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Servicio veraniego obligatorio

Levantamos un iceberg como emblema y trabajamos en forma suicida y disciplinada para conjurar la contaminación con los malos hábitos de la América latina. Pero tenemos una nostalgia tremenda del trópico y de su alegría de vivir que intentamos infructuosamente remedar.


La precaria identidad nacional cambia con las estaciones. No sé por qué el verano es sinónimo de frivolidad. Ponerse en la onda veraniega es convertirse en un hedonista idiota. Los balnearios se llenan de promociones de gaseosas y helados que incitan a una euforia forzada, con concursos, bailes y fiestas de espuma, e imponen la obligación de pasarlo bien.



Las canciones estivales están llenas de lugares comunes como lo efímero de los amores veraniegos, el recuerdo de aquel verano que se fue, el sabor del mar que quedó prendido en tu cuerpo, el ardiente estío que calienta mi corazón, y tonterías de ese estilo.



Algunas de las letras más elementales y las rimas más fáciles se encuentran en estas canciones playeras. Recuerdo algunas: «Oh, cherie, cherie / el verano es así./ Oh cherie, cherie», y esa misma estrofa se repetía hasta el infinito. O: «No te olvides tu toalla, cuando vayas a la playa». Esta letra era bastante más compleja, ya que se alternaba con una variación: «Cuando vayas a la playa, no te olvides tu toalla». Pero la máxima creación del genio poético veraniego es esa canción que dice: «Vamos a la playa, oh,oh,oooooh».



Uno de mis profesores inolvidables, el escritor Armando Cassígoli, decía que los chilenos que nos creemos tan europeos no somos más que unos mulatos enfriados por la corriente de Humboldt. Y en verdad nos hemos quedado a medio camino entre el trópico y el polo. Siempre hemos querido marcar nuestra diferencia respecto de la América más mestiza, y en ese intento perdimos toda identidad medianamente sólida. No somos ni tórridos tropicales ni fríos e impersonales anglosajones. Levantamos un iceberg como emblema y trabajamos en forma suicida y disciplinada para conjurar la contaminación con los malos hábitos de la América latina. Pero tenemos una nostalgia tremenda del trópico y de su alegría de vivir que intentamos infructuosamente remedar. Por eso nos fascinan la cumbia y la salsa que bailamos de manera triste y mecánica.



La forzada y obligatoria alegría veraniega es parte de esa nostalgia por nuestra vena tropical negada y reprimida. Pero hay demasiados impedimentos para que esa alegría fluya en forma natural y espontánea.



Alguien dijo que las vacaciones son para descansar de los preparativos de las mismasvacaciones. Y en verdad los chilenos nos preparamos para el verano con disciplina prusiana. Antes de abandonar la casa la dejamos convertida en una fortaleza inexpugnable, y aún así no pasa ninguna noche sin que nos visiten las imágenes fantasmales de ladrones desvalijando la ciudad desierta.



Entretanto, los balnearios se llenan de autos atestados de bultos y de campamentos que parecen de refugiados. Así, el verano adquiere un carácter de situación de emergencia en la que todos lo pasan pésimo mientras juegan a pasarlo bien.



No sirve jugar uno o dos meses a que somos relajados y buena onda. Para disfrutar verdaderamente el verano tendríamos que convertirnos en negros y en mulatos de verdad. Creo que es urgente formular un plan de mejoramiento genético de nuestra población, destinado a ennegrecernos, alegrarnos y despojarnos de nuestra terrible seriedad.


  • El contenido vertido en esta columna de opinión es de exclusiva responsabilidad de su autor, y no refleja necesariamente la línea editorial ni postura de El Mostrador.
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