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Ezequiel


Como a la mayoría de las personas, la vida me ha golpeado con fuerza muchas veces. Pero ninguna experiencia anterior me había emocionado tanto como el primer encuentro en Chile de padres a cuyos hijos se les ha diagnosticado el síndrome Martin Bell, también llamado síndrome X-frágil. Se trata de una mutación genética causada por la fragilidad del cromosoma «X» (de ahí el nombre del síndrome), que afecta a uno de cada 2 mil niños. Este irreparable accidente microscópico, que se repite en cada célula, tiene consecuencias múltiples, de distinto tipo y envergadura.



El síndrome X-frágil se expresa en una frente alta y grandes orejas, en trastornos del sueño y del carácter, así como en el desmedro de las capacidades cognitivas de los niños. Por un momento están sonrientes y felices, al siguiente gritan con furia. Sus dificultades de aprendizaje varían desde las leves hasta las severas. Un 10 por ciento de los niños X-frágil nunca logra hablar. Sentados en círculo, los padres relataron sus experiencias. Una madre no logró contenerse y comenzó a sollozar. Solo días antes había sabido que su único niño es X-frágil.



Escuchamos a una viuda cuyo hijo, un muchacho que pesa más de 100 kilos, comenzó a agredirla con regularidad a ella y a su anciano abuelo, a raíz de lo cual se vio obligada a internarlo en el Hospital Siquiátrico por falta de recursos. Destacó el testimonio de una madre argentina y sus dos hijos veinteañeros, ambos X-frágil, quienes viajaron miles de kilómetros para alentar con su ejemplo de convivencia cariñosa, abierta y optimista a los padres chilenos allí reunidos.



Anualmente sólo nacen en Chile alrededor de 60 niños con el síndrome X-frágil síndrome. La mayoría de los pediatras jamás atenderá a uno de ellos. Las instituciones de salud previsional no contribuyen al pago de las terapias específicas que requieren los niños X-frágil. No reconocen a estos niños su condición, excepto cuando rechazan la afiliación de los padres que la informan. El Estado no ofrece pensiones de invalidez que aseguren la supervivencia de las personas X-frágil después de que mueren sus padres.



Al encuentro esos padres y esas madres entraron agobiados. Pero salieron de él compartiendo un desafío: Promover la integración de sus hijos a la sociedad. Esto es, que sean respetados, acogidos y apoyados en sus propias familias, en sus barrios y en los colegios, y a futuro, hasta donde corresponda en el mundo laboral.



Muy distinta es, desde luego, la realidad hoy. En una sociedad cuyo entendimiento de la inteligencia está encadenado al éxito económico, las dificultades de aprendizaje severas representan sólo un estigma. Incluso personas habituadas a reconocer y rechazar muchas otras manifestaciones de crueldad, utilizan actualmente expresiones tales como «inferioridad», «deficiencia» o «debilidad» mental, con el mismo desparpajo con el cual la generación anterior hablaba de «imbéciles», «tarados», «morones», «oligofrénicos» y «mongólicos».



Debemos eliminar tales expresiones del uso cotidiano. Y reemplazarlas ya sea por términos científicos (como «síndrome» y «mutación genética») o bien por un lenguaje que valore los desafíos enfrentados por los afectados (como «dificultades de aprendizaje»). En esa reunión se dio un primer paso hacia la integración de los niños X-frágil a la sociedad chilena. El desafío que ejemplifica el síndrome X-frágil nunca más debe ser sólo individual, paternal o familiar. Los minusválidos de todos los tipos son personas y tienen los mismos derechos que las demás.



Detrás de sus éxitos artísticos, científicos, culturales y económicos, el verdadero rostro de una sociedad lo muestra su trato con quienes tienen menores capacidades de ayudarse a sí mismos. Cuando volvimos a casa con mi mujer, mientras las lágrimas caían de mis ojos, besé a nuestro hijo. Ezequiel, con su frente alta y sus grandes orejas, me abrazó riendo.



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  • El contenido vertido en esta columna de opinión es de exclusiva responsabilidad de su autor, y no refleja necesariamente la línea editorial ni postura de El Mostrador.
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