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La «píldora del día después» y el coro episcopal


Las decisiones relacionadas con la comercialización del producto farmacéutico conocido como la «píldora del día después» han provocado un debate que revela las actuales obsesiones de la alta jerarquía católica. Digo de la alta jerarquía porque el pueblo católico hace mucho tiempo que no escucha a su iglesia en materias tales como el divorcio, las relaciones prematrimoniales y las decisiones reproductivas. Más aún, creo que le dan un poco de risa. Los lectores dirán que proyecto en otros mi propia actitud. En realidad se equivocan porque a mi no me dan risa los argumentos usados, me dan rabia.



No entiendo ni la escala de valores defendida por la Iglesia y menos aún que justifique su postura como defensa de la vida. El concepto de vida humana que defiende la Iglesia Católica me parece un tecnicismo biologicista, carente de todo contenido humanista. Afirmar que la vida tiene lugar en el momento en que el espermio y el óvulo se juntan es confundir un acoplamiento biológico no deseado con la vida humana.



En este mismo medio he argumentado en otra ocasión que esa actitud eclesiástica no representa la defensa de la vida sino de la no vida, pues obliga a los fieles que siguen esos postulados «natalistas» a tener hijos no deseados, los cuales pueden ser hijos surgidos de una relación circunstancial querida o forzada o de una relación duradera, pero sin proyecto de paternidad.



Detrás de esta actitud moral de la Iglesia se esconde un problema de fondo, la vigencia de los valores del sacrificio en materia de sexualidad. Aquí se aplica el principio «el que la hace la paga». No es válido el argumento que se trata de fomentar la virtud de la responsabilidad, la cual es importante. Cuando, por distintas razones, no hay proyecto de vida de pareja o de paternidad, lo responsable es evitar los hijos no deseados. Los altos eclesiásticos dicen no, lo responsable es abstenerse. De por medio existe una concepción de la sexualidad ligada a la reproducción. El placer sexual y sensual, esto es amoroso, es secundario en relación a la reproducción. Esa es una concepción instrumentalista de la sexualidad. La valoriza por sus resultados procreativos potenciales y no como expresividad amorosa.



Además esta moral sexual es inhumana. Es inhumana con los padres obligados a aceptar un hijo no querido y con el hijo que nace con el estigma del estorbo. Pero lo es en especial con las mujeres y con los pobres. Esta ética del sacrificio por los pecados sexuales perjudica primero a las madres, porque en general, son ellas las que se hacen cargo de ese hijo engendrado sin querer, pero tenido por las presiones morales que ejercen adultos o eclesiásticos insensibles.



Es inhumana además con los pobres y en especial con las madres pobres. Para una madre o pareja acomodada tener un hijo no planeado o incluso no deseado es materialmente posible. De ellos se encarga el personal doméstico o es enviado a salas cunas. En esas condiciones es mucho más posible que el rechazo inicial del hijo se convierta en aceptación y amor. Para una madre pobre significa con frecuencia una carga muy difícil de sobrellevar. En esas condiciones el hijo no proyectado y que se tiene, más que por apego a las normas eclesiásticas, por la imposibilidad de evitarlo, puede ser tratado sin amor. Las condiciones materiales hacen más difícil (no imposible, por supuesto) que el rechazo inicial se convierta en trato afectuoso y protector.



¿Se han preguntado alguna vez los moralistas eclesiásticos y civiles si esta paternidad sobrellevada tienen alguna relación con la violencia intrafamiliar?.



Nunca los he visto hacerse ese tipo de preguntas, obsesionados por lanzar preceptivas y anatemas. Su preocupación principal es minar el campo de la sexualidad, como si la divinidad que los inspira hubiese cometido un error en dotarnos del placer sexual. La iglesia que conocimos y respetamos, la de la defensa de los pobres y de los vivientes, se ha convertido en una iglesia que convierte los problemas de la moral sexual en más importantes que la injusta distribución de la riqueza. No veo la misma preocupación de la jerarquía por la ostentación y el lujo en que muchos viven que por las relaciones prematrimoniales o la famosa «píldora del día después».



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  • El contenido vertido en esta columna de opinión es de exclusiva responsabilidad de su autor, y no refleja necesariamente la línea editorial ni postura de El Mostrador.
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