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Lo que se hizo evidente


Pinochet ha regresado a Chile y su primer efecto ha sido la instalación en la UCI (Unidad de Cuidados Intensivos) de la «Mesa de diálogo», la instancia inventada por el ministro de Defensa de Fei, Edmundo Pérez Yoma, para descomprimir las tensiones entre las Fuerzas Armadas y el gobierno.



Fue tan institucional el recibimiento dado por las tres ramas de las FF.AA. y Carabineros al ex dictador que los abogados que se han distinguido por su defensa de personas víctimas de violaciones a los derechos humanos han considerado que la mesa, en la que participan las instituciones castrenses, no tiene viabilidad como está diseñada.



¿Por qué? Porque, como dijo el abogado Roberto Garretón el sábado reciente, entrevistado por radio Bío Bío, si en la mesa de diálogo se ha admitido que en Chile se perpetraron graves violaciones a los derechos humanos, es inadmisible que parte de quienes participan allí reciban con honores al principal responsable -¿sólo político?- de esos crímenes.



La ceremonia de llegada, a ojos de cualquier persona sensata, es incompatible con lo que Pinochet representa. Salvo, claro está, de que lo que él representa sigue siendo una fuerza presente en nuestro país.



El regreso de Pinochet nos vuelve a ubicar en un tiempo remoto. Ä„Nos habíamos acostumbrado tan bien a vivir sin el senador vitalicio en Chile!



El mundo también se había convencido de que su apresamiento y eventual juzgamiento era un paso en lo que más de una editorial llamó «una nueva era en la justicia internacional». A veces sobra el entusiasmo.



Pinochet está de vuelta, pero no es él quien importa. Es el pinochetismo, esa atávica rara ave chilensis la que ha vuelto a corcovear. Del ex gobernante no habría que preocuparse tanto: su imagen ha sido dañada irremediablemente, y lo que ahora le queda es el suave sosiego de la esfumación, con, tal vez, alguna pataleta de por medio.



Lo que realmente merece comentario es la corte que lo esperó en el aeropuerto Arturo Merino Benítez. No estaban todos, por cierto. Faltaron más de algunos, sobre todo aquellos que nunca se han dejado ver. En todo caso, en la losa del aeropuerto estaba en buena medida la personificación de lo que Andrés Allamand llamó los «poderes fácticos», de la institucionalidad y, sobre todo, del nudo central que ha hecho nuestra transición impresentable y nuestra democracia ídem: el rol de garantes de la institucionalidad que la Constitución le concede a las Fuerzas Armadas, concepto desde el que se estructura la «democracia protegida» y del que se deduce, con irreprochable lógica, la inamovilidad de los comandantes en jefe (¿si ellos están para vigilar y eventualmente «representar» a cualquier autoridad que esté actuando impropiamente, cómo pretender que el poder civil, bajo su tutela, pueda destituirlos?).



Las fuerzas que se han adosado a esta doctrina por cierto no ignoran los cargos formulados contra Pinochet. Tampoco seguramente su responsabilidad ni lo que él ha llegado a representar para las democracias occidentales: el símbolo del dictador. (Es cierto que en esto último hay más de una exageración, porque estas llanuras han dado más de un especímen que puede disputar, con reconocidos méritos, esa insignia).



El que tanta fuerzas influyentes respalden la obra del régimen militar, considerando, pero ya sin decirlo abiertamente, que los crímenes cometidos en el fondo tienen una justificación, son explicables, o insignificantes ante la grandeza o simplificación que hace la Historia, introduce en nuestra actual convivencia nacional un veneno que impregna todo. La pregunta es obvia: si no hay estricto celo en condenar esos crímenes, ¿por qué no pensar que, algún día, cuando se den determinadas condiciones, volverán a tolerarlos?



A veces la reiteración majadera de que hay que mirar hacia delante pesa como plomo. Es de esas frases obvias, propias de cualquier sermón, que no requieren mayor análisis. Con esas simplificaciones se puede construir una cárcel, o un convento, o una sociedad torcida.



Por eso, el regreso de Pinochet, políticamente, ya no incumbe al anciano militar en retiro. Es lo que representa, lo que significa como convicciones de sus seguidores, discípulos y adeptos lo que provoca esta inquietud.



Lo que no deja de ser ligeramente sorprendente es la escasa reacción de la Concertación, de sus partidos y dirigentes ante el regreso de Pinochet. Cierto: ¿hay que esperar algo? ¿De nuevo hay que esperar algo?



En todo caso, en este punto, hay una cosa que explica, en parte, esa apatía concertacionista: en estos días sus partidos están preocupados, y pechando, por los últimos cargos públicos de la futura administración. En eso está ocupada la mayor parte de sus energías. La pelea por gobernaciones y virutas de ese tipo los tienen enajenados. Esperamos que no a todos.


  • El contenido vertido en esta columna de opinión es de exclusiva responsabilidad de su autor, y no refleja necesariamente la línea editorial ni postura de El Mostrador.
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