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Premios


Los medios de comunicación se apresuran y adelantan. El fin de año está cerca y -tradición obliga- es tiempo de hacer balances, definir arbitrariamente los diez acontecimientos más importantes del año, repartir premios entre las figuras.



Ese final de fiesta es una buena prueba de las pulsaciones de nuestra sociedad. No hay mención alguna al mejor trabajo científico, sino que al escote más provocador de tal o cual figurilla de la televisión.



El mejor libro del año es, comúnmente, el más vendido, pero ya no hay crédito para la crítica literaria, si es que existe, y la decisión queda en manos de los vendedores. Los reverenciados pueden terminar siendo escritores de manuales de autoayuda o, en el mejor de los casos -e idealmente-, tipos recientemente fallecidos, a los que con algo de culpa se les reconoce méritos cuando no pueden enterarse. Se elimina así el peligro de sentir envidia: el tipo está muerto, de nada le sirve, nadie podrá verlo paseándose con una sonrisa en la boca, esa sonrisa que disgusta a tantos.



¿Cuál fue el político del año? ¿El de dientes acerados, que zamarreó a sus adversarios o el que se empeñó en sacar proyectos adelante? Si de la galería dependiera -la galucha con bombo y pito y, cuidado, tal vez un puñal tipo Garra Blanca-, el elegido sería el más bravo, el que no tuvo misericordia.



A estas alturas, para hacer el ránquing de los políticos, sería bueno calibrar sus proyectos, preguntarles por el tipo de país que proponen -y así enterarse si, por lo menos, tienen una idea de país- y ver si han actuado en consecuencia.



La Concertación, que como un rompehielos, navega con rumbo fijo, debería mirar el compás y ver si la proa sigue apuntando hacia el destino que prometió. Esa oferta de una sociedad más solidaria, más equitativa, más tolerante, ¿sigue en la mente de sus dirigentes? ¿El escándalo de las indemnizaciones fue una lección, un traspié, una señal o simplemente una operación mal hecha, porque fue descubierta? ¿El horizonte es de verdad el Bicentenario, la fiesta final de un período, o hay ideas para más allá? ¿Nuestro destino empresarial es seguir comiéndonos los bosques, rasguñando los minerales de la tierra, succionando nuestros mares o hay de verdad un interés por crear empresas que generen oficios y sensación de pertenencia con los trabajos?



Finalmente, ¿cómo hacer más y hablar menos? Sobre todo hablar menos. Esa chicharra en la oreja que son esas bocas parloteando de todo lo que se le ponga al frente, sin discriminación ni autoridad, es el castigo de nuestro tiempo. Pedir un minuto de silencio ya sería como mucho.



En la oposición, que va con viento de cola, la cantinela de que defienden las libertades o que aspiran a una sociedad en libertad debería traducirse en cosas que de verdad sienta la gente. Cuando el que te habla de libertades se viste de sargento, con cachiporra en mano, y sin asco justifica un pasado injustificable, sospechar es sólo un ejercicio de buen juicio.



Por lado y lado -gobiernistas y opositores- uno nota ese tonito de inspector de internado, del que te puede dejar sin el postre o mandarte a barrer el patio. Entonces uno se pregunta si de verdad ellos quieren que la gente viva más libre, sea más dueña de su vida. ¿Por qué o si no, para qué están repitiendo sus rosarios de apocalipsis o amenazas de encierro?



Algunos ven a todos los chilenos como corderos aptos para pastorear; otros, como potenciales delincuentes a los que hay que zarandear de vez en cuando. Ellos, por cierto, se creen fuera de esas categorías, y desde sus diferencias están disponibles para sentarse a la mesa y, a la hora de los postres, llegar a un consenso para hacer más cabrona la vida de los demás.



El oficialismo no es la Concertación. El oficialismo es ese espíritu común a casi todos los políticos -salvo las contadas excepciones que tanto cuesta contar-, de derecha, centro o izquierda, que creen poseer la Verdad Develada -cuando a lo más sólo tienen la sartén por el mango- del Camino Elegido. Suena a cuestión religiosa. Y algo de eso tiene. El resto somos simples incrédulos a los que hay que llevar al Camino a punta de latigazos, amenazas, prebendas o zalamerías. Tal vez, indemnizaciones.

  • El contenido vertido en esta columna de opinión es de exclusiva responsabilidad de su autor, y no refleja necesariamente la línea editorial ni postura de El Mostrador.
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