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La culminación de un esfuerzo


El 11 de septiembre 1973, cuando La Moneda había sido ya bombardeada; el Presidente había muerto; ya había centenares -más tarde serían miles- de presos, ejecutados y desaparecidos; se habían inaugurado los primeros campo de concentración (el Estadio Nacional, entre otros); el Parlamento había sido clausurado; el Presidente del ultra derechista Partido Nacional, Onofre Jarpa, lo había disuelto «por haberse cumplido los propósitos para los que se fundó»; la barbarie está consumada; Enrique Urrutia, Presidente de la Corte Suprema, proclamaba «su más íntima complacencia en nombre de la administración de Justicia de Chile» con los propósitos del «nuevo Gobierno».

Dos días después, los otros jueces del tribunal, recogidos de sus domicilios por un bus militar, ratifican esos dichos. Todo a pesar que las autoridades de facto habían declarado que respetarían las resoluciones judiciales sólo «en la medida que la actual situación lo permita para el mejor cumplimiento» de sus postulados (Decreto Ley NÅŸ 1).

Ese mismo día comienza una tarea inédita para los abogados chilenos, la lucha por los derechos humanos, con la guía magistral del inolvidable arzobispo de Santiago, el Cardenal Raúl Silva Henríquez. Reúne a todas las congregaciones religiosas (católica, protestante, ortodoxa y judía), y el 6 de octubre el Comité por la Paz -sucedido en 1976 por la Vicaría de la Solidaridad- inicia su acción de defensa de los perseguidos, al que nos integramos abogados de cualquier creencia o sin ninguna.

Buscar presos, encontrar refugio, defender en Consejos de Guerra, presentar hábeas corpus, denunciar torturas y asesinatos, todo ante los mismos jueces que siguieron por más de 25 años en su «íntima complacencia» con los horrores que conocían día a día a través de nuestras presentaciones, siempre rechazadas con un infundado «no ha lugar».

Desde el inicio pensamos -en la Vicaría, en el Fasic, en la Comisión Chilena de Derechos Humanos y en otras organizaciones fundadas más tarde- que trabajábamos para la historia. Porque algún día habría un futuro en que nuestros esfuerzos serían coronados.

Los archivos se transformaron en una obsesión para la dictadura. Nuestro jefe de documentación fue asesinado. Muchos organismos fueron allanados. Un tenebroso fiscal militar, brazo derecho del dictador, quiso apoderarse de todas nuestras carpetas. El vicario se opuso, pero, cómo no, la complaciente Corte Suprema dio la razón al militar… por la necesidad de combatir el terrorismo. El vicario anunció que iría preso, pero que protegería los secretos que le habían sido confiados. No insistieron.

¿Qué haríamos en ese incierto futuro? A lo mejor, difícilmente, habría un juicio para sancionar a los sicarios que estuvieran más a mano. Juzgar al gran responsable siempre pareció una fantasía irrealizable. Ä„Nunca se presentó una querella en su contra!

Los archivos sirvieron por primera vez a la Comisión de Verdad y Reconciliación (Comisión Rettig), cuyo informe motivó una durísima respuesta corporativa de la Corte Suprema, siempre complaciente con su rol durante la dictadura. Sirvieron también para los juicios en se perseguían responsabilidades de los violadores de derechos humanos. Casi nos dábamos por satisfechos.

En 1996 se inicia en España un histórico juicio contra Pinochet. La querella presentada por la Unión Progresista de Fiscales narra los hechos, citando como fuente el informe Rettig. A esa altura las cortes de justicia habían tenido un lento cambio vegetativo, gracias a los acertados nombramientos del presidente Aylwin. Una primera consecuencia de estos cambios y del «efecto Garzón» es la admisión y tramitación de una primera querella contra Pinochet, en Chile, en 1997. Siguieron muchas otras.

El 16 de octubre 1998 Pinochet fue arrestado en Londres, haciendo explotar de alegría a los chilenos y al mundo entero, pero causando el desconcierto en la clase política. Los esfuerzos iniciados en 1973 parecían dar, por fin, los frutos que se soñaron. La Corte de Apelaciones, actuando como tribunal de primer grado en razón de la materia, alza el fuero del que como senador no elegido goza el antiguo dictador.

Londres produjo otro efecto: los militares decidieron por primera vez reunirse con los familiares de sus víctimas y los defensores de derechos humanos que tanto los habían acusado. No todos aceptaron el desafío, pero el diálogo se produjo. Por primera vez tres generales y un almirante reconocen «las graves violaciones a los derechos humanos en que incurrieron agentes de organizaciones del Estado durante el Gobierno militar», respecto de las cuales «no cabe otra actitud legítima que el rechazo y la condena, así como la firme decisión de no permitir que se repitan». Ninguna alusión a la supuesta guerra con que nos machacaron durante 27 años. El mensaje es claro. El rechazo y condena a esos agentes no puede traducirse sino en justicia, y, en lo concreto y por el momento, en el desafuero del superior de todas las organizaciones del Estado y del Estado mismo. Ese es el derecho universal de la segunda mitad del siglo XX. La responsabilidad penal de Pinochet es tan clara como la que Nuremberg declaró para los jerarcas nazis; como la que el Tribunal de Aruscha determinó para los genocidas ruandeses (caso Akayesu); o como la que describe la orden de detención de la Fiscal Arbour contra Milosevic.

Ayer se inició en la Corte Suprema la apelación de la defensa al desafuero. Lamentablemente, a pesar de los cambios, el Tribunal está integrado en parte por jueces todavía complacientes que deben a Pinochet su acceso a la Corte Suprema, y que nadie duda que no se declararán inhabilitados. Además, la renovación generacional de magistrados fue paralizada por una torpe reforma constitucional de Frei Ruiz-Tagle que exige acuerdo de la espúrea mayoría pinochetista en el Senado para la nominación de «los supremos». Mediocres e íntimamente complacientes llegaron a la cúspide sin que ni sus méritos ni su moral lo justifiquen. Unos y otros podrían revertir el histórico desafuero del 6 de junio último.

Los defensores de los derechos humanos por más de 27 años, los querellantes, y en general el pueblo chileno esperan hoy ver la culminación de un esfuerzo en el que vimos caer a nuestros colegas asesinados, presos, torturados o expulsados de su patria. Tanto en este antejuicio como en el juicio penal propiamente tal, el dictador ha contado y contará con todas las garantías de un debido proceso, las mismas que sus opositores no tuvimos jamás mientras fungía de dueño de Chile. Pero él pretende una exoneración de responsabilidad basada en enfermedad física, lo que la ley chilena no contempla, ni la exégesis más parcial de la ley podría descubrir. Jurídicamente el desafuero es ineludible.

* El autor, ex abogado de la Vicaría de la Solidaridad, es actualmente Relator de las NNUU sobre derechos humanos en la República Democrática del Congo. Integró la Mesa de Diálogo.

  • El contenido vertido en esta columna de opinión es de exclusiva responsabilidad de su autor, y no refleja necesariamente la línea editorial ni postura de El Mostrador.
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