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“El efecto”: ¿De qué hablamos cuando hablamos de amor? Crítica teatral

“El efecto”: ¿De qué hablamos cuando hablamos de amor?

Es una apuesta arriesgada porque “El efecto” tiene un texto poderoso, ágil y de diálogos afilados y coloquiales sin ser ramplones, lo que podría jugar en contra por la aparente “frialdad” del diseño escenográfico. Nada de eso pasa y el montaje conjuga de manera admirable una idea y su representación.


De entrada, sorprende el aplomo con que la directora Ana López Montaner organiza su puesta en escena: un escenario simulando un ambiente clínico de amplios espacios vacíos, de diseño simétrico y uso de biombos como elementos no sólo de separación sino que narrativos -potenciando el espacio off-, y una pantalla con visuales minimalistas y abstractas.

Es una apuesta arriesgada porque “El efecto” tiene un texto poderoso, ágil y de diálogos afilados y coloquiales sin ser ramplones, lo que podría jugar en contra por la aparente “frialdad” del diseño escenográfico. Nada de eso pasa y el montaje conjuga de manera admirable una idea y su representación. La idea es que el amor, o más bien el “proceso de enamorarse”, puede ser visto como parte de un proceso químico manejado por medicamentos, y por tanto ilusorio, mientras que la representación juega a desmontar nuestra percepción a través de un distanciamiento de la identificación realista con el espectador.

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Al medio está un muy afiatado elenco, donde la pareja joven (Alejandra Díaz y Emilio Edwards) trasluce una potentísima química en miradas, frases y movimientos, secundada por el solvente tándem de Ximena Carrera (la doctora) y su superior (Alejandro Castillo), quienes van creciendo en complejidad e intensidad dramática.

La obra escrita por la joven dramaturga británica Lucy Prebble (1981), se estrenó en su país en el National Theater de Londres y luego tuvo una comentada pasada en el off Broadway. Su planteamiento  es provocador y nos muestra a estos dos jóvenes llegando a la treintena y con orígenes muy diversos: Coni, una estudiante de sicología relacionada no de manera feliz con un tipo mayor, y Tristán, un aventurero y algo cínico tipo poco apegado a las responsabilidades, quienes se someten a un experimento médico para testear el uso de un nuevo antidepresivo. El ensayo clínico comprende cuatro semanas sin beber alcohol, fumar y por cierto, involucrarse afectivamente.

El riguroso control del experimento, llevado a cabo por una doctora fría y concentrada, revela que esta exigencia no es casual: una alteración de las normas podría generar un cambio desastroso. El elemento provocador es el aumento de los niveles de dopamina, el neurotransmisor que genera una excitación nerviosa parecida al acto de enamorarse, lo que rompe el delicado equilibrio clínico.

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Con un ritmo trepidante, el montaje va insinuando que a medida que esta pareja comienza a sentir atracción mutua, la zona gris entre un sentimiento genuino y un proceso artificial no es nunca del todo claro. Resulta provocador que el sentimiento más universal y del cual las artes han escrito toneladas de páginas y obras a lo largo de la historia, sea puesta en duda en sus cimientos más primarios. ¿Lo que llamamos amor es un entusiasmo pasajero? ¿Estamos condicionados eléctricamente por nuestro cerebro para sentirnos enamorados o es un efecto secundario de un medicamento? Las interrogantes se presentan de manera ágil mientras  los jóvenes se someten al experimento y somos testigos de su transformación.

A su vez, la historia presentada sobre la pareja de siquiatras, nos revela una antigua relación que se intuye no terminó bien y que en determinado momento aflora como un factor dramático importante. En este punto, el montaje adquiere una capacidad de reflexión mayor al presentar lo difuso que pueden ser los límites de la neurociencia y el origen de lo que llamamos depresión al poner en cuestión si se trata de una enfermedad que debe tratarse con medicamentos o es la reacción natural de nuestro cerebro a factores externos (por lo que sería tratada como cualquier dolencia desprovista del rótulo de “enfermedad mental” que cargan quienes la sufren).

Lo que pueden ser un tema árido y hasta ajeno para un espectador común, el texto de Prebble (traducido por Cristóbal Pizarro Schkolnik) en manos de la directora Ana López Montaner, se convierte en un ejercicio de síntesis muy bien pensado y mejor ejecutado desde sus elementos escenográficos: el uso de visuales siempre apoya discretamente y nunca prevalece y le otorga un componente conceptual, al igual que la música. Pero por sobre todo, el uso del espacio como una zona de transformación que no altera su estética, empuja al público a trabajar activamente en su interpretación, un logro que pocas veces funciona a cabalidad en teatristas jóvenes.

En el elenco, muy bien balanceado en su dualidad entre la energía y pasión joven, y la desconfianza y distancia de adultos ya “experimentados”, sobresale Ximena Carrera como la siquiatra mecánica y distante que va mostrando complejidad a medida que los elementos se salen de control, en un destacable ejercicio de contención dramática.

Quizás las reflexiones en torno al enamoramiento por una parte y la naturaleza y origen de la depresión por otra, no logren las mismas cotas de profundidad y fluidez y se vea un todo algo desigual, así como cierto simplismo para abordar ciertas decisiones en el desenlace, pero en su conjunto “El efecto” es un sólido montaje que sortea con gracia y agilidad la ambigüedad vital que mueve sus preguntas iniciales: ¿Es el amor un sentimiento real tal y como lo conocemos? ¿Es la siquiatría útil para combatir la depresión?

  • El contenido vertido en esta columna de opinión es de exclusiva responsabilidad de su autor, y no refleja necesariamente la línea editorial ni postura de El Mostrador.
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