y la progresiva desintegración de Huerta, de sus intereses y de la vida tal como hasta ese momento la había conocido.

Lo que ocurre con toda buena novela negra ha de ser posible pensar en un sentido fractálico: si ese ladrillo de páginas puede ser extrapolado a la sociedad en su conjunto, entonces el espejo negro ha funcionado, y si incluso ese personaje —en la antípoda de la bondad (de la cual todo lector cree participar)— acepta la carga de una que otra roca que le asignemos, entonces Huerta no es tan pérfido ni el lector tan puro. Hernández consigue con Entre lutos y desiertos que su detective gane profundidad, mucha más calle, pero sobre todo decepciones y angustias. La lucha, parece decir Huerta, está perdida de antemano: que importa una piscola más.

Tajamar Editores
284 páginas
ISBN: 9789569043994

  • El contenido vertido en esta columna de opinión es de exclusiva responsabilidad de su autor, y no refleja necesariamente la línea editorial ni postura de El Mostrador.
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