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La lucha libre y el amor libre


El domingo me detuve a ver un espectáculo de lucha libre por televisión. Me llamó la atención su obscenidad. Mi hijo me informó que está entre los programas que reciben la bendición de un buen rating. En nuestro arsenal de razones para justificar las calamidades que nos rodean, una de las más manoseadas es la de «aquí no hay nada nuevo; esto es sólo una versión distinta de lo mismo de siempre».



En efecto, estos enfrentamientos de luchadores podrían ser una reedición de los espectáculos de catch que antes se presentaban en el teatro Caupolicán, o de los Titanes del ring que también veíamos en la TV. Son los mismos viejos tongos y los árbitros imbéciles, incapaces de ver la infracción que todo el público está presenciando. Lo que cambia es la mirada de la cámara que aquí se hace morbosa.



Hay insistencia en los primeros planos que muestran expresiones de brutalidad, repetición de golpes, torceduras y estrangulamientos, que no por ser fingidos resultan menos morbosos. Hay un refocilarse en el cuerpo adolorido, golpeado, exhausto, que siempre saca energías para continuar la agresión. Y hay unas historias de burdas rivalidades fuera del ring, que exacerban el odio con que se enfrentan los luchadores, siempre por motivos elementales y mezquinos.



Desde hace tiempo se viene dando en el cine esta pornografía de la violencia. Tal vez fue inaugurada por Rocky I, que en el combate final con Apollo Reed exhibe esta misma complacencia en los cuerpos agotados a fuerza de golpearse. De ahí en adelante aparecieron en la pantalla una cantidad de tipos masculinos fornidos: boxeadores, luchadores y sobre todo comandos que protagonizaban estos enfrentamientos cuerpo a cuerpo, que se prolongan para lucir las magulladuras, las heridas, la sangre, la fatiga.



En el cine, al menos, hay cierta diferenciación ética entre los contendores. Uno es el bueno, el humilde, el que pelea por una causa justa, el simpático, y el otro es el malo, el Goliat, el soberbio, el abusador. En la lucha libre, en cambio, todos son iguales. Pelean como los machos de algunas especies animales, que se agreden casi instintivamente. Sus expresiones son de brutos, en sus miradas no se advierte nada parecido a un remoto destello de inteligencia. Hay aquí una reducción del hombre a la bestialidad más elemental, semejante a la que realiza con la mujer la pornografía tradicional, al reducirla a un puro cuerpo acezante de deseo.



Llama la atención también la exitación del público frente a estos combates de hombres reducidos a la peor condición animal. Porque desde luego, en los animales hay cariño, abnegación y nobleza.



Ahora, esta porno violencia no produce ninguna reacción semejante a la urticaria que genera en nuestros gendarmes morales, civiles y religiosos, la otra pornografía, la erótica, que me parece que hace menos daño. Y eso que hay un límite que siempre está a punto de romperse. Estos tipos musculosos y semidesnudos, se abrazan para castigarse, se dan vueltas y vueltas en el piso del ring, o se persiguen unos con otros fuera del cuadrilátero. Si aisláramos algunas de estas escenas de su contexto, podría pensarse que aquellos hombres están enredados en una pasión violenta, desesperada.



Si esos mismos cuerpos masculinos se acariciaran, se produciría un escándalo mayúsculo, con censura, sanciones e indignadas protestas. Si se golpean con saña y delectación, nada ocurre. Los golpes, desde luego son fingidos. Lo mismo que las succiones y caricias de la pornografía erótica. Nadie cree que lo hagan de verdad. Hay allí toda una puesta en escena, una representación de la carnalidad exacerbada, que es parte del juego en el que entra el espectador humano.



No pido que se censure, se corte ni se restrinjan los espectáculos de lucha. Sólo que se reconozcan como una forma de obscenidad tan legítima como la pornografía erótica.



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  • El contenido vertido en esta columna de opinión es de exclusiva responsabilidad de su autor, y no refleja necesariamente la línea editorial ni postura de El Mostrador.
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