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Comida rápida, comida invertebrada


Bultos de carne, bultos sin hueso son los animales que crían y faenan hoy algunas industrias de la comida rápida. Esta imagen (debiera decir noticia, información, denuncia, mas la imagen es más fuerte, mas devastadora, que todas ellas: no bajo la forma del clip, sino en forma de mancha que se adhiere a la retina, que tiñe otros sentidos) se me aparece como imagen de otro algo. Somos lo que hablamos y, seguramente, somos lo que comemos. Tal vez más, hablamos como comemos. Mordemos, masticamos las palabras. Rumiamos deseos. Machacamos pensamientos hasta espantarlos, hasta aplanarlos, y también los hacemos girar en el paladar hasta que desprenden otros jugosos significados. Ensalivamos las resistencias -aquellos huesos duros de roer- hasta hallarles nueva forma: el placer de otro sabor, la sorpresa de un cuerpo ajeno, un paladeo que oscila entre la repulsa y el olvido de sí, que cae, que se abre y se enajena. Las dos lenguas poseen vértigo similar. La lengua de alimento parece tan inquieta y tan repetitiva como la lengua lenguajera. Cuelgan ambas del otro, su presa de amor, su otro cuerpo, el sustento de la pronunciación, del boca a boca (que olvida, en primer lugar, que estamos hablándonos, nutriéndonos, desde una rajadura de la ponderosa piel de cada cual).

Las cadenas de restoranes de algunas industrias de comida rápida, entonces, no sólo reposan sobre el color magnético, muchas veces primario, de su imagen corporativa, sobre el liso e higiénico PVC que gobierna sus locales, la moralizante iluminación, blanca y pareja, que barre toda posibilidad de rincón, el refractario embaldosado sobre el cual patina cualquier trastorno pasajero, y el apelativo inglés de rigor (para esta ciudad que llama hoy Foodmarket a sus Emporios, Menestras y Almacenes), sino que esas porciones (la palabra porción fue, en momentos precolombinos, otro modo de decir: nombre, señala Cecilia Vicuña) que sirve envasadas, ni frescas ni añejas, sin tiempo, son la carne de animales sin nombre. Vaca, ternero o gallina crecidos en ausencia de esqueleto, con el mínimo posible de piezas y presas inútiles, masa de vacuno, masa de ave. Cuerpos criados ya sobre una bandeja.

Si no pensara que las culturas se tejen en ínfimos gestos y que el lazo social se construye, también, en desapercibidos ademanes para mirar, amar, comer, trabajar y otros tantos verbos, no haría un bulto de estos bultos. Pero pienso que nos alimentamos del proceso de producción que traen incorporados los víveres, que ellos nos contagian formas (formas de hacer, de sentir, de pensar), o que ellos, como mercancía, adelantan una forma que nos depara, como consumidores, el mercado. Blandos, compactos, invertebrados. Sin aristas, indistintos, tragados y tragadores de fácil digestión, en un paisaje de invisible violencia.

No contrapondré a estas figuras el rito de la parrillada (que las teleseries caricaturizan y asignan, de preferencia, al mundo popular, mientras el barrio alto lo lleva a cabo a escondidas tras los muros altos de su jardín), que sella pequeñas y grandes alianzas en contra de otro, tal vez representado en aquel animal que se comparte. Sólo lo haría si algo de la violencia de nuestro lazo social se hiciera más visible en los gestos simbólicos del asado, antes de diluirse en las uniformes bandejas de carne, ya procesada por otros, de la comida rápida.

  • El contenido vertido en esta columna de opinión es de exclusiva responsabilidad de su autor, y no refleja necesariamente la línea editorial ni postura de El Mostrador.
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