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Putin redobla apuesta por la dureza para sofocar el incendio del Cáucaso

Vladimir Putin prometió que continuará adelante con su política de firmeza irreductible ante el »terrorismo internacional». Política que hasta el momento le ha dado escasos frutos, salvo votos y el ponerse en línea con esa imagen de autoridad que los rusos aman desde hace siglos. Su postura suena a querer apagar un incendio con bencina.


Una matanza de niños es, probablemente, el peor escenario ante el cual la conciencia de la humanidad debiera enfrentarse. Los cuerpos semidesnudos de los pequeños inocentes rescatados de entre las ruinas de la escuela de Beslán, en Osetia del Norte, quedaron grabados en las retinas de quienes observaron, atónitos, los efectos de esta masacre. Y se erigieron como un nuevo paradigma del horror, en una época en que estos no escasean.



Alguien dijo que éste era el 11 de septiembre de los rusos, olvidando que sólo unos días antes dos aviones de pasajeros fueron volados en ese país con hexógeno, cayendo a tierra con casi 90 pasajeros, por sendas terroristas suicidas, a las que la prensa gusta llamar "viudas negras». Es decir, mujeres que han perdido a sus esposos u otros familiares en los conflictos que sacuden al Cáucaso, desde hace más de una década, y que decidieron aplicar a sus enemigos la ley del Talión: la única ley que impera en esa área del ex imperio soviético.



Luego de que el humo se disipara y el eco de las balas se acallara, apareció ayer el Presidente ruso Vladimir Putin, vistiendo de riguroso luto, hablando ante las cámaras de la televisión y prometiendo que seguirá con su línea de dureza frente a este conflicto, que hasta ahora no le ha dado ningún rédito. Salvo votos (un dato nada menor) y el ponerse en línea con la imagen de un padre firme y castigador, una figura que parece estar incorporada al código genético de una nación que siempre ha buscado líderes fuertes.



Putin dijo, casi como si fuera un doble de Bush, que su país está siendo atacado por el "terrorismo internacional» y que no cederá frente al chantaje. Recordó que "nuestro país, que antes tenía el más potente sistema de defensa de sus fronteras, de golpe quedó desprotegido, tanto desde Occidente como desde Oriente…» "Unos buscan arrebatarnos un pedazo apetitoso y otros los ayudan», pues suponen, agregó, que "Rusia, como una de las mayores potencias nucleares, sigue siendo una amenaza para ellos».



Su rostro hierático mostró determinación y voluntad de hierro al asegurar que no se rendirá ante los terroristas. Mientras tanto, otros funcionarios de su gobierno se encargaron de aclarar que la carnicería que se produjo en la escuela, tomada por los separatistas, donde había más de un millar de rehenes, no se desencadenó a partir de una maniobra iniciada por las fuerzas de seguridad que la cercaban, sino debido a que los captores comenzaron a disparar contra quienes huían del recinto.



La explicación no convence a muchos. Pero, sin duda, sirve para encubrir la presunta responsabilidad de Putin, quien estaba prisionero de una alternativa inexorable: no podía ceder a las exigencias de los secuestradores, que pedían el retiro de las tropas rusas de Chechenia, ni tampoco ordenar una operación represiva a sangre y fuego, como la que lanzó en el teatro Dubrovka de Moscú, en octubre de 2002, cuando muchos de los rehenes que no alcanzaron a ser muertos por sus plagiarios, perecieron a causa de los gases paralizantes con los que se inició la acción comando de rescate.



Un elefante en un bazar



Esa vez, pese a que el asalto pareció ser dirigido con la misma precisión quirúrgica de un elefante dentro de un bazar, las bajas entre los civiles inocentes sólo sumaron 130, de un total de 800 cautivos. Ahora, estimando que los rehenes superaban por poco en Beslán al millar de personas, podría considerarse que las fuerzas especiales -entre ellas, el temido grupo Alfa- han perdido efectividad en términos comparativos, porque esta vez el "rescate» (si así puede llamársele) terminó con la muerte de un tercio de los escudos humanos. Con el agravante de que la mitad de ellos eran niños.



Pero, ¿qué se hubiera podido hacer para evitarlo? Para empezar, reconocer que la opción bélica no ha sido suficiente ni eficaz para contrarrestar al irredentismo independentista checheno. Como se sabe, dicho país caucásico aprovechó la implosión de la URSS para autonomizarse como nación en noviembre de 1991. Boris Yeltsin, a la sazón el hombre fuerte del Kremlin, esperó hasta 1994 para enviar tropas e intentar restaurar la autoridad de Moscú. Esta primera guerra secesionista terminó dos años después con una humillante derrota para la Federación Rusa.



En octubre de 1999, Putin, que era el primer ministro, reanudó la ofensiva militar, luego de que se produjeran varios atentados explosivos contra edificios moscovitas, ataques que el futuro Presidente atribuyó a la insurgencia chechena. Y la incursión de un grupo de combatientes en la vecina Daguestán, con el fin de crear un Estado islámico, hizo que las armas volvieran a tronar en gran escala.



En Chechenia, Aslan Masjadov, elegido presidente en 1997, no supo, por su parte, mantener la cohesión de su país, dividido por la pugna de facciones rivales, y la nueva república se precipitó en la anarquía, lo que facilitó la restauración del poder ruso, que en febrero de 2000 tomó el control de Grozny, su capital.



Desde entonces, lo que hay es el status quo de una situación de ocupación apenas disfrazada. En marzo de 2003 se hace un referendo que aprueba una Constitución que concede mayor autonomía a Chechenia, pero estipula que seguirá formando parte de Rusia. En octubre del mismo año, un cacique local, Ahmed Kadyrov, es elegido Presidente. A comienzos de mayo de este año, una bomba puesta en el palco donde Kadyrov participaba de un acto cívico-militar es hecha detonar por control remoto y el protectorado queda acéfalo.



Para Putin, no hay problemas. Serguei Abramov, ex premier como él, es designado presidente interino de Chechenia, y se empieza a promover la figura de Ramzan Kadyrov, hijo del líder muerto, como su eventual "delfín». Como quiera que fuese, lo cierto es que desde que un enfermo Boris Yeltsin prometiera, en 1999, "freír a los terroristas en los retretes» hasta ahora, la insurgencia no ha dado muestras de rendición y los rebeldes se han radicalizado al extremo.



Uno de sus líderes máximos es Shamil Basayev, un barbudo comandante guerrillero, que adquirió fama en 1995, durante la primera guerra chechena, cuando comandó una acción con toma de rehenes en un hospital de Budennovsk, Rusia. En esa ocasión, el gobierno ruso accedió a todas sus peticiones y Basayev se cubrió de gloria ante sus seguidores. En 1998 fue nombrado primer ministro de Chechenia por Masjadov, pero renunció al cabo de seis meses. En enero de 2000, en un combate en Grozny, perdió una pierna tras pisar una mina, aunque aun así logró escapar al cerco ruso y se ocultó en los bosques y las montañas.



La lección de Tolstoi



Los políticos, ya es sabido, no suelen ser muy amigos de la literatura. Y Vladimir Putin, el ex agente del KGB que comenzó su carrera como espía en Leningrado, no parece ser una excepción a esta regla, que apenas conoce disidentes. Pero si hubiera leído a León Tolstoi (1828-1910), el genial conde de Yásnaia Poliana, podría haberse evitado más de un dolor de cabeza. El autor de "Guerra y Paz», en efecto, conoció el Cáucaso cuando en 1851 fue a visitar a su hermano, que acampaba allí con su regimiento. La compañía de los mujiks le sentó bien y él mismo se unió al ejército ruso, combatiendo como artillero al líder checheno Chamil, cuya resistencia se extendió hasta 1959.



Ya viejo y partidario de la no violencia, Tolstoi escribió una novela, "Hadji Murat» (1896), recordando aquellos años de guerra. "¡Qué energía y qué fuerza vital!, me dije a mí mismo. ¡Cómo venden cara su vida! ¡Cómo luchan para defenderla!», escribió, admirado, ante la fortaleza de espíritu de esos montañeses -ingushes, chechenos, osetios o circasianos- que defienden celosamente sus fueros.



Es que la cordillera del Cáucaso, que se extiende entre los dos mares de Asia Menor -el Caspio y el Negro-, es una de las esquinas del mundo: una verdadera Torre de Babel, donde se hablan múltiples lenguas y que ha rechazado el asedio de muchos imperios. No por nada los historiadores árabes la llamaban Jabal al-Alsine (montaña de lenguas). Y contra sus alturas se han mellado los dientes desde el shah de Persia hasta los turcos, pasando por varias dinastías de zares rusos, desde Iván el Terrible hasta Putin.



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