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Fascinación por los dinosaurios


No alcanzamos a conocer a los dinosaurios. El homo sapiens llegó hace poco al mundo, cuando los grandes reptiles hacía tiempo se habían extinguido. Fueron la especie dominante en el planeta en la era mezozoica, que se extiende entre los 100 y los 70 millones de años atrás. Sin embargo siempre hemos imaginado la posibilidad de un encuentro con estos «lagartos terribles». Novelas fantásticas como Un mundo perdido de Conan Doyle, o Viaje al Centro de la Tierra, de Julio Verne, crean relictos, paisajes y microclimas donde la conservación de las condiciones del triásico y el jurásico hace posible la sobrevivencia los dinos.

Hay un misterio en el dragón. Es un animal mitológico universal. Culturas muy distantes y sin contacto entre ellas, tienen en sus leyendas a esta bestia. Las hay en Europa y en la China. Hasta la mitología chilota tiene su propio dragón, el camahueto. Para Carl Sagan, el dragón no es otra cosa que un reptil gigante, es decir, un dinosaurio, que por alguna razón no se ha extinguido de los estratos más profundos de la mente humana, donde habitan las pesadillas y los terrores procedentes de mundos remotos que el hombre nunca conoció.

Fue a partir de la película Parque Jurásico -que plantea la posibilidad de recrear por operaciones de clonación a los dinosaurios y resucitarlos de su extinción- que se reavivó la vieja fascinación humana por estos bichos gigantes, que tenían mucho cuerpo y muy poca cabeza, y que tal vez por eso desaparecieron. Ahora se han transformado en juguetes, dibujos animados, maquetas y espectáculo. La sociedad de consumo no perdona y ha digerido rápidamente a estos monstruos.

De hecho la moderna civilización industrial no sería posible sin los dinosaurios. El petróleo que derrochamos hoy día es producto de la descomposición de esos organismos gigantes, que se fueron depositando en el subsuelo. Cuando terminemos de quemar los restos de los dinosaurios, probablemente iniciemos el camino hacia nuestra propia extinción.

Tal vez ahí esté la clave de la seducción del dinosaurio. El hombre al preguntarse por qué desaparecieron de la tierra, se pregunta por su propio futuro como actual especie dominante del planeta. En el registro fósil han quedado las huellas de muchas extinciones masivas. Entre ellas la de la megafauna americana. Drásticos cambios ambientales producen cada cierto tiempo condiciones que no hacen posible la vida para ciertas especies. Y el hombre está precipitando estos cambios. Es un candidato a extinguirse y lo sabe. Entre las grandes vertientes de la ciencia ficción -que es una de las formas que tenemos de imaginar el futuro de nuestra especie- está la corriente apocalíptica, que revisa las formas en las que podría terminarse el mundo o en que podríamos extinguirnos los hombres.

Una de estas formas de morir, tal vez la mejor posible, es que ascendamos un peldaño en la escala de la evolución, y dejemos de ser homo sapiens para convertirnos en algo distinto, en una especie superior a la que ahora pertenecemos. Esta opción la explora Arthur Clarke en su novela El fin de la infancia. También podría ser que descendiéramos en la escala evolutiva, y que otros primates subieran para reemplazarnos. Es lo que ocurre en El planeta de los simios. O es posible que nos suplante una especie tan amigable como el perro, como en la novela Ciudad de Clifford Simak.

Tal vez en un futuro lejano -o no tanto- los perros, monos o gusanos que dominen la tierra reproduzcan en imágenes, películas y juguetes al perverso y monstruoso homo sapiens, que un día dominó el mundo y estuvo a punto de liquidarlo.

  • El contenido vertido en esta columna de opinión es de exclusiva responsabilidad de su autor, y no refleja necesariamente la línea editorial ni postura de El Mostrador.
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