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Crónica de la muerte de nuestra civilización


Han proliferado últimamente los ensayos acerca de lo que podría llamarse el «malestar de la civilización» y sobre temas afines como el «horror económico». Entre ellos destaca por su profundidad el libro de Pierre Thuillier, La gran implosión. Reportaje al hundimiento de la civilización occidental entre 1990 y el 2002.

Esta obra parte de una historia imaginaria, según la cual en el año 2077 se reúne un grupo de investigadores para estudiar las razones que llevaron al colapso de la civilización de Occidente, a fines del siglo XX y principios del XXI. Este equipo emprende un examen de las causas sociales, culturales y económicas que llevan a los grupos excluidos, principalmente a los jóvenes, a acciones de violencia descontroladas que gatillan el desastre.

Pero los sabios llegan a la conclusión que, antes que se produzcan estos hechos, en 1990 la civilización ya estaba muerta, aun cuando nadie se había dado cuenta de ello. Esto, entre otras cosas, porque para los occidentales una civilización sólo está en peligro cuando comienza a destruirse materialmente.

Dice el autor: «los occidentales estaban convencidos de que el mundo en que vivían era «la civilización». Hoy nos parece increíble que no hayan sido capaces de comprender que esa civilización había llegado a ser más frágil que una cáscara de nuez.»

En las grandes morfologías de la historia, se ha observado que civilizaciones muertas aparentemente siguen existiendo porque conservan ciertas formas, aun cuando están vacías de la necesaria sustancia cultural. Es decir, son cáscaras sin contenido.

Nuestra civilización podría ser una muerta tan bien maquillada que parece llena de vitalidad. Porque lo que sostiene su apariencia de vida es el movimiento, el frenesí de producir más para consumir más, la dinámica que tiende a convertirlo todo: ideas, sentimientos, obras de arte, amor, amistad, en objetos de compra y venta. Todo se transa, se compra, se vende y luego se desecha, a veces sin siquiera darle uso.

Si se detiene esta vertiginosa espiral de producción y consumo, se derrumba todo. Y si continúa acelerándose, tarde o temprano va a llegar el momento en que el hombre, la sociedad y la naturaleza revienten. Y hay signos de que ya están reventando.

Una civlización muere -aun cuando sus dinámicas de producción sigan activas- cuando queda vacía de su alma, es decir, de los contenidos culturales que la animan. Una de las causas que están llevando a la muerte de nuestra civilización es la sobrevaloración de la razón instrumental y el menosprecio por las otras racionalidades: la ética, la estética, la poética.

Sin un horizonte cultural sólido, capaz de vincular y dar sentido a los elementos dispersos de la sociedad, ésta se hace cada vez más fragmentaria, más tribal. De la competencia salvaje puede pasarse fácilmente a la violencia y al rebrote de la barbarie. Y en los momentos en que vivimos todo parece llevarnos a la desintegración. Los imaginarios sabios de Thuillier llegan precisamente a la conclusión de que la principal causa de muerte de nuestra civilización fue su menosprecio por la poesía, que puede aportar ese horizonte mítico, poético y valórico capaz de dar coherencia y consistencia tanto a la sociedad como a las vidas individuales.

  • El contenido vertido en esta columna de opinión es de exclusiva responsabilidad de su autor, y no refleja necesariamente la línea editorial ni postura de El Mostrador.
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