Publicidad

Los celulares y la celulitis del alma


Cuando se hace el silencio en un grupo de personas, no falta quien comenta «pasó un ángel», para llenar con algo ese intervalo sin palabras. ¿Por qué el silencio incomoda? ¿Por qué ante la presencia del otro o de los otros siempre hay que estar diciendo algo, o por último haciendo sonar palabras que tal vez no dicen nada?



Muchas de las conversaciones en las que nos vemos involucrados o que escuchamos al pasar son lamentables. Es un intercambio de lugares comunes y de fórmulas rituales. Preguntas por la parentela, cuya salud y bienestar maldito lo que nos importa. Comentarios sobre el clima, las derrotas en el fútbol y la situación nacional que ya han hecho todos los noticiarios. Y como remate al despedirnos, una incitación del tipo «oye, pero juntémonos, llamémonos, veámonos», que por suerte nunca se cumplirá.



Hay que conjurar el silencio, y a eso ayudan de las radios, los walkman, los parloteos insustanciales, y sobre todo la telefonía inalámbrica que últimamente se ha hecho omnipresente.



El teléfono celular inicialmente fue el emblema de un singular status: el del hombre ocupado, siempre conectado a los negocios, tan importante en su trabajo que no puede soltar las riendas del mismo ni cuando está en el baño. Había que ver las expresiones de los suches encorbatados cuando hablaban por celular: lo hacían siempre serios, con entrecejo tenso, como si estuvieran resolviendo la suerte del mundo.



Pero los celulares se han expandido tanto que ya todo el mundo los tiene. Los de verdad salen más baratos incluso que sus réplicas de madera, que se vendieron tanto en su momento. Ahora ya no otorgan status de ejecutivo ocupado. Se usan principalmente para matar el silencio, para prolongar hasta el infinito el parloteo con interlocutores distantes.



El chillido de los celulares se escucha en todas partes, y sus enervantes tonos de llamado interrumpen las ocasiones más solemnes. En medio de un funeral, de un matrimonio o de cualquier liturgia no falta el distraído que dejó el teléfono encendido, el cual se pone a ulular en cualquier momento. Cuando eso sucede, el propietario del aparato sale discretamente, como si tuviera una emergencia gástrica, y la concurrencia se muestra comprensiva: a cualquiera le pasa.



El ruido del celular, junto con el de las alarmas de autos y casas y las sirenas de los vehículos de emergencia, son la histérica música de fondo de las ciudades de hoy.



Ahora incluso hay celulares que no requieren el uso de las manos para sostenerlos. Cada vez son más numerosos los hombres que caminan hablando con un teléfono invisible. Sospecho que es un pretexto para hablar solos, para no dejar ni una sola rendija de silencio por la que pueda pasar un ángel.



Adivino también que las calles se irán llenando de estas personas enfrascadas en sus propios monólogos o en coloquios con los teléfonos que llevan colgados en algún bolsillo. Tal vez con el tiempo los celulares traigan incorporado un repertorio de respuestas para hacer menos patéticas estas conversaciones de nada con nadie.



¿Por qué esta intolerancia al silencio, a la pausa, a la distancia? Tal vez porque podría ponernos frente a nuestro propio vacío y revelarnos que somos como la carcasa de un celular destripado. Es posible también que el mutismo nos revele la celulitis del alma, y el ángel podría mostrarnos, a su paso, lo frágiles que son los negocios y los juegos de poder en los que ponemos esa alma averiada, antes de llamarnos a las esferas superiores del cielo por sobre la trama de las conversaciones inalámbricas, allá donde sólo se oye un imponente y definitivo silencio.

  • El contenido vertido en esta columna de opinión es de exclusiva responsabilidad de su autor, y no refleja necesariamente la línea editorial ni postura de El Mostrador.
Publicidad

Tendencias