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La censura del día antes y la píldora del día después


De nuevo se ha producido una agitación de flashes en el mundo de la política cultural. De nuevo llegan los anuncios democratizadores, las promesas optimistas de futuro, el emplazamiento a la evasiva oposición. Esta vez se trata del viejo tema de la censura cinematográfica, tan viejo y tan repetitivo que el envío de un proyecto de ley al Congreso para terminar con ella, suena a déja vu, o quizás peor, a trompe-l’oeil.



Se agradece, con todo, el gesto gubernamental. Evidentemente el actual Consejo de Calificación Cinematográfica, por su pintoresca composición cuajada de uniformes y por su facultad de prohibir (incluso sin necesidad de justificación alguna) películas a gente adulta, resulta un dinosaurio impresentable. Por lo demás, los puntos más significativos del proyecto enviado ofrecen soluciones que fueron elaboradas en los países democráticos durante los años 70, cuando no existía Internet, recién asomaba el video y la TV tenía en general cuatro o cinco canales a disposición de los usuarios. En el contexto de hoy, esta ley nace bastante caduca. Pero al menos se suprime el oprobio de la censura como realidad constitucional. Eso ya es un éxito apreciable. Y también un alivio.



Quedan otras censuras más sutiles y mucho más perniciosas. Llevamos años contemplando tranquilamente la procesión de parlamentarios, ministros, dirigentes de partidos (y a veces del propio Presidente de la República) acercándose como sonrientes monaguillos a los jerarcas de la Iglesia Católica para pedir su opinión e incluso casi su permiso en asuntos como el divorcio, el aborto terapéutico y, en estos últimos días, la píldora del día después.



Resulta muy preocupante el anuncio de que una ministro de Estado, concretamente la ministro Bachelet, vaya a visitar al Cardenal Errázuriz para ¿comunicar?, ¿explicar?, ¿comentar? el punto de vista del gobierno sobre el polémico asunto. Naturalmente la visita se inscribe en una ronda de conversaciones con distintos actores sociales. Pero no hay que engañarse: el que a estas alturas del partido, la secretaria de Estado pase por las oficinas del arzobispo significa un claro menoscabo de la independencia del poder político respecto de la Iglesia Católica, mucho más cuando el Instituto de Salud Pública ha dado ya su veredicto sobre la viabilidad legal de la discutida píldora.



Por supuesto que Iglesia y Estado podían haber sostenido consultas técnicas previas o haber hecho intercambios sobre las posturas de cada cual. Pero no se puede someter en su último tramo, la decisión gubernamental (que parece está tomada) a la opinión respetable, pero ampliamente discutible y discutida, de la institución eclesiástica.



Detrás de todo esta pretendida deferencia a la confesión religiosa de la mayoría de los chilenos, existe miedo a asumir las consecuencias de un Estado laico y, sobre todo, asoma un reconocimiento de cierto extraño derecho de la Iglesia a intervenir en el despliegue autónomo de las decisiones de los organismos democráticos. Esto es volver en alguna medida al antiguo orden en que se confundían tan perniciosamente las competencias de la Iglesia y el Estado.



Otro hecho político de esta semana, referido también a la libertad de expresión y a la lucha contra la censura, ha sido el de la presentación del nuevo Informe del Human Rights Watch. Este documento revela una situación que los observadores extranjeros de la realidad política y sociocultural chilena perciben con cierto estupor: la inmovilidad de los conflictos y la irresolución crónica de los problemas en la actual sociedad chilena. Las reformas políticas y la superación de las trabas legales e institucionales a la libertad de expresión no acaban nunca de realizarse. Hay promesas, anteproyectos, proyectos, planes, iniciativas, diálogos, momentáneas unanimidades y, a la hora de la verdad, las cosas quedan igual. Siempre hay razones sesudas -éticas, políticas, históricas, tácticas, estratégicas- para que muchas disposiciones claramente antidemocráticas queden tal como están empleando algún mecanismo legal o algún argumento de coyuntura.



El Informe del Human Rights Watch reitera la denuncia a las limitaciones a la libertad de expresión en la legislación chilena. Existen casos ya muy conocidos, como el artículo 6b de la Ley de Seguridad Interior del Estado y la autoridad de los jueces para aplicar la censura previa y confiscar o prohibir libros o publicaciones, entre otras muchas disposiciones. El documento declara a Chile en la retaguardia del continente en materia de libertad de expresión. Pero lo más significativo es que el Informe de la misma entidad de 1998 denunciaba prácticamente la misma situación legal y, a pesar de los buenos propósitos expresados por el gobierno y por los legisladores, las cosas no han cambiado.



Parece que ha llegado el momento de despejar la democracia chilena de las trabas que le impiden desarrollarse y cortar el nudo gordiano de un statu quo que da vueltas sobre sí mismo y que ya no puede sostenerse.

  • El contenido vertido en esta columna de opinión es de exclusiva responsabilidad de su autor, y no refleja necesariamente la línea editorial ni postura de El Mostrador.
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