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Brexit como síntoma 1: la globalización imperfecta Opinión

Brexit como síntoma 1: la globalización imperfecta

Guillermo Larraín
Por : Guillermo Larraín Economista, Facultad de Economía y Negocios Universidad de Chile
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La tensión sobre los mercados desarrollados continuará y la reacción de políticos tan distintos como Trump, Le Pen, Grillo, Sanders o Corbyn tiene que ver con esta tensión. ¿Es todo un problema de brechas salariales? No. Primero, la contraparte de los mayores salarios en los países de destino de inversiones son menores salarios y mayor retorno a los accionistas en los países de origen. La desigualdad ha crecido en Europa y EE.UU. y es un tema político mayor. Segunda, las instituciones se están resintiendo por la competencia tributaria entre países. El Estado de Bienestar, la democracia representativa, las garantías constitucionales básicas –igualdad ante la ley, libertad de asociación, de palabra y movimiento– tienen un precio y ese precio se paga con impuestos. Todo lo demás constante, esta tensión es inconsistente con la sustentabilidad del modelo liberal de desarrollo.


El mundo sufrió un shock el 23 de junio cuando el Reino Unido votó por la salida de la Unión Europea (Brexit). El análisis sería incompleto si pensamos que Brexit es solo un problema europeo: es un síntoma de algo más profundo y potencialmente más grave.

Brexit no puede ser analizado aisladamente de la creciente oposición a la integración internacional en el mundo desarrollado. Brexit es el evento más importante que nos recuerda que todo –la economía, la política, la tecnología– debe estar puesto al servicio del bien común. Cuando no es así, tarde o temprano la sociedad reacciona de alguna forma. Esta vez Brexit ha sido relativamente pacífico. No siempre es así.

Las señales abundan. En EE.UU., Trump no solo dice que quiere construir una muralla en la frontera con México, sino que va a comenzar una guerra comercial con China. Incluso amenazó con sancionar a las empresas que deslocalicen allá. En Francia, Marine Le Pen felicitó a los británicos porque recuperaron su libertad y anunció que llamará a un plebiscito si gana las elecciones. En Holanda la extrema derecha dice lo mismo.

En la izquierda, el líder laborista británico, Jeremy Corbyn, postula una agenda proteccionista y redistributiva, mientras Bernie Sanders, precandidato demócrata que perdió la primaria con Hillary Clinton, también proponía una agenda de una profunda disconformidad con la globalización.

Los riesgos de entrar en una espiral proteccionista son importantes. En estas tres columnas argumento que Brexit refleja problemas de fondo cuyas consecuencias para el orden económico internacional son importantes y pueden afectar severamente a un país como Chile.

1. El imperfecto gobierno de la globalización*

Hay un desfase entre la intensidad de la globalización y la calidad de su gobernanza. El máximo órgano decisorio de Naciones Unidas, el Consejo de Seguridad, ha sido desdeñado por las potencias occidentales. La invasión a Irak no fue aprobada por este Consejo –con el honorable voto en contra de Chile–, no obstante lo cual EE.UU. y Gran Bretaña decidieron llevarla a cabo igualmente.

El liderazgo del Fondo Monetario Internacional (FMI) y el Banco Mundial (BM) se ha diluido por dos razones. Primero, porque era fácil liderar desde Washington cuando los problemas los tenía el Tercer Mundo. Eso duró hasta la crisis asiática (1997), rusa (1998) y argentina (2001). De ahí en adelante los problemas macro estuvieron en EE.UU. (2002, 2008), Gran Bretaña (2008) y Europa (2010 en adelante). Es distinto pontificar a países pequeños que a la principal economía del mundo. Por ejemplo, hasta 2010 a EE.UU. no se le aplicaban los procedimientos habituales del FMI, como el Financial Sector Assessment Program. La segunda razón es el surgimiento de China, India, Brasil, Sudáfrica y Rusia (los BRICS) pidiendo más participación. Estos crearon sus rondas consultivas propias y un banco de infraestructura que compite con el BM.

La Organización Mundial del Comercio busca reducir barreras arancelarias y establecer sanas reglas para el comercio internacional. Las rondas de Uruguay y Doha fueron exitosas, pero aparecieron dos problemas cuyo imperfecto tratamiento hoy pasan la cuenta.

Uno es el tema laboral. La Organización Internacional del Trabajo (OIT) es el pariente pobre de las organizaciones a cargo de la globalización. Una prueba de ello es que para gestionar la gran crisis de 2007-08, inicialmente la OIT no formaba parte de las organizaciones sentadas a la mesa. El otro es el tema medioambiental. Puede que la Cumbre de Cambio Climático de París haya logrado algo sustancial, sin embargo, los acuerdos previos como el Protocolo de Kyoto, no lograron ser ratificados por los principales contaminantes, EE.UU. y China.

La cuenta la estamos pagando: 2016 es cuando más barreras al comercio han aparecido desde que la OMC publica información. Un caso reciente es el acero. EE.UU. puso un arancel de 265% en marzo último al acero proveniente de China mientras que Europa puso uno de 35% al acero chino y ruso.

La institucionalidad a cargo de la globalización no se fortaleció a la velocidad que avanzaba la integración: si en 1964 las exportaciones mundiales eran USD 176.000 millones, en los siguientes 25 años se multiplicaron por 2 y en los siguientes 25 años por 47 de acuerdo a los datos de la OMC.

La velocidad de la integración comercial y financiera superó la capacidad institucional de responder a ella.
Según el economista inglés Guy Standing en su libro A precariat charter, los populismos en el mundo desarrollado se explican porque a nivel nacional, el proletariado –con sus organizaciones y su lógica predecible– desapareció y fue reemplazado por nada, por la precariedad.

Los modelos económicos tradicionales promueven el comercio internacional porque permite a los países especializarse en la producción de bienes en los que tienen ventajas comparativas e intercambiar con otros para obtener los que no producen. Se puede mostrar que los países ganan si se especializan e intercambian. El argumento es impecable y representa lo que debiera ocurrir en el largo plazo.

Pero este enfoque tiene dos debilidades: su análisis del tiempo y espacio, y el problema, como dijo Keynes, es que “en el largo plazo estamos todos muertos”.

Ha habido intentos por modelizar sofisticadamente esta transición, pero persiste el argumento sin tiempo ni costos de transacción: los trabajadores y el capital en los sectores que se contraen se pueden reemplear en los que se expanden.

Numerosos académicos han hecho referencia a este punto. Robert Gordon, en su monumental libro The rise and fall of American growth señala que la penetración de las importaciones y el outsourcing redujeron el empleo y los salarios en EE.UU.: a) un 25% de la caída en el empleo manufacturero se asocia a importaciones desde China; b) entre 2003-13 el salario mediano en el sector automotor cayó un 13,7% nominal; y c) la participación de trabajadores nacidos fuera del país subió desde 5,3% en 1970 a un 14,7% en 2005. Francis Fukuyma, en Foreign Affairs, recuerda que para acomodar los efectos del NAFTA, se establecieron 47 programas de entrenamiento para facilitar la reubicación en el aparato productivo cuya evaluación es un rotundo fracaso.

De hecho en la OCDE, EE.UU. gasta apenas 0,1% del PIB en capacitación contra un 0,6% del PIB del resto de la organización. A lo que se agrega un problema de concepto: no es fácil transformar a un trabajador de una línea de ensamblaje de 55 años en un diseñador de páginas web.

Europa y EE.UU. se han desindustrializado en parte por los diferenciales salariales entre esos países y China, México y otros. Estos diferenciales se estén cerrando gradualmente pero tomará tiempo: otros países como India o Vietnam esperan.

La tensión sobre los mercados desarrollados continuará y la reacción de políticos tan distintos como Trump, Le Pen, Grillo, Sanders o Corbyn tiene que ver con esta tensión.

¿Es todo un problema de brechas salariales? No.

Primero, la contraparte de los mayores salarios en los países de destino de inversiones son menores salarios y mayor retorno a los accionistas en los países de origen. La desigualdad ha crecido en Europa y EE.UU. y es un tema político mayor.

Segunda, las instituciones se están resintiendo por la competencia tributaria entre países. El Estado de Bienestar, la democracia representativa, las garantías constitucionales básicas –igualdad ante la ley, libertad de asociación, de palabra y movimiento– tienen un precio y ese precio se paga con impuestos.

Todo lo demás constante, esta tensión es inconsistente con la sustentabilidad del modelo liberal de desarrollo. En 2011 Jeffrey Sachs argumentaba, en El precio de la civilización, que la virtudes que hicieron grande a EE.UU. se han deteriorado producto de la visión dentro del Partido Republicano del tea party, que sostiene que el problema es el tamaño del Estado y ve en la globalización la forma de ponerle un límite.

En 2013 Stephen Holmes y Cass Sunstein, en El costo de los derechos: por qué nuestra libertad depende de nuestros impuestos, plantean que la libertad es sostenida por instituciones que requieren de cuantiosos recursos.

Esta es la tensión fundamental: mientras más recursos dedicamos a defender nuestros derechos, más complejo es financiarlos, porque más gente quiere acceder a ellos (el fenómeno de la inmigración), pero menos recursos hay disponibles (porque el capital es móvil).

Guillermo Larraín
Economista
Académico Universidad de Chile
Ex Presidente de BancoEstado, ex superintendente de Pensiones y ex superintendente de Valores y Seguros

*Esta es la primera de una serie de tres columnas dedicadas al impacto de la salida del Reino Unido de la Unión Europea.

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